Literatura
Poblar desiertos o de cómo un cachaco escribe poesía cesarense

Juan Camilo Lee Penagos, profesor de la Universidad Nacional de Colombia Sede de La Paz, bogotano, hace un comentario acerca de Poblar desiertos, la nueva antología de poesía cesarense en la que ha sido incluido, a pesar de no haber nacido en el departamento.
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En una anécdota harto conocida, la gran cantante de rancheras Chavela Vargas, al ser increpada sobre su falsa mexicanidad -era costarricense de nacimiento- contestó con una frase genial y groserísima: “¡Los mexicanos nacemos donde nos da la re chingada gana!”. Mucho más que ser una brillante salida al paso en alguna entrevista incómoda, la frase pone en juego cuestiones interesantes sobre las identidades y su relación con los lugares o territorios: ¿hasta qué punto es posible construir una identidad a partir del deseo? ¿qué tanto nos marca el lugar de nacimiento? ¿pueden también los colombianos, los palestinos o los cesarenses, por ejemplo, nacer donde les dé la gana? ¿qué es, finalmente, un gentilicio, una identidad? Identidad e idéntico comparten resonancias, y pareciera entonces insinuarse que quienes nacen en el mismo lugar comparten ciertas características idénticas, que no cambian en el tiempo y no se diferencian entre sí. El gentilicio nos ata a un lugar y ese lugar parece dictarnos buena parte de los que somos.
Pero el orden lógico de estas presuposiciones es invertido en la frase de la Coronela: se supone que el lugar es primero que el gentilicio, porque lo primero que hacemos en la vida es nacer. Sin embargo, según ella, los mexicanos son mexicanos antes del nacimiento, y logran elegir el lugar en donde serán paridos. Así, el poder del lugar es desactivado y la identidad parece precederlo: Chavela era mexicana aun nonata, y escogió hacerlo en un país distinto a México, sin que eso le restara mexicanidad. Obviamente, nadie escoge nacer, ni dónde hacerlo -por mexicano que sea-, pero muchas veces nos creemos capaces de escoger quiénes somos, por lo menos en parte. O, también, con frecuencia, la vida nos lleva y nos trae por donde le da la re chingada gana, y nuestra identidad queda más desgastada que la suela de unos zapatos viejos de caminante, o se rearma con tantos trozos que más parece un Frankenstein contemporáneo que algo idéntico que nos asegure un lugar en el mundo, como podría indicar la metáfora de las “raíces”.
Digo esto pues he sido invitado a participar en una antología de poetas cesarenses contemporáneos llamada, significativamente Poblar desiertos, y he aceptado, aun cuando nací en Bogotá y vivo en Valledupar hace poco menos de 4 años. Probablemente haya varias personas que, como la incómoda presentadora que increpó a la cantante, se estén preguntando el porqué de la presencia de un cachaco en una antología de poetas del Cesar. He contestado, en broma, a las bromas al respecto, con una versión de la frase aludida: ¡los cesarenses nacemos donde nos da la gana, no joda! Sin embargo, no puedo decir, ni de cerca, que yo sea tan cesarence como mexicana era Chavela. La pregunta por la identidad falseada tiene algo de acusación, de señalamiento, de increpación moral o desenmascaramiento, y tiene algo de ridículo estar en la posición de quien debe explicarse, como si hubiera entregado un documento falso o no hubiera pagado una deuda. “Al Valle lo que es del Valle” dice Jorge Oñate, y si el Valle mismo no es capaz de cobrarte lo que le pertenece, aparecerán sin duda sus más puristas representantes cual chepitos o policías del folclor, para acelerar el desalojo. Permítanme entonces elaborar en mi defensa -y del comité editorial que me invitó a participar- algunos apuntes acerca de esta antología para explicarles -y explicarme a mí mismo, de paso- por qué acepté sin mayor misterio y con la mayor alegría mi participación en ella.
