Literatura
De Boyacá en los campos

El vehículo híbrido de cinco puestos, cupo completo; un lunes afanado buscando el escape del embotellamiento de la capital con una mañana burlesca anunciando la tardanza al salir, reflejada en la larga cola de vehículos que languidecían en la lentitud de una neblina espesa, a duras penas permitía leer los avisos de cientos de negocios al lado y lado de la mal llamada autopista, la conversación en todo caso amena, sin afanes en el plan paseo previamente acordado rumbo a Boyacá, el cálculo a propósito de un desayuno en Ventaquemada kilómetros más allá. La Caro y el desvío a Chía y Zipaquirá donde muchos de los causantes del embotellamiento irían purgando penas ajenas, y la velocidad pareció aumentar para no ver ni por asomo a nuestra izquierda Hatogrande del cual es seguro emanan puntualmente putrefactos olores, sórdidas componendas y corruptelas que han caracterizado la triste historia de mandatarios de Colombia. Tampoco pudimos apreciar las imponentes antenas de transmisión satelital que antaño le dieron el ilustre nombre de “Ciudad Satélite” a Chocontá, pues la niebla seguía negándonos en su densidad el paisaje. Alguien acotó el debut en el arte de Turmequé o Tejo durante una pasantía de tres meses por allá en 1.977 los tejos lanzados a espacios siderales de mala práctica, las antenas de comunicación a salvo por fortuna de la inexperiencia del jugador quien a cambio sufrió por unos días un severo dolor que lo llevó a desear arrancarse el brazo izquierdo. Verían las antenas, a su retorno, lánguidas, tristes, acosadas por el olvido, los destrozos causados por el robo de sus partes, los vientos ululantes y altos pinos tapando sus vergüenzas alrededor. Bueno, son 55 años desde su inauguración y no ha sido en vano el paso del tiempo.
Anuncian con entusiasmo y orgullo apenas disimulado la frontera de los dos departamentos Cundinamarca y Boyacá, un poco más allá Ventaquemada, casi dos horas de recorrido, el Puente de Boyacá, el rancio olor a historia harto conocida de la cual no faltó el comentario asombroso de como diablos harían los cinco mil combatientes realistas e independentistas para caber bajo el minúsculo puente en la batalla que decidió la Independencia y que así fue enseñado en las aulas escolares aprovechándose de la ingenuidad adobada de ignorancia de los alumnos. Profesores mentirosos. Risas que condimentaron un suculento desayuno donde no faltó la arepa de maíz, huevos revueltos, changua, café y queso; y en las mesas vecinas el caldo de pata con una gigantesca porción de carne adosada al hueso que se desprendía con un suave mordisco. Inevitable posar de mirones ante tantas delicias humeantes, la impronta de los platos de esta región.
Pudieron evitar el paso por Tunja para ir a Ráquira, primer destino, pero no había prisa y lo tomaron como desliz de paseo. Los colores multicolores de las calles de la pintoresca población, sus festivas calles mostrándose siempre como un paisaje nuevo sin importar cuantas veces se haya ido a esa pintura en la montaña, paredes pintadas con arte, avisos de almacenes invitando a los turistas, escasos en ese lunes, las inevitables compras de cualquier cachivache, los balcones y las flores en franca convivencia, la visita obligada a la iglesia cuya ilustración confirma su antigüedad, datando la construcción en más de 500 años. En una de sus paredes fue inevitable señalar un cuadro del “santo” Ezequiel Moreno celoso partidario de las ideas del conservatismo y con poder para condenar a los liberales, al parecer se le fue la mano y el apelativo de santo tambalea en la historia. Cierto asombro del grupo respecto a ese santo “colado en la fila” y unas cuantas fotos a la bella iglesia colonial de una sola nave central y a la izquierda del altar principal un altar que corta abruptamente la simetría como un apéndice colocado a destiempo. Una poesía escrita antes de dejar la iglesia a mano derecha, un lamento del feto que nunca vio la luz, la tristeza del aborto señalando a la madre. Dura letanía que sobrecoge el espíritu. La mañana toca a su final, quesadillos a manera de refrigerio, saboreados con deleite en el retorno a Tunja cumpliendo con lo programado, terrenos ondulados, montañas, verdes