Literatura
El Niño
La última gota de agua cae en el vaso que amenaza en rebosarse. Tenía sed. Vine a levantar el cuerpo no hace mucho para calmarla.
La habitación estaba después de la de mi hermano, que solo pintaba garabatos, en lo último, se diría. La casa no es muy amplia si se ve de fuera, pero larga, si se recorre.
Tomé como derramando el agua en mi estomago, sabiendo que la sed no era de la lengua sino de la garganta.
Esperaría que dieran propagandas en el canal donde estaban dando ese filme rarísimo llamado “La Haine”. Vi el dorado de las manecillas en el reloj detenerse por momentos y luego seguir, casi exactamente, a las doce de la noche. No hubo pensamiento que llegara más rápido que el de un comentario escuchado a un familiar supersticioso en una fiesta.
–La hora en que se abre la puerta del infierno es a las doce de la noche –escuchó sin reparo.
Apreté el vaso de vidrio con la mano derecha y con la izquierda fui cerrando, poco a poco, la puerta de la nevera que proveía un helado fresco para el calor nocturno.
Cuando estuve acostado, rascándome un poco, sobándome mucho la cabeza que me sudaba mientras que transcurría, escena tras escena, la película, pensé si hubiera sido buena idea dejar ir a Lucia para llamar a Kity y que, de esta forma, me acompañaran en este caserón, aunque la primera no era opcional ni eludible frente a la segunda.
Quise aprovechar mi momentánea estadía en la cocina para masticar algo. Busqué y rebusqué encontrando sólo una tajada de pan duro. Apagué las luces de la cocina e, instantáneamente, sentí el frío que inicialmente me había proporcionado el refrigerador y en la oscuridad. Poco a poco, la luz tenue del interior de la nevera fue iluminando desde un hilo delgado hasta un camino ancho de claridad sobre el piso.
–El infierno está aquí –decía mi papá con el bigote indicando el suelo mientras que yo comía pastelitos de pollo de la fiesta.
–Lo mismo me da –pensé.
Encendí las luces en un instintivo reflejo de duda por la posibilidad de haber dejado mal cerrada la puertecilla de la nevera para ir ajustarla con más fuerza y, en ese momento, nuevamente, se apaga la luz de toda la cocina dejándome sentir un tropiezo por el cuerpo que me desprendió un escalofrío escéptico.
–Y ahora se fue la luz –pensé a oscuras.
Fui despacio al botón de encendido y estaba frío, sin función, mientras al fondo del corredor sentía las estridencias en francés que salían del televisor y revoloteaban contra la pared entrando a mis oídos en un volumen más alto de lo que lo había dejado. Le di unos golpes al interruptor para que, al fin, encendiera la luz.
–Me estoy perdiendo lo bueno –pensé mientras revisaba con la vista la cocina, alcanzando a ver una rata que trataba de huir por un agujero y lo logró.
Largo el pasadizo hasta mi cuarto, congelante el aire que de caluroso se tornaba como un vapor nevado que apretaba mi pecho y me hacia exhalar gaseosa de mi respiración. De algo que siempre me acordaba era de cerrar bien las puertas. Lo dicho por papá siempre se hacía presente: “Si la cierras bien, no se te escaparan mal”. Nunca tuve una excepción a mi costumbre que permeaba en manía. La puerta estaba entreabierta y mi mano comenzaba a moverla sigilosamente.
Ya los tres protagonistas estaban llegando del centro de París a su suburbio. El televisor siempre ha estado frente a la cama y en pánico observé que un niño, moreno, desnudo estaba sentado en el borde de ella, viendo el final de la rarísima película. Cuando intenté moverme o cerrar la puerta, ya, suavemente, sonreía y sus ojos blancos, las pupilas rojas y su cuello dobladamente moreno, estaban observándome.
Te estaba esperando, dijo. Solo cerré los ojos y apreté la respiración.
Jorge Luis Guerra
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