Literatura
Dignidad y poesía en el lápiz del caracol
La poesía de José Atuesta Mindiola instala sus páginas en el atril que le reservaron los pájaros, seres etéreos que extienden sus alas al aire; unas veces las hace fluir por La Malena, y otras, esas páginas, le fijan itinerarios al caracol con sus transparentes marcas o inusitados colores. La fábula comparece, y en su sendero transitan guacamayas, historias de su prójimo terrenal, del tiempo, donde su flujo imprime su huella en la piel, y también, ciertamente, le hace trampas a la vida.
El lápiz del caracol nos presenta estampas donde nada apremia, donde todo obedece a su sentido moroso de transcurrir en su espacio, cuando las leyes de la naturaleza no son violentadas por las incorrecciones del hombre; espacios donde la belleza huye de la mirada constante, porque atiende a esa ley. Allí, en esa geografía el sol tiene su imagen, que es su propia luz, y en ella y en su relación de ella con nosotros instaura su memoria.
Ni premuras, ni ebriedad propicia a los afanes:
“No hay indicios / de ebrios afanes en el caracol”.
En ‘Senectud’ describe la combustión del tiempo, del cuerpo. Ese hombre para la ordinariedad de la vida no se asimila a la luz, sino que por el contrario, sólo el humo de la luz recibe como manchas:
“El ropaje anochece, / el rostro se mancha / por el humo de los sirios”.
Igualmente, en la poesía de Atuesta asoma la lucidez del hombre ante la muerte:
“La mano temblorosa / escribe el laberinto de la noche”
Obsérvese que es la opción que llevaría a la noche. La otra opción, por frágil, por poco frecuente no se evidencia en el poema, pero ella, al final se dilucida en el texto:
“Entonces alguien murmura que seremos: / polvo de ceniza en la sombra del olvido / o racimo de luz para el jardín de la memoria”.
Y como la lluvia, Penélope, pertinaz, tejiendo fiel su manto de espera, de tiempo y de nostalgia:
“Como la lluvia, nada perturba su caída, / invoca a Penélope, teje con ella la fidelidad del regreso.”
También el sexo como arquetipo, como símbolo. La imagen traza un paralelo a los versos de la canción de Gustavo Gutiérrez (<y cuando hay tiempo de lluvia las nubes besan la punta del cerro>), y la hace explícita y la describe a los ojos del observador:
Asimismo, el tiempo es espejo donde la belleza es fugitiva: “Cuando una nube / se define sobre la punta de un cerro, / para el hombre / La nube es una mujer desnuda / y la punta del cerro / el mástil que escita la lluvia”.
“El espejo devuelve los despojos del tiempo. / El bisturí en la piel / no es balcón donde perdure la belleza.”
El poeta advierte en el astro rey su facultad henchida, su fuerza, su grandeza que precisa en el acto de nombrarlos:
“Para el sol / toda memoria es luz, / fuego incesante.”
‘Entre girasoles y zarzas’ es indagación, es principio de la vida en el poema. El tiempo como dimensión y preocupación, la imagen en el tiempo, y el tiempo e imagen inmersos en el poema.
La medida del llanto en el dolor es una extraña imagen que conjunta en sentido de aparente reconcilio, de engañosa normalidad y convivencia del agresor y el agredido sin que haya escándalo a la vista, porque en la imagen la verdad se oculta:
“El llanto no mide el tamaño del dolor. / No es raro que el asesino / manche de lágrimas las tumba de su víctima”
No obstante, a cualquier prevención, las prevenciones dialogan y la palabra se alza en su imagen para darle dignidad a los principios de lealtad, fidelidad y honestidad, y en ellos y por ellos perdura la imagen, no huye ni se borra, y alcanza de esta forma, la poesía, una refinada elaboración y belleza.
Dignidad y palabra, entre tanto, cuando la geografía del poeta es el valle de Upar y su poesía es nostalgia y cuadro, imagen de pescador; confidencias, monólogos, epígrafe, fiesta; es erotismo y untura de paisaje y piel, y la sinfonía misma que con ello asoma.
René Arrieta Pérez
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