Literatura
El espacio del amor posible
"Demasiado guapa", pensó él buscando certero su mirada. Ella estaba a punto de atravesar la calle y él estaba llegando a esa acera. Pero ella no se dio aires de estatua lejana y respondió sin vacilaciones clavándole los ojos.
Cuando ella comenzó a cruzar, él no siguió su propio camino, sino que giró para verla de espaldas. Ella se detuvo en medio de la calzada, sin continuar de inmediato hacia la acera opuesta. Se detuvo y también giró. Quedaron frente a frente, observándose.
"¿Una actitud usual o inusual?", se preguntó él desde sus cuarenta y no demasiados años sin alcanzar a responderse. Se dijo que, quizás, por parte de ella, se trataba de una propuesta de prostitución, a la que él no accedería. Era mediodía, y probablemente resultaba un tanto temprano para la venta de sexo, pero él no podía asegurarlo porque no conocía demasiado ese mundo.
Él mantuvo impasible su rostro. Ella resultaba tan atractiva que parecía valer la pena cerciorarse de si era o no un asunto de sexo en venta. Él regresó sobre sus pasos y, cuando estuvieron cerca, le indicó con un ademán que caminaran juntos. Ella no dudó.
–¿Tomamos un café? –propuso él al pisar la acera, algo temeroso de que ella se encaminara al metro.
–Es una idea.
–¿Allí? –él señaló un ángulo de la plaza, una cafetería en la que en alguna ocasión habló con dos amigos durante horas sin que el camarero los molestara–. Te invito donde tú quieras –precisó él sintiéndose extranjero.
–Hay un sitio a tres calles, en la próxima glorieta.
Cuando desembocaron en la glorieta, ella adelantó la mano derecha para señalar un edificio con dos cafeterías que él frecuentaba en su andar. Las dos, asombrosamente con camareros amables. No habían dejado de caminar, los cuerpos rozándose.
–¿Eres tan alta todos y cada uno de los días de la semana o es sólo para los días sábados? –preguntó él sonriendo.
–De lunes a viernes me reduzco. Gracias a una maga esta estatura es para los sábados y domingos. También para los días festivos.
–Es un consuelo –dijo él, que no era nada bajo, aunque tampoco de elevada estatura–. ¿En qué trabajas?
–En un bar –apuntó ella eludiendo la pregunta y respondiendo a otra, no planteada–. Un local de unos amigos. –Superada una larga pausa, añadió–: Hago un espectáculo circense con un compañero.
Él respiró hondo, aliviado de que lo del bar no pareciera ser prostitución. Lo del espectáculo circense se le antojó ideal. Recorrió el cuerpo de ella con la vista disfrutando de cómo tropezaban sus brazos al andar y de la ausencia aparente de soledad.
–¿Trabajas de actriz? Eres muy guapa.
–¡Qué no!
–¿No actriz o no guapa?
–Ni lo primero, ni lo segundo. No es teatro. Es circo. Es cabaret. Ni mejor ni peor. Hablo de un espectáculo de variedades. No quiero mezclarme en un escenario con la gente de teatro.
–Un mundo lleno de penumbras humanas –precisó él, tanto porque así pensaba, como por darle cuerda a ella para descubrirla más, y, también, para ver si desaparecía la desconfianza que lo caracterizaba.
–“Penumbras humanas...” –repitió ella evaluando la frase, la imagen que le evocaba.
–Lo que intento definir es...
–Hablas fenomenal –le interrumpió–. "Penumbras humanas..." Un círculo oscuro. Como si la luz se concentrara en los escenarios y no entrara a los pechos de los actores... No haré teatro nunca más –y ella lo aseguró con una sombra de amargura.
–También hablas fenomenal. Pero...
–No consigo un elogio sin un "pero".
–Hablas con afirmaciones absolutas. Conozco mucho a los que hacen teatro. A pesar de las miserias, de unas y otras miserias, el teatro sigue vivo. No como supervivencia. No como penumbra, como luz.