majestuosos similares a los de Nariño, “sumercé” y “pues”; el conductor elude con habilidad los ciclistas, algunos en indumentaria deportiva, otros con sus ruanas transportando cantinas o bultos, las botas “pisamierda” en rítmico sube y baja pedaleando por el futuro de sus sueños. Después de mediodía Tunja asoma, crece por todos sus costados mientras el centro alberga con celo la historia rica de Colombia, su nombre es sinónimo de hitos de la conquista, la colonia, los albores de la independencia, los personajes que han acuñado sus nombres con letras mayúsculas en el devenir de este departamento cuyas fronteras con Santander, Norte de Santander, Antioquia, Cundinamarca, Arauca y Casanare ofrece la posibilidad de asimilar costumbres de cada uno de ellos sin minimizar la verdadera idiosincrasia del boyacense. Un boyacense hablando con acento paisa en Puerto Boyacá al pie del rio Magdalena, o vistiendo prendas llaneras y bailando joropo en la confluencia de los departamentos circundantes, uno de los cuales Casanare, fue en su momento parte del departamento de Boyacá antes de la separación geográfica como Intendencia en 1.973 y luego como Departamento en 1.991; cambiando de un trecho a otro el “su mercé” por el “no sea toche” Las conversaciones son un aprendizaje aleccionador en el carro mientras devora los kilómetros. Hatos de ganado, sembrados de papa, alverja; la nostalgia de uno de los viajantes quien por su condición de trabajo y profesión años atrás adoptó para su memoria y corazón a estas tierras boyacenses, la queja por la ausencia de cebadales que antes doraban el horizonte por donde quiera que se mirase y el sinsabor de ver desaparecer el alimento de las cervecerías por cuenta de estúpidos mandatarios que abrieron las puertas al feroz neoliberalismo <¿Se refieren al “ciertamente” Gaviria de voz de marica?> Eludieron por conveniencia de tiempo al centro de la ciudad, promesa de hacerlo en otra oportunidad junto con las anécdotas, historias, la esencia de la ciudad en la experiencia de cada uno de los viajantes, varios de ellos en calidad de habitantes con la añoranza y el amor por sus calles y edificios; un buen almuerzo con ofertas de comida de mar, sierra frita, trucha, arroz, plátano verde, ensalada con lo cual habiendo certificado la variedad de comidas y no solamente sopa y seco, satisfechos dejaron atrás la capital, tomaron la carretera periférica en dirección a Duitama, las inmensas tractomulas que iban y venían por donde transitaron parecían aumentar en número; terreno casi plano y por momentos montañas de leves declives. El paisaje siempre ensoñador, siempre verde, siempre cautivante. Duitama y Sogamoso, transitadas sin mayor comentario aparte de saberlas ciudades industriales con gran soporte económico, las siderúrgicas que con los años han cambiado de propietarios más no de ritmo de producción, chimeneas gigantescas, polución y enfermedades en sus poblaciones vecinas soportadas con estoicismo a cambio de apetitosas regalías, eso es “comer callado el veneno de la polución”. El destino, Firavitoba como tantos pueblos pintorescos anunciando su presencia con un arco rústico y el nombre en letras de molde como otras tantas poblaciones mencionadas en su recorrido (la asociación de Cucaita al gran Rafael Antonio Niño, Samacá a Miguel Samacá, Cómbita a Nairo Quintana, Sutamarchán al hoy humorista en declive de su carrera Pedro Antonio González “don Jediondo” es parte del repertorio de información que brota generosa de parte de los viajeros, y otras tantas poblaciones natales de grandes hombres de la historia antigua y reciente)
Firavitoba a pocos kilómetros de Sogamoso, un atardecer agonizante que recortó las inmensas torres de la iglesia y una bienvenida calurosa a la casa situada a una cuadra de la plaza. Es ostensible el acervo de los pobladores que hacen que el tiempo se detenga, se saludan con la familiaridad de años, la fortaleza de las generaciones, los años de los mayores con la sabiduría acumulada en la alegre transición de afectos a los jóvenes y niños, todos se saludan y el acento es un canto a la paz de buen vivir. Es fácil extrapolar la sensación vivida a todas las demás poblaciones de Boyacá, eso es seguro.
