Literatura
Palabras que piden orillas
Soy del interior. De Bogotá, para más señas. Así es, cachaco. Cachaco que le gustan los vallenatos (especialmente los escritos e interpretados por los Hermanos Zuleta). Cachaco a quien la literatura le corre por las venas como una segunda sangre. Cachaco que vivió tres años con una mujer costeña.
A partir de hoy, y espero que por muchos años, escribiré relatos (algunos reales y otros ficticios), reseñas de textos que me impactaron sin importar si son poemas, cuentos, vallenatos, boleros o novelas. Y algunas veces (espero que sean pocas), opinaré sobre la actualidad.
Dicho lo anterior, entremos en materia.
Sin buscarla, sin siquiera recordarla, la encontré en esta fotografía en la que todo es imaginación y sorpresa.
En la instantánea, su cabello continúa despeñándose por la frente a pesar de estar apresado por la mano derecha, las ramas parecen que por un breve instante han cesado en su condición oscilante y se adivina, por algún artificio de la imaginación, el gorjeo de un copetón situado en la copa del árbol. No se puede determinar si la sonrisa viene de una carcajada o se dirige a toda vela hacia ella. Los ojos no dan indicios así como no ayuda su postura.
La mano izquierda retiene la falda que de otra manera se dejaría llevar por el viento que viaja hacia la montaña. Posiblemente, pienso mientras repaso esa región de la fotografía, la mano cumple la doble función de retener y tapar aquellas comarcas que antaño denominaban pudendas, es decir, torpes en su significado latino, o vergonzosas, en caso que se quiera optar por su divergencia castellana. El cabello, al desandar el camino, sigue en su eterno propósito de despeñarse por la frente. Entonces, los recuerdos emergen de algún callejón de mi cerebro mientras contemplo el hombro que toma un brillo sugestivo a pesar que la tarde amenazaba lluvia…
A ella la conocí un sábado de finales de septiembre del 2011. Aquel día tenía ese mismo vestido. Yo venía de trabajar por última vez en un colegio que queda en Guaymaral. Íbamos, con quien en ese momento era mi esposa, buscando las escaleras cuando nos atrajo un enjambre de hombres que tomaban fotografías con sus celulares. Su ansiedad me reveló que se trataba de mujeres atractivas, acaso semidesnudas, que sonreían y miraban a la muchedumbre con la seguridad que sólo genera la belleza. Marjorie, mi ex esposa, insistió que nos acercáramos para averiguar la razón por la que convergieron cientos de hombres a la entrada del Centro Comercial. Al otro lado de las vallas en efecto vimos a dos mujeres: una de estatura descomunal y otra de medidas menos escandalosas, sonriendo y tomándose fotografías con los hombres que hacían fila.
—Ve, tómate una foto con ellas —dijo Marjorie con firmeza.
Poco después estaba ingresando por la rendija que custodiaba un celador. Tome la primera revista que encontré y fui directo donde las modelos me esperaban.
—¿Está lloviendo? —preguntó Delmis.
Había llovido a cántaros y en ese momento sólo quedaba un rocío que hundía a la ciudad en una tarde melancólica. No sé qué respondí, si acaso lo hice, porque a esas alturas de la tarde y la desorientación propiciada por la estatura desbordada de Vanessa Badillo, por la mirada de Delmis, la morena que continúa sonriendo desde la fotografía, no podía articular palabra ni pensamiento. Al leer las anteriores palabras, pienso que ella hizo la pregunta para que me sintiera en confianza, para que pensara que no había nada que temer. Pero la verdad, lo digo en este lugar e instante, es que sí había que temer: los ojos cálidos, la mirada dulce, la voz perfecta, la sonrisa luminosa, el tono de piel, el cabello y el cuerpo, todo al mismo tiempo y en esas proporciones tan desaforadas, pueden despachar a cualquier humano a las praderas del cielo sin escala en el hospital. Delmis lo sabía perfectamente y por eso interpeló para desorientar a la muerte que venía dos pasos atrás, probando el filo de la guadaña con el pulgar.
Finalmente, algo dije, o quizás fue el fotógrafo quien habló, o alguna de ellas, no puedo resucitarlo de las cenizas del olvido, el hecho es que reímos con poca convicción segundos antes que estallara el flash. Agradecí y salí caminando hacia el costado donde otro celador custodiaba una grieta igual que por la que entré. Afuera esperaba Marjorie con cara de circunstancia.
—A ver, príncipe: ¿por qué la vieja ésa, la de la derecha, la más bajita, te puso la cabeza en el hombro? —inquirió por el proceder de Delmis.
—¿Quién? ¿Cuál? ¿Dónde? ¿A mí? ¿Cuándo?
—Eso, hágase el bobo —dijo con una sonrisa que tenía la misma probabilidad de aceptar que de reprobar…
Diego Niño
@diego_ninho
Acerca de esta columna: Con el artículo “Palabras que piden orillas”, el escritor Diego Niño (Bogotá) inicia su columna del mismo nombre en PanoramaCultural.com.co. En este espacio encontrarán las inquietudes y reflexiones literarias del autor, así como relatos y reseñas, siempre marcadas de esa sutileza peculiar y alguna pizca de ironía.
Sobre el autor
Diego Niño
Palabras que piden orillas
Bogotá, 1979. Lector entusiasta y autor del blog Tejiendo Naufragios de El Espectador.
0 Comentarios
Le puede interesar
Conversaciones sobre Cervantes en los 400 años de su muerte
Quería ser un héroe de guerra y terminó siendo una figura absoluta del mundo de las letras. En el año de la conmemoración de los...
La poesía y yo
Puede llegar a ser cierta la afirmación de W.H. Auden de que “no hay palabra escrita del puño del hombre que pueda detener la...
Décimas en tiempo de festival, de José Atuesta Mindiola
El rumor del Festival se acrecienta. Ya está a la vuelta de la esquina. Su calor se nota, en el aire, en los comentarios, en los hotel...
Más vale llegar a tiempo
El sol comenzaba a calentar abriéndose paso a la fuerza por entre una maraña de nubes viajeras que habían perdido el paso del vi...
El barrio más sabroso del mundo
Encerradas en sus casuchas improvisadas con cartones y otros residuos se encontraban las familias abrazadas a ellas mismas con el temor...