Uno de los grandes pensadores del SXX fue Martin Heidegger, quien nos dejó una obra muy crítica con la misma tradición occidental de la que se nutre, y a la que intenta revitalizar a través de un pensamiento que nos atañe particularmente: el pensamiento poético. Heidegger es, tal vez, el filósofo que de manera más profunda y pertinente elaboró con infinidad de matices un pensamiento centrado en la aparición de la palabra poética. Para él, la creación del mundo -entendido como la realidad humana- es posible únicamente cuando surge una palabra esencial, una palabra de origen que abre, en medio del caos y el abismo de lo meramente existente, un lugar claro, donde el ser humano pueda habitar y entablar relación con las cosas. Los poetas tienen la obligación de escuchar al Ser, entonar su silencio, para poder poner una palabra que sea original, no en el sentido de novedosa o sorprendente, sino que sea ella misma origen de lo que está en el mundo humano. Heidegger, sin embargo, tiene algo de pesimista: vivimos una época en donde la palabra se ha degradado tanto que ahora es mero instrumento comunicativo, mera herramienta descartable, perdiendo su capacidad de alumbramiento. La palabra se ha vuelto signo en vez de invocación, número en lugar plegaria, dato en lugar de pensamiento. Heidegger ha llamado a esto el “desierto” de nuestro tiempo. Un desierto que estamos obligados a habitar.
Por supuesto, el pensador alemán utiliza la imagen de la superficie reseca y sin vida como una metáfora, muy expresiva y contundente, por cierto. Acá en el Cesar, por otro lado, vemos de manera también contundente la fabricación de los desiertos: hablo de las superficies lunares, como heridas sobre el planeta, que deja la minería a cielo abierto y otros desastres extractivistas. Acá, en el Cesar, el desierto que produce la degradación moderna de la palabra no es solo metafórico si no también real, dolorosamente palpable, terriblemente abrasador para los ojos, las pieles y los corazones. Sin embargo, la metáfora Heideggeriana también es pertinente acá, en el Cesar: sobre el desierto real del extractivismo minero se yergue el desierto de la homogenización y el extractivismo culturales, que hacen del folclor popular una mercancía para élites y una herramienta política para concentrar recursos y acallar expresiones disidentes o meramente distintas. Así, acá en el Cesar, debemos poblar no uno, sino dos desiertos, el real y el metafórico, tan imbricados el uno en el otro. Entonces, no es tan difícil encontrar lo que le faltó a Heidegger para darle a su pensamiento poético un poco más de pertinencia por estos lares del Sur global: darse una pasada por los fundamentos no ya del Ser sino de la economía capitalista. El pensador alemán también proponía que el poeta, o quien quiera experimentar la cercanía con el Ser, debía asumir la cercanía de la muerte, de la nada, no como finalización de la vida, sino como posibilidad constante y diaria. Esto, en un país como Colombia, y en regiones como el Cesar, no es una excepción, sino más bien una constante: ya sea por una bacrim, una guerrilla, un ladronzuelo, un paramilitar o una motocicleta a toda velocidad, la posibilidad de la muerte en estos desiertos es la norma, no únicamente una experiencia que te despierte a las altas esferas de la humanidad y el poema. Esto nos lo comenta de manera más inteligente y filosófica toda la corriente de pensamiento descolonial: el pensamiento poético de Heiddeger, su crítica al desierto de nuestra época, tiene un punto ciego, que es precisamente la ausencia de reflexión sobre regiones como el Cesar: los territorios donde el capitalismo relaja al máximo sus discursos de derechos humanos y modernización, y los convierte en zonas de sacrificio humano y ecológico. Podríamos decir que Heidegger nos describe y nos explica de manera detallada una experiencia y una palabra poéticas que funcionan mejor en zonas donde los fundamentos oscuros del capitalismo y la modernidad -sangre, fuego y desierto- se pueden ocultar. ¿Cómo, entonces, escribir poesía desde los lugares sacrificados por la economía mundial? ¿Cómo poblar estos desiertos?