El plan de visitar temprano a la imponente iglesia se frustra con la comodidad de las camas que invitaron a no apresurarse al levantarse al día siguiente, a tomar un desayuno con fruta, café recién colado, arepa de maíz y huevo, a saludar a la mañana con el aire frio de la región, el murmullo cercano de los estudiantes ingresando al colegio al lado como sí se hubieran metido sin permiso en la hermosa y acogedora casa donde se alojaron, la casa que vio nacer a dos de los viajantes, los vehículos, camiones, buses, automóviles en su tarea temprana de hacer patria, el pueblo sin prisa y el aroma primigenio del café recién colado, el aroma que se colaba por las rendijas provenientes del campo circundante penetrando al sentimiento de los viajeros. Después no hubo tregua, había ansiedad por mostrar más de lo bello de la región y de nuevo el vehículo híbrido se puso en marcha en dirección a la Lago de Tota. Saliendo afloraron recuerdos de dos de los viajeros, hermanos y nativos de Firavitoba, ya se adivina En efecto, los grandes pastizales, el ganado disperso, sembradíos y terrenos listos para recibir la semilla daban fe de sus andanzas infantiles y juveniles. Avanzaron, tomaron carretera a Iza donde llegaron después de media hora con el asombro de una población intacta, suspendida en la historia colonial con sus calles estrechas, casas de tapia pintadas de blanco, los balcones adornados de flores y maceteras de vivos colores, tejados majestuosos y una iglesia en el parque con su torre única y campanario de tres cuerpos a la izquierda del portón, el último de los cuales remata en una hermosa cúpula, y al otro lado del portón una pared blanca adosada y ajena a la decoración de la iglesia, encima de la pared un singular cuerpo con dos arcos y un remate con un arco y tres cúpulas pequeñas en el cuerpo superior. Bien de interés cultural donde se pueden tomar baños en sus aguas termales < aquí es donde veníamos a bañarnos, ahora es imposible por la cantidad de turistas que vienen> adquirir una ruana tejida en algodón y sobre todo disfrutar de su ambiente de calma, de su gastronomía y de su sensación de estar visitando un pequeño paraíso como lo entienden quienes la visitan los fines de semana, todas las semanas y toda la vida. Eso conversaron mientras el vehículo continuaba la ruta y quince minutos después arribaron a Cuítiva una de las poblaciones que rodea la laguna de Tota, con su bello parque de piedra donde se levanta majestuoso un monumento a Bochica y la iglesia tipo piramidal con torre central, la iglesia del Señor de los Milagros. El siguiente pueblo es Tota y el gentilicio totenses y en un intento de generar sonrisas el conductor dice que los llaman también totanitas; al pueblo se llega en diez minutos con un ascenso sostenido y serpenteante donde los cultivos de cebolla comienzan a llenar la distancia hasta perderse en el horizonte. En Tota se destacan los monumentos alusivos a la vida campesina con un hermoso homenaje a las hilanderas y una iglesia de estructura sencilla y sin embargo de aspecto generoso a la vista y en donde además la hora no importa para observar en sendas tiendas clientes de ruana, sombrero y botas de caucho bebiendo cerveza, bebida apetecida en todo el departamento de Boyacá. El carro continúa ascendiendo y llega a un espacioso terraplén, un mirador con una casona cuyas puertas se abren para satisfacer al visitante con artesanías, ropas de la región, imanes para las neveras o un buen café. Sorprende la locuacidad y vivacidad de la dueña del negocio quien termina contando su vida, obra y milagros, sus viajes, su afán de ser alguien en la vida, su tesón, su afán de sacar adelante a su crio que al parecer ya es mayor de edad, su comunión con la tierra y el agua en la Tota que se ofrece majestuosa en una extensión que se pierde a los ojos de los alelados viajantes, dos de los cuales la ven por primera vez. ¡Es simplemente hermosa! Miran a derecha e izquierda, accionan la cámara de sus celulares, se suceden los calificativos de admiración, escuchan de fondo la perorata de la vendedora que no ha parado de hablar, señala la Playa Blanca un espacio de arenas blancas con muelle rodeadas de construcciones desde donde con seguridad descienden hasta el borde de la laguna. La información es generosa y brota a raudales de labios de la buena mujer de acento típico de la región, los demás asienten. No habla, dispara palabras como una metralleta, es incansable. Su nombre queda grabado con el molde de la mujer que cautivó con su forma de ser. Elvira. Un café bien degustado y retoman el camino, pasan sin bajarse por Playa Blanca, mencionan la restricción para bajar desde hace un tiempo, el turismo está contaminando al lago cuyas aguas sirven a los acueductos de Tota, Aquitania y Firavitoba. El lamento por la crisis de la laguna es explicado con la invasión a sus dominios por parte del depredador, el hombre y su afán desmedido por el enriquecimiento “ilícito” cultivando cebolla en cada