Toda la conversación acerca del teatro, quizás no ocurrió. Quizás él la imaginó cuando ya ella no estaba y él repasaba el encuentro para decidir si acudiría a la cita. Era la clase de cita que otorgaba el derecho de ir o no. Sí lo que afirmó ella fue: "No quiero mezclarme en un escenario con la gente de teatro." Y él: "Conozco mucho a los que hacen teatro."
Cuando ella seleccionó una de las cafeterías, una de las mesas, y pidieron: él un café y ella una cerveza de barril; entre sorbo y sorbo se contemplaron en detalle.
Él advirtió en ella las ojeras como lagunas turbias. Como esos lagos negros que ocultan pueblos enteros y sus espectros.
–Además de muy alta, eres muy guapa, incluso con esas ojeras. ¿Cómo lo logras?
–¿Y cómo logras tú ser tan encantador? –respondió ella como alabanza–. Las ojeras son porque trabajé hasta las cuatro de la madrugada. Estoy sana, lo sé.
–Yo también estoy sano. Tal parece… como si intercambiáramos credenciales. Soy encantador a veces. La mayor parte del tiempo soy serio y hasta gruñón.
–Lo presiento.
–¿Qué edad has cumplido?
–Treinta y cuatro. ¿Y tú? Es más difícil definir la edad de los hombres.
–Pero si son las mujeres las que usan maquillaje –él fue a tocarle una mejilla, pero contuvo el ademán–. He cumplido cuarenta. ¿O será mentira? ¿Habré empezado a mentir con lo de la edad? ¿Tendré cuarenta y…?
–Da igual cuántos años más o menos. Eres un adulto. Un interlocutor.
–¿Con quién vives?
–Tuve una relación de pareja. Con un inmigrante. Y cuando la iniciamos dejó el albergue y fue para mi piso.
A él no le quedó claro si, en el presente, ella convivía o no con el inmigrante. Decidió aplazar la aclaración.
–¿Tienes una habitación? ¿Un estudio? –preguntó él con uno de esos rostros neutros de ir los ascensores.
–¡No, qué va! He dicho "piso" –el énfasis evidenció satisfacción–. Tres dormitorios, salón, cocina, baño. Estos dos últimos meses, desde la ruptura con el inmigrante, no he dormido allí. No me atrevería a invitarte. Está patas arriba. De cuando el inmigrante se llevó sus... Duermo en la casa de mi compañero de espectáculo. Tienes que ir a vernos. El jueves nos presentamos en un cabaret.
–¿Nudismo circense?
–¡No, no! Ahora estás en la obligación de asistir al espectáculo.
–¿Te molesta que mi rodilla esté acariciando tu pierna? ¿Que esté acariciando tu rodilla y tu muslo? Mi rodilla tiene existencia propia. Es muy independiente –él no halló en su memoria otra vez en que hubiera dicho aquello.
–¿Debería fingir que no había sentido el roce de tu rodilla? ¿Debería manifestarme ofendida? ¿Fingirme… recatada? ¿Podrías tú llegar a creer esa actitud en una artista de cabaret? Tu rodilla se maneja con destreza. Con una elegancia… incitante.
–¿Te drogas? –él había notado hacía unos segundos, dos cicatrices anchas y extendidas, dos de un rosáceo impúdico, en cada uno de los brazos de ella; y, sin una explicación demasiado lógica, preguntó lo de la droga. La pregunta había cobrado vida como si se soltara un resorte.
–No me drogo.
–Ni yo. Para mí la droga es de otro universo. Ni siquiera es de la galaxia de mi curiosidad.
–Tampoco fumo cigarrillos. Bebo una copa al finalizar el espectáculo... Hasta tres y cuatro copas cada noche. Como cualquiera de las artistas de cabaret. Hay que entendernos. Somos una fauna. Con ritos y sistemas de protección de la especie.
–¿Y esas cicatrices en los brazos? –él habló con suavidad–. Dirás que pregunto en exceso.