Esta pregunta es el centro de esta reflexión y es la que conecta con la antología de poetas cesarenses. Poblar los desiertos del Cesar es el reto que enfrentamos sus habitantes a diario. Podríamos llamar “cultura cesarense” a las estrategias que se construyen para hacer de estos parajes una geografía en donde la vida humana tenga sentido y se dignifique. Quienes vienen de afuera del departamento -curiosamente lo que queda afuera del Cesar muchas veces se nombra como “el interior del país”, como si el Cesar quedara en su exterior- quienes venimos del interior del país, decía, llegamos a enfrentar ese reto, el de poblar desiertos. En general, se podría decir que los cachacos llegan al departamento a enseñar, a mostrar el camino civilizatorio, a decirles a los cesarenses cómo es que se debe habitar su departamento, y por eso se han caricaturizado tanto: llegan con sus respuestas andinas y centralizadas a una realidad tan distinta. Con buena o mala intención, esos mismos cachacos son los que desertizan aun más el ya desértico paisaje: el discurso del progreso es el mismo discurso de las mineras. También, por supuesto, hay cesarenses cachaquizados, colonizadores de sus propios coterráneos, pero eso es otro asunto. Lo que quiero resaltar ahora es que el reto de poblar estos desiertos es asumido por los que vienen del interior, generalmente, desde una posición externa, desde una distancia que podríamos llamar colonizadora o, por lo menos, ajena, y que, generalmente también, va de la mano con procesos que desertizan aún más estas praderas caniculares.
En mi labor como investigador de la literatura y como escritor de poesía, ha sido el reto de poblar los desiertos lo que me ha conectado con las discusiones y problemáticas contemporáneas. Es decir, ha sido habitar el Cesar lo que me ha llevado a mí a pensar la actualidad del mundo, y no he sido yo, como cachaco, quien ha traído al Cesar alguna idea, moda, o corriente literaria, crítica o teórica contemporánea. Me he convertido, entonces, en un escritor y un académico que realiza sus labores desde el Cesar, desde el reto de poblar estos desiertos, sin traer respuestas desde afuera. Mi escritura sobre los territorios y la geología, mis investigaciones sobre el extractivismo en la literatura latinoamericana, han sido frutos de este contacto. Escribir y pensar desde el Cesar es hacerlo desde las problemáticas contemporáneas del planeta: ser cesarense es enfrentar a diario los desafíos del mundo, que podríamos resumir como los impactos ambientales, culturales, políticos y sociales del extractivismo. Intentar poblar estos desiertos sin creer que se tienen respuestas prefabricadas, sin asumir a rajatabla una postura institucional, política o académica, sin predicar algún dogma que te asegure tu lugar o tu identidad, es decir, encarar toda la incertidumbre existencial y humana que implica intentar habitarlo: eso ha significado para mí vivir en el Cesar.
Escribir poemas desde ahí es exponerse no solo a la inmensidad del silencio entonado por el Ser, como Heidegger diría en su descripción de la solitaria labor de los poetas, sino también crear lazos humanos y de colaboración, como exige la situación de fragilidad en el Sur global, que el mismo filósofo no tuvo en cuenta en sus reflexiones. Lo que quiero decir es que no sería posible poblar un desierto real desde una palabra poética que se pronunciara y elaborara únicamente en soledad, pues, por lo menos acá en el Cesar -quién sabe si otros parajes sea posible-, los lazos de amistad se convierten en herramientas de sobrevivencia. La vulnerabilidad de intentar pronunciar las palabras esenciales desde territorios que están siendo destruidos por el capitalismo sólo es llevadera si se construyen relaciones de amistad y compañía, en donde esa misma fragilidad sea compartida. Cuando nos abrimos como seres humanos a la vulnerabilidad propia y ajena, no sólo en términos ontológicos -como en cierta medida lo hace Heidegger- sino también en términos sociales y políticos, solo entonces somos capaces de celebrar los lazos que creamos: esa felicidad, esa ternura, hacen parte también de la palabra poética, de la palabra original, de la palabra que se hace techo, habitación, hogar.
Esta antología es un hogar, un cobijo, y si prefieren, se les coloca ahí un kiosko con chinchorro a la sombra de un palo de mango. O no. O simplemente se les sirve una fría en la mesa para que conversen sobre lo que sea. Porque ha sido así, paradójicamente al calor de unas frías, que se ha forjado este libro: conversando, riendo y acompañando la soledad de quienes habitamos los desiertos duplicados de estas lejanías.
El caso es que, como dice William en uno de los poemas incluidos en la antología, “la poesía es un nosotros”. Y, en este caso, es un nosotros cesarense en el que me siento incluido, con mucha alegría.
Juan Camilo Lee Penagos
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