Literatura

Álvaro Cepeda Samudio, sin igual y siempre igual

Luis Carlos Ramirez Lascarro

12/10/2018 - 02:20

 

Álvaro Cepeda Samudio, sin igual y siempre igual
El escritor Álvaro Cepeda Samudio / Foto: El Tiempo

 

Cada vez que recuerdo el nombre de Álvaro Cepeda Samudio (Barranquilla 30/03/1926 – Nueva York 12/10/1972), y esto me sucede mucho cuando me empino una Águila, cerveza a la que le creó su antiguo eslogan. “Sin igual y siempre igual”, me viene con él una ventolera cuyo origen es imposible de precisar: viene de todas partes y a la vez de ninguna. 

De esas ventoleras desquiciadas que a uno lo enceguecían (a fuerza de arena, polvo, humo y hediondeces), por un largo rato, al pasar por un costado del viejo edificio de la Caja Agraria en el Paseo de Bolívar, cerca al terminalito de los buses de pueblo, en Barranquilla, y que, si se descuidaba mucho, lo mandaba al suelo. Así mismo se me viene a la mente, como suele aparecer en casi todas sus fotografías y en el mito creado alrededor de su nombre, porque de Cepeda se habla más de su personalidad, arrolladora, bravucona, infatigable, ubicua, cosmopolita, desabrochada, contestataria y demás, no de su literatura, como si el uno no tuviera nada que ver con la otra, como si ésta no tuviera de todo lo que se dice, reniega y alaba de la otra.

Álvaro y sus libros editados: Todos estábamos a la espera (1954), La Casa Grande (1962) y Los cuentos de Juana (1972) han sido para mí una presencia constante desde antes de que el lugar de reunión del legendario Grupo de Barranquilla, pasara a ser una mercadería más, un esperpento del que unos cuantos han venido a alimentarse de lo que antaño bebieron, conversaron y crearon unos artistas iconoclastas insatisfechos con el arte que se hacía y se había hecho, abriendo una variedad de caminos, sobre todo a la autenticidad, a la valentía y la felicidad de ser lo que se es, a contracorriente, transformándolo si es necesario, resignificándolo, dignificándolo, reivindicándole el valor arrebatado por los excluyentes y discriminatorios círculos capitalinos que, a todo lo que difiere de su verdad, a lo venido de las provincias, lo envuelven en la horrible y despectiva sábana del costumbrismo, olvidando que lo que ellos mismos llaman Literatura colombiana es literatura proveniente de las provincias, desde Isaacs hasta Vallejo, pasando por Zapata