–No lo había registrado. Mi ordenador no ha estado funcionando... No te cohíbas. Las cicatrices son de una historia que no ocurre ni en las películas. En uno de los bares, estando yo sobre el escenario, me atacó un loco con un cuchillo. Imagina la escena.
Él la escuchó, sin moverse. Un eco de aquella locura de que hablaba parecía apoderarse de ella mientras relataba el suceso. Y en la imaginación desbocada de él, los ojos siempre inquietos de ella fueron los ojos del loco, cortantes y enrojecidos, con el cuchillo como puente de la sangre. Él, en sus visualizaciones interiores, se convirtió en ella indefensa sobre el escenario. Con el loco demasiado encima como para huir. Y el loco tuvo los ojos, la boca burlona de ella. Quizás él debía comportarse con ella más cautelosamente que de costumbre.
–Una se mueve –ella continuaba relatando– con sus ansiedades barrenándole la cabeza. Una se mueve sin percibir que el mundo entero se mueve. Y una porción que se mueve es ese loco, con un cuchillo de cocina como arma.
Un cuchillo afilado y resplandeciente, reflejando enceguecedor las luces de aquel bar.
Él, imaginaba, todavía sin moverse. Imaginaba la ropa andrajosa del loco esparciendo su peste en el aire que respiraban jadeantes. El loco jadeando de furia. Él jadeando de miedo. Un miedo que terminaría por paralizarlo, por servirlo en bandeja, indefenso para el sacrificio donde el loco oficiaba de sumo sacerdote. Mas era ella y no él quien había sido atacada en aquel escenario. Era ella que proseguía:
–El loco tiró dos cuchilladas dirigidas a mi estómago. Y yo paré el cuchillo con mis brazos –ella tuvo un escalofrío al simular cómo se protegió del ataque–. Las cicatrices son el trofeo de cómo gané mi vida.
Tras un silencio, ella propuso:
–¿Quieres comer conmigo? Te invito.
Él olvidó lo de ser más cauteloso que de costumbre y aceptó indirectamente al decir:
–Yo pago la cerveza y el café.
Deambularon por las calles del centro porque ella no conseguía localizar el restaurante al que deseaba invitarlo. Deambularon gozando el emparejar las pisadas.
Ella le contó que había nacido en la capital. Que sus padres eran artistas de circo. Y que creció bajo las carpas, de una gira en otra, hasta regresar a vivir con una tía para estudiar. Que ya de joven había pasado las pruebas de selección y cursado arte dramático. Que estudió hasta graduarse. Que después, como profesional, supo de lo complicado de pertenecer a un grupo, de las complejas relaciones humanas que se daban en el ambiente del teatro, de los montajes. Y que a nivel artístico prefería entenderse sólo con otra persona, como ocurría con su compañero de espectáculo, un hombre que era excepcional como amigo y como artista. Que hasta la alojaba en su casa mientras se reponía de la ruptura con el inmigrante.
Él oía como ella hablaba con vivacidad y fluidez. Y pensaba en despojarla alguna noche de aquella prenda verde con la que se tapaba el torso, en despojarla de los pantalones ajustados y de los anchos zapatos, no por anchos menos femeninos. Unos zapatos que sugerían comodidad. Y sin aviso, en una de las calles más estrechas, con el dorso de una mano en alto, acarició una mejilla de ella. Fue un roce tierno, aunque él pensaba en cómo sería desnudarla. Sonrieron los dos, cómplices en un tema del inmigrante, afirmando que necesitaba un respiro, que no buscaba nueva pareja.
Él se sintió incómodo, sin delimitar consigo mismo cuál era su propia búsqueda. Y contuvo sus pasos, él en la calle, ella en la acera, todavía más alta. Ella sujetada por la mano derecha de él. Contuvo sus pasos para decirle:
–No andes por la vida con tantos absolutos. Los absolutos son sólo para tres o cuatro principios esenciales. No te pongas límites de antemano. Si no buscas una relación estable, ¿de qué va esto conmigo?
