Literatura

Siguen diciendo que soy culpable

Carlos César Silva

17/04/2013 - 11:55

 

Ustedes siempre prefirieron a Lucho sobre mí. Por eso no se disgustaban cuando él despertaba a medianoche a cagarse al lado de sus camas, mientras que a mí solían gritarme en la cara que era un resentido social, solo porque tenía un tatuaje del Ché Guevara en el hombro derecho.

Yo les advertí de manera anticipada sobre mi engorrosa situación con Lucho. Pero no me prestaron atención, creyeron que estaba molestando como aquella vez que llegué a la casa diciendo alegremente: “Familia, he sido fichado para jugar en las inferiores del Ajax de Holanda”.

De verdad no pretendía continuar soportando, por ejemplo, que Lucho se comiera mi almuerzo siempre que me lo guardaban tapado en la mesa o que Lucho saboteara los ensayos de mi banda de Rock con su bailar satírico.

Maira fue la única que trató de preocuparse. Cierto día, al notar lo enojado que yo andaba, después de uno de mis usuales tropiezos con Lucho, me recomendó:

—Ten un poco de paciencia y procura sobrellevar a Lucho.

—Esto se me ha salido de las manos, ahora es Lucho o soy yo— le contesté sin titubeos.

Los limites -no es un secreto- reflejan la impotencia. Y la impotencia es un estado en el que nada bueno concurre. Apenas me enteré por la radio de lo que andaban buscando los turistas italianos, me hallé ante una oportunidad enorme, indigna conmigo mismo de perder.

De modo que construí a espaldas de ustedes un pequeño plan, el cual Maira casi perturba. Cuando yo estaba abandonando la casa en compañía de Lucho, Maira me abordó y me tocó explicarle que íbamos al parque a dar un paseo, un paseo de paz y reconcilio.

Al principio ella se mostró incrédula. Luego cambió de semblante y acariciándole la cabeza a Lucho, quien permaneció en silencio durante la escena, me dijo:

—Al fin pones algo de tu parte. Anda, y ten cuidado, ya sabes cómo es Lucho de inquieto.

A continuación todo salió según lo planeé. Los turistas italianos me esperaron en un bar cercano a la playa. Ellos eran un matrimonio joven, y tenían prisa, en pocas horas debían tomar un avión de vuelta a su país.

Al presentarles a Lucho quedaron fascinados. A través de su español difuso, dijeron o comprendí que dijeron, que Lucho era justo lo que necesitaban.

Entusiasmados, me dieron cien euros, que era más de lo que habían ofrecido por los medios de comunicación y que utilicé para renovar mi armario, pues Lucho había sepultado en el jardín casi toda mi ropa.

Durante el desarrollo de los hechos, vi en Lucho algo de nostalgia. Imaginé que estaba entendiendo lo que ocurría, y que no deseaba separarse de ustedes.

Por un instante me apiadé de él -aunque jamás pretendí arrepentirme de lo que hacía- sentí que Lucho era un triste inocente y quise echarme a llorar. Pero cuando Lucho se marchaba con los turistas italianos, quienes acababan de perder a un cachorro como él bajo las llantas de un autobús y no querían volver a Milán sin ese regalo de bodas de un amigo muy apreciado, empezó a mover la cola con galantería, sus zancadas asumieron un estilo jovial, me miro, me hizo una mueca y se puso a reír. Descubrí, entonces, dos cosas:

Primero: Así como yo descansaba de Lucho, Lucho descansaba de mí.

Y segundo: Asombrosamente Lucho también descansaba de ustedes.

Así que opté por despedirme de Lucho gritándole:

— ¡Lucho, desagradecido!

 

 

Carlos Cesar Silva

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