centímetro de tierra. La carretera por donde transitan era agua, ahora es terreno firme. Se han perdido ya kilómetros de lo que debería ser parte del lago y en cambio las extensiones de cebolla son abrumadoras y tristes. Entonces reparan en que los únicos espacios donde no hay sembrados de cebolla son los cementerios de las poblaciones vecinas. Risas de conmiseración que animan el camino con diversos escenarios de unos sembrando, otros cosechando, otros pelando y haciendo atados ordenados, otros cargando a camiones parqueados en la carretera, otros transportando la carga que deja la estela del olor sui géneris de la cebolla. Es un negocio delirante que no se detiene un segundo, esa es la impresión. Aquitania otro pueblo asentado al pie del lago de Tota fue ignorado en su recorrido y apenas fue objeto de la anécdota del Concejo municipal cuando se cambió el nombre anterior Pueblo Viejo por el de Aquitania y en la ordenanza aparece abajo en la firma “Firmado en Pueblo Viejo a los tantos días del año tal” O sea, se resistieron cerca de 30 años en adoptar el nuevo nombre que evocaba a la región de Aquitania en Francia por la abundancia de agua que la bordeaba. Aquitania, capital cebollera de Colombia. No vieron el monumento a los cebolleros que existe en el parque. A la hora del almuerzo buscaron un lugar idílico de corte suizo, con ventanales que invitan al solaz y al relajamiento espiritual y porqué no de otros menesteres, un hotel restaurante con una carta de menú absolutamente delicioso, trucha mexicana, trucha con champiñones, medallones de res al vino, etc. Atención de primera categoría en un sitio de sueño cuyo dueño al parecer tampoco es santo habida cuenta sus antecedentes. Político por mas señas, apellido Pedraza, al terminar el almuerzo y satisfechos accedieron al carro para continuar el recorrido, dentro del vehículo pudieron explayarse sin temor a pecar por chismosos e imprudentes sobre el personaje y sus años de cárcel por ese desfalco en el gobierno de Uribe y su alfil “Uribito” Arias. Como si de una adivinanza se tratara todos convergieron en AGRO INGRESO SEGURO. Ah, bueno, el amigo Pedraza. Buen tipo. El listado de temas relacionados en ese paseo es interminable.
Siguen bordeando el lago antes de alejarse rumbo al Crucero. En cualquier recodo de la carretera la vista de esa masa de agua es desbordante de belleza. Es el lago más grande de Colombia, hoy seriamente amenazado por la cebolla y aún así llena de un esplendor de aguas que cambian de color acorde al juego del sol con las nubes, al transcurrir del día, a los aguaceros que por ahora se encuentran lejos en los penachos de las montañas, a los suaves vientos que causan levantamientos tenues de agua como si quisieran jugar en minúsculas gotículas que luego se asientan sin apenas hacer más que un movimiento apenas perceptible de la superficie. Espectáculo cautivante e hipnotizante. A lo lejos un pequeño velero se deja mecer en la pintura del atardecer, más cerca de la visual un canoero da sus prisas en el avance horizontal y se pierde tras un recodo de los límites del lago. Todo se encuentra en religiosa quietud, el recuerdo de ese hermoso cuerpo de agua será imperecedero.
Ahora sienten que el lago queda atrás, suben por una empinada montaña, admiran la fortaleza de los ciclistas boyacenses admitiendo que el terreno es propicio para este difícil deporte que tantas glorias ha dado a Colombia. En El Crucero miran todos a la derecha, es la dirección a Yopal Casanare. Toman a la izquierda con un descenso sostenido rumbo a Sogamoso donde llegarían después de 30 minutos. Ya la tarde es el principio de un final de recorrido, pero se resisten todavía e intentan ir hasta Monguí para enseñar algo más de esta bella tierra, pero el tiempo es implacable y cambian de opinión, se dirigen a uno de los centros de polución ambiental, una población a escasos kilómetros de Sogamoso, Nobsa cerca de la cual hay una inmensa cementera, origen de la polución con la cual conviven. Recorren su parque, visitan la iglesia que sorprende por la belleza arquitectónica, tres portones, tres naves, basamento de corte romano en cuyo centro se levanta una imponente torre de campanario, piedra caliza. Es parte de la romería de pesebres de movimiento que atraen a miles de turistas de Boyacá y del resto del país en el mes de diciembre. Un negocio en la esquina del parque genera un comentario jocoso de parte de uno de los viajantes a las viajantes: Su nombre: “La esquina del chisme”.
Antes de retornar a Firavitoba hacen un alto en un negocio muy cerca de las Acerías Paz del Rio. Masato y Mantecada. Deliciosos refrigerios que son devorados con fruición. Ya el hambre se asomaba y desdeñaron los microscópicos fragmentos de aire poluto que que con toda seguridad estarían flotando en ese ambiente industrial mientras saboreaban esos manjares. Justo a tiempo, llegan a Firavitoba otra vez con la noche cerrada, la cama es una invitación a descansar y duermen sin sobresaltos.