–Te he invitado a comer –ella intentó irse por la tangente–. El restaurante es aquel de la esquina –señaló hacia una, próxima–, por lo que se ve cierra los sábados. Recorramos unas manzanas más.
–¡No seré tu amigo!
–¿Y por qué no?
–No seré otro compañero de la caridad. Ni siquiera tendríamos la justificación de un proyecto común de trabajo. Cuando alguien para mí puede ser una posibilidad de amor, o es el amor o no es nada.
–¡Me asustas! –exclamó ella medio en broma.
–¿Qué es lo que te asusta? ¿Mi determinación?
–Eres muy tajante.
–¿Los prefieres indecisos?
Él le soltó el brazo, dejó que reanudara la marcha y caminó a su lado.
–En exceso tajante –apuntaló ella.
–Me protejo... porque soy capaz de darme. De darme –remarcó él ocultando un trasfondo de ira.
–Me provocas miedo...
Ella rió como si se burlara.
Él supo que ella era temerosa. Quizás cobarde. Esto lo angustió. Caminaron en silencio casi tres manzanas y ella abrió la puerta de un restaurante abarrotado de clientes. Consiguieron la única mesa libre, sumergiéndose en la rutina de solicitar la carta, seleccionar, pedir, esperar, masticar los primeros bocados y beber los primeros tragos de agua. Ella saludó a varios como si estuviera en su barrio.
–Yo terminé con el inmigrante –dijo ella con firmeza–. Fui yo quien cerró ese paréntesis.
–¿Quién es?
–No he vuelto a verlo. ¿Qué importancia tiene para ti quién es?
–Pregunté por demostrar interés en algo relacionado contigo. Eres tú quien me interesa –él desplazó una pierna por debajo de la mesa hasta tropezar con una de las de ella.
–Terminé porque resultó más débil que yo.
–¿Y haber terminado no te brinda seguridad? Tú no aparentas ser muy segura –él apretó su pierna contra la de ella.
–El inmigrante estableció una dependencia enorme de mí. Se compadecía todo el tiempo de sí mismo. Lloraba con frecuencia. Lloraba abrazándome como si temiera perderme como perdió familia, amigos… país.
–Es comprensible. ¿O no?
–Lloraba tanto, tan seguido. Y me perdió. Me duele. Siento lástima –ella atrapó una pierna de él entre las dos suyas largas y cálidas; su mirada, sin embargo, no lo buscó.
–No aplaudo que lo abandonaras. Tampoco estoy en condición de juzgar. Pero, si tomaste una decisión, que sea a fondo, sin claroscuros, sin arrepentirte cada vez que te acuerdes.
–Tengo algo más que contarte...
–Déjame decirte. Las decisiones deben pensarse y repensarse antes de accionar. En especial, pensarse, si atañen a una pareja. Después de consumar nuestras decisiones, es imprescindible vivir en el presente, sin que nuestras decisiones tengan independencia, sin que cada decisión sea un fantasma.
Finalizaba él de pronunciar "fantasma", cuando ella palideció. Un hombre de treinta y tantos años, enfilando a los cuarenta, que acababa de hacer su entrada, se paró a un costado de la mesa donde ellos comían y dijo:
–¡Qué casualidad! Hace un rato dejé un recado en tu contestador diciéndote que comería en este restaurante, que si lo escuchabas a tiempo te acercaras hasta acá.
–No he ido hoy al piso –respondió ella–. Lo lamento...
A él le resultó confuso lo que ella lamentaba. Ella hizo las presentaciones de rigor. Él y el hombre se estrecharon las manos. El hombre comentó que no había mesas vacías y ella propuso que se les sumara. Él estuvo decidido a levantarse e irse. El hombre se negó a sentarse con ellos, utilizando la excusa de que aquella era una mesa para dos y otra silla obstruiría el pasillo.
En ese instante se desocupó una mesa a espaldas de él, y el hombre fue a sentarse en una de sus sillas, la de frente a ella. Era un hombre ligeramente más bajo que él, delgado, con una mueca triste como sonrisa.
–Dije que tenía algo más que contarte –susurró ella–. Era sobre este hombre. Mi compañero de espectáculo ha estado muy preocupado por mi depresión; porque llevo semanas sin salir como no sea para ir a trabajar; porque no me arranco al inmigrante de la cabeza y siempre lo recuerdo llorando, abrazado a mí, sintiéndome los latidos y golpeándome con los latidos de su corazón. Mi compañero se empeñó en encontrarme pareja entre alguno de sus amigos. Les decía: "Chica guapa, buena persona, sola, ansía conocer..." Entre los que estuvieron dispuestos, este hombre fue el elegido, y se concertó una cita.
–¿No me dijiste que necesitabas un respiro? ¿Quieres hablar de este hombre?
–No tengo una relación de pareja con este hombre. Y no hablaré de lo ocurrido mientras esté a unos metros.
–Puedo levantarme e irme y tú te cambias de mesa. Total, ofreciste que tú pagabas la comida.
–¡Qué no, qué no! –y ella negó a la par con la cabeza.
–¿Quién le dirás que soy?
–Alguien que he encontrado.
La frase lo desconcertó. El resto de la comida transcurrió casi en silencio. Salvo que él se sobrepuso y para recuperarse y recuperar aliento poético escribió en una servilleta: El amor es una botella invisible donde navega un velero.
Ella reaccionó con presteza al leer el verso. Le pidió que lo firmara y se lo diera. El firmó. Ella acarició la servilleta, la dobló y la guardó con cuidado en uno de sus bolsillos.
–Tú eres la encantadora –musitó él, decidido a librar la batalla por ella.
Terminó de decirlo coincidiendo con que el hombre se acercó a la mesa a despedirse. Ella, en respuesta a la despedida, con nerviosismo y culpabilidad, le dijo:
–¿Vas para tu piso? En media hora te llamo por teléfono...
Cuando el hombre hubo salido del restaurante a la calle, él la enfrentó:
–Si no sostienen algún tipo de relación amorosa... ¿por qué te comportas con culpabilidad?
–No es tan sencillo.
–Es evidente que no es sencillo.
–Este hombre tuvo una pareja durante cuatro años. Una de esas parejas donde todo lo demás prácticamente no existe. Y un día, como si cayera un rayo, se acabó. –Ella eligió cada palabra–: Su piso se convirtió en un desierto. Y este hombre casi quedó sepultado por completo debajo de la arena.
–De que tú también hablas fenomenal, no hay duda alguna –él acentuó la sorna con una expresión del rostro.
–Este hombre no tiene amigos. Ni un maldito amigo o amiga. No tiene familia. Es profesor, pero, por sentirse tan poca cosa, fuera de las aulas prefiere mantenerse a gran distancia de sus alumnos. De su vivienda va al instituto y del instituto a su vivienda, y así hasta el infinito. Es una magnífica persona. Es una persona con magníficos sentimientos. Una magnífica persona aburrida –ella reposó las manos encima de la mesa, las extendió hasta que permanecieron quietas, inmóviles.
–Y este hombre y tú, ¿qué?
–Hemos hablado. Hemos caminado cuando lo he sacado a la calle casi a rastras algunos domingos.
–¿Se han acostado? –él no ocultó la ansiedad que proyectaba.
–Nos hemos acostado unas pocas veces. El sexo no es esencial. No es lo esencial –ella recuperó el movimiento de sus manos.
–El sexo es uno de los motores.
–Le expliqué que no estoy enamorada. Que no tendremos una pareja. Ni ahora ni pasado mañana.
–¿Con claridad?
–¡Con claridad! Le he planteado que lo olvidemos.
–No lo cortas en seco.
–Podríamos ser amigos.
–La soledad de este hombre lo haría girar en torno a su enamoramiento como quien gira en un círculo vicioso –él habló persuasivamente, en exceso–. Este hombre, sí está enamorado de ti. Para que pudieran ser amigos, tendría que transcurrir un tiempo considerable. Es el instante de que cortes en seco. De que lo cortes en seco. Y yo, un pretexto que podrías esgrimir.