Ultimo día con la desazón de no haber podido entrar a la Basílica Menor de Nuestra Señora de las Nieves, así como se escribe. Es una basílica cuya construcción portentosa apoya aquello de que no es un pueblo con basílica sino una basílica con pueblo. La imagen primera evoca irremediablemente a Notre Dame en París, y si… El milagro de pronto asoma, uno de los viajantes, uno de los nativos, locuaz, amigo de todos, miró a sus 180 grados, describió al delgado personaje de saco rojo quien a esa hora temprana del día caminaba orondo y erguido dignamente hacía una de las esquinas del parque < ese señor es contemporáneo de mi mamá, no aparenta la edad con ese andar sin pausa> todos hicieron cálculos mentales y certificaron los más de 90 años del personaje, el viajante nativo atisbó hacia la sacristía, se alejó sin decir nada e hizo “palanca”: Convenció al ama de llaves de la basílica, abrió puertas y con el aura de privilegio pintada en sus caras todos los “extranjeros” del grupo de viajantes recorren el interior de la basílica sin prisa y con atención en cada uno de sus pasos, sobre un pulido piso de mármol, admiraron los rosetones, las paredes construidas a partir de 1.873 con gigantescas piedras traídas de una vereda El Pedregal a más de 5 kilómetros del pueblo, talladas y puestas con milimetría reverencial y terminada después de más de 70 años, y un altar auxiliar en la parte posterior completa la arquitectura. El nativo, autor de la “palanca” se esmera en explicar lo que sabe de la iglesia, extraña la sacristía El cielo raso es una oda a la chambonería, nada que ver con los exuberantes maderámenes a los cuales se está acostumbrado en esta clase de iglesias, es material PVC que desentona dolorosamente con la magnificencia de las naves; entonces esa falla en el gusto es explicada presurosamente por el autonombrado anfitrión, el techo prácticamente agrietado e inservible después del temblor (¿o terremoto?) de 1.995 hubo de ser demolido y ante la falta de dinero aún con el concurso generoso de los pobladores que no fue suficiente se optó por proteger la basílica con lo más económico. Sea, quedan excusados los firavitenses. En el exterior cuatro enormes torreones simétricamente dispuestos sirven de soporte a la gran mole que despierta suspiros de admiración ante la portentosa vista al alejarse sin darle la espalda por el parque que la precede y que recibe el nombre de Sor Gabriela, la Sierva de Dios. Es de imaginarse que ante la falta de más detalles era una buena cristiana y su memoria resalta en ese bello parque que hace arquitectura coherente con la basílica que dicho sea de paso se ve más grandiosa a medida que se aleja del frontispicio. El remate del conocimiento es la declaratoria de Basílica Menor en recientes años sin precisar la fecha.
El retorno a Bogotá es rápido, la intención es esquivar el trancón de las 4 p.m., pero luego se vería que todo quedó en intención y la entrada a la capital fue por lo menos agobiante. Bueno, sin desconocer que el almuerzo cerca en Chocontá fue un buen remate con sopa de verduras y carne embutida en un enorme pan, en un restaurante desde el cual se divisó la costumbre del paisaje multicolor con sembradíos sin final y el marco de montañas rebeldes a dejarse cubrir por nubes amenazantes.
…………………..
Colombia, un país generoso, rico y lleno de historia, también tiene ese aroma y la capacidad de hacer sonreír a sus habitantes. No importa por donde se transite siempre se encontrarán personas, espacios, olores, paisajes esplendorosos, sorpresas en cada recodo del camino y la sensación de vivir en el paraíso. Los acentos de los habitantes son una guía de percepción de geografías, historias, anécdotas, narrativas, ricos tesoros de saber y un libro abierto para todo aquel que quiera y sepa degustar lo que significa recorrer cada uno de los caminos.
A Boyacá volveremos para seguir explorando sus maravillas.
Edgar Arcos Palma
San Juan de Pasto
Sobre el autor
Edgar Arcos Palma
El Catabre
Escritor nacido en Pasto (Nariño). Autor de las novelas “Yaguargo” (2021) y “Escalera al vacío” (2023). Médico de la Universidad Nacional de Colombia (Bogotá) y endocrinólogo de la Universidad René Descartes (París, Francia). Es miembro del comité editorial de la revista Estafeta. Publica sus cuentos en la revista Estafeta y PanoramaCultural.com.co.
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