–Un pretexto... –ella pareció meditarlo–. Me da pena. Además en su piso está mi video, hemos estado grabando algunas películas.
–El sexo con este hombre, ¿fue un acontecimiento?
–No ha sido nada. Entiéndelo.
–¿Esto conmigo tampoco es nada?
–Te apunto mi número de teléfono –ella escribió los números y le tendió la servilleta.
–Lo guardo, pero concertemos una cita.
–Por la inestabilidad de mis ensayos, lo adecuado es que me llames por teléfono y...
–¡Una cita! Un día a una hora. Un día y una hora en que no vayan a surgir imprevistos ni para ti ni para mí. Una cita sin obligación de acudir. Tú te lo piensas. Yo me lo pienso. Cada quien decide en solitario si asistir o no –él hablaba como quien no admitiría otras variantes–. Puede ser a las nueve de la noche. El primero en llegar, aguarda quince minutos. Hasta las nueve y cuarto.
–¿Una cita insólita?
–Una cita esclarecedora. ¿Cuándo y dónde?
–El lunes. En... –y ella escogió un centro comercial conocido.
Él se resintió por el hecho de que ella aceptara las condiciones de la cita, que no exclamara que acudiría, que no dijera que se vieran en la noche o mañana domingo. Como antes había resentido que ella comunicara al hombre que lo llamaría en media hora. Aunque él, con ella, no se había lanzado en picada, no había precisado las verdades sobre sí mismo, acerca de sus circunstancias de inestabilidad, ni había descrito sus expectativas. Él, tampoco en esos minutos, casi despidiéndose, derribó sus barreras; mantuvo sus defensas.
Ella pagó la cuenta y cuando iban a separarse le dijo:
–Acompáñame. A cuatro manzanas está mi piso. ¿Subirías?
Él no estaba en condiciones emocionales. Ni sexuales. Había resuelto su excitación sexual, tan pronto despertó, para no ir a caer a lo largo del día en tentaciones peligrosas. Y sabía que para él, subir podría resultar definitivo. Quizás para ella... Aunque tal vez ella no pretendía que el sexo ocupara el primer plano en la visita al piso. Aceptó.
Mientras caminaban por callejuelas en la que los balcones, allá arriba, casi tapaban el cielo, él recordó al loco, los ojos de ella como los ojos del loco. En cada cocina suele haber un cuchillo de hoja ancha, con un mango de madera que permita agarrarlo con fuerza. Él, sin explicación coherente para ello, se preguntó quién empuñaría aquel cuchillo, si ella, si el loco o si él. Si no era él quien en los últimos meses había acumulado tanto rencor. Se preguntó si esta sensación no había estado presente en las madrugadas de insomnio e impotencia…
Dudó si negarse a entrar al piso de ella. Si despedirse en el umbral del edificio. La estrecha fachada del edificio lo desagradó. La puerta también estrecha se abría a un vestíbulo sombrío, atestado de trastos, con escaso margen para llegar a la escalera, gastada y angosta. Era una quinta planta sin ascensor, con una puerta, como las de las antiguas prisiones o las de los cuarteles, baja y de madera muy gruesa. El interior del piso era indescriptible.
Todo estaba en desorden. Y en el suelo, en los muebles pintados por varias capas de polvo, en todas partes, los objetos útiles se hallaban revueltos con desechos, con basura inclasificable. Una perra de color negro, sin una mancha, los recibió. Supo que era perra y no perro. Rechazaba que el color negro fuera sinónimo de lo negativo. Pero se interrogó acerca de si lo de la mala suerte de un gato negro en el camino resultaría extensible a las perras con tanta negrura. Porque esta perra flacucha y mal encarada interrumpía sus pasos, se constituía en un muro continuamente.
Ella alzó la perra, la besó boca con boca. Él concluyó que con ella como intermediaria, él terminaría besando también a la perra, una auténtica desconocida.
Se resintió, con amargura, por el hecho de que ella se arriesgara a que él viera aquel desastre de piso. Que no pensase: en qué simpatías o antipatías podían inspirarle a él unos u otros animales, y fuera más cautelosa en sus demostraciones de afecto hacia la perra. Él no aseguraría que iba a entenderse con aquella perra.
La parada fue en la cama.
Él reflexionó acerca de que si ella se acostaba tan rápido con un desconocido, de manera tan inmediata, sin garantías minuciosas, y le hacía lo que, ya desnudos los dos, le estaba haciendo a él, ella no era entonces sexualmente de confianza. Se inquietó con fuerza por las enfermedades. Y pensó con mayor precisión que, quizás, "la enfermedad" ya aguardaba, escondida, acechante.
Ella, tallada por el entrenamiento físico y por su trabajo, tenía un cuerpo inobjetable. Pero en él aumentaba la desconfianza. No conseguía desalojar de su cabeza, la angustia. Ella empezaba a no parecerle un modelo a soñar, por lo que él se excitaba a ratos sí y a ratos no. Ella, después de tomar la iniciativa, pasó a dejarse hacer como si se hubiera convertido en una estatua que sólo a intervalos se estremecía, se activaba. Y él hizo. Acarició con experiencia. Acarició sin penetración. Sin palabras. Con precauciones. Hizo, como si él no fuera uno de los protagonistas de la escena. Como si su cuerpo, en la cama, cubriendo el de ella, contemplara la representación desde un palco situado en las alturas más elevadas, en las limítrofes con el techo.
–Todavía no... –pidió ella.
Para él la petición tuvo un segundo de retraso. No era enfermizamente veloz en cuanto al acto, pero lo paralizó la culpabilidad por haber concluido primero. Sobreponiéndose dijo:
–Lo alcanzarás –y recordó, acariciándola, cómo la soledad lo había arropado cada día de esa semana maldecida en los infiernos. Lo recordó durante todo el tiempo que ella demoró en culminar.
–Necesito dormir una hora –masculló ella.
–¿Qué significa? –preguntó él con dureza.
–Dormir.
–Me marcho.
–Puedes dormir conmigo –puntualizó ella con calma, entrecerrando los ojos.
–Tú y yo sabemos que eso no fue lo que dijiste. Y ya sólo finges mantenerte despierta.
–Estoy exhausta. ¿Qué fue lo que dije? –ella cogió la perra en sus brazos, acunándola, y gimió por unos segundos como el animal.
–Lo que deseas es que me vaya –él recogía sus ropas dispersas, las manoteaba para desprenderles el polvo.
–Eres... –ella calló un tanto avergonzada.
–Soy para ti un aquí te pillo aquí te...
–Te he invitado a dormir conmigo. En mi cama. Te he dado mi teléfono. Te he… Llámame.
–No –él se había vestido y calzado, y estaba de frente, ensartándola con la mirada–. El acuerdo es la cita. La libertad de cada uno de elegir si aparecerá. El meditarlo sin cortesías ni falsedades. ¿Dónde está el baño?
–Después de la cocina, a la derecha. Lo hallarás todavía peor que el resto. Él sorteó los muebles, los objetos derribados, los desperdicios. Se asombró de que las instalaciones de agua del retrete y del lavabo, funcionaran. Cuando terminó, se lavó las manos y las secó en el pantalón. No se atrevió a tocar ninguna de las toallas.
En un rincón de la cocina, al regresar al dormitorio principal, divisó una caja cubierta de decenas de excrementos de la perra. Recordó cuando en el restaurante ella dijo: "Y este hombre sepultado casi por completo debajo de la arena." De esta caja debía provenir la asociación. Pero se trataba de una arena casi sepultada por los excrementos. Esto pensaba cuando, como inscripto en el polvo, divisó el cuchillo de cocina tirado en el suelo al lado de la caja. La hoja estaba polvorienta y mellada. Lo que no le impedía ser puntiaguda y enorme. Justo al pie del cuchillo, reposaba una fotocopia de la tarjeta de residencia del inmigrante. Miró hacia la puerta de la cocina. Escuchó con cuidado, conteniendo hasta la respiración. Ella parecía continuar en la cama, desnuda, indefensa.
Él se agachó.
Recogió la fotocopia.
Y la rompió en ocho pedazos.
Todo este último fragmento de sus acciones quizás no ocurrió, quizás lo imaginó cuando ella ya no estaba y él a solas repasaba aquel encuentro para decidir si acudiría o no a la cita. Era la clase de cita que no comprometía la asistencia. Lo que sí sucedió en el piso de ella, fue que él retornó al dormitorio con las manos vacías.
–Es adiós –dijo él, lacónico, disimulando la ira por no definir si había caído en la trampa de sexo al minuto de ella, y sin conseguir olvidar el cuchillo y la fotocopia.
La perra de ella también se aproximó a la puerta del piso para la despedida. También la perra se despidió sin efusiones. El espacio del amor posible enrejado adentro. La cita que descifrará.
El lunes siguiente, él se decía que uno es, a solas, muchas veces, el jugador y su contrincante. Que con persona alguna uno juega, en tantas ocasiones de su vida, como con el propio yo. Se decía que, con los otros, uno no hace apuestas tan altas como consigo. Y que no es cierto que uno no pueda jugarse trampas a sí mismo.
Desde el sábado, después de abandonar aquel piso, se había repetido decenas de veces que ella no le gustaba lo bastante, que tenía rasgos cobardes y frívolos, y que él no correría el riesgo de exponer su precario equilibrio emocional acudiendo a una cita sin acuerdo, porque aunque él había propuesto aquella fórmula de reencuentro, ella la había aceptado. ¿Cómo había planteado él la cita?: "Un día y una hora en que no vayan a surgir imprevistos ni para ti ni para mí. Una cita sin obligación de acudir. Tú te lo piensas. Yo me lo pienso. Cada quien decide en solitario si asistir o no. Puede ser a las nueve de la noche. El primero en llegar, aguarda quince minutos. Hasta las nueve y cuarto.”
Ese lunes recordó desde el primer cruce de miradas con ella, desde el café y la cerveza en la cafetería, desde la comida en el restaurante de coincidencias, hasta el sexo como único postre en aquel piso demencial, hasta la historia del loco con el cuchillo agrediéndola sobre el escenario y marcándola con dos cicatrices, hasta la historia del inmigrante. Recordó el cuchillo y la fotocopia de la tarjeta de residencia del inmigrante en la cocina.
Al anochecer del lunes, ya decidido a no ir a la cita, él fue a la función de las siete en un cine cercano al centro comercial, pero cuando salió no eran más que las nueve y ocho minutos, por lo que sin lograr evitarlo, llegó a la puerta del centro comercial a las nueve y diez. Ella no estaba. Él no se quedó a la espera, sino que decidió entrar a revisar las novedades en la sección de revistas para, entre su llegada tarde y el no esperar hasta las nueve y cuarto, nunca estar seguro de si ella había acudido o no. A la vez, con una ligera esperanza de que lo aguardara dentro. Ella, en la sección de revistas, tampoco estaba.
Mientras él, de espaldas a la entrada, leía el suplemento cultural de un diario, e intentaba concentrarse y enterarse de lo escrito, una mano tocó uno de sus hombros. Él giró.
–Recogí mi aparato de video. He pensado que, el próximo fin de semana, mi piso ya estará en orden, aunque me llevará un poco más de tiempo ordenar mis sentimientos –y ella elevó sus dos manos al cuello–. Nunca soy puntual, suelo tardar como mínimo media hora; esta noche he llegado sólo quince minutos tarde.
Él escrutó el rostro de ella para no olvidarlo.
Francisco Garzón Céspedes
Acerca de este cuento: “El espacio del amor posible” es un cuento extraído de la última obra publicada por Francisco Garzón Céspedes: El amor es una bala de plata (Comoarte ediciones, Madrid 2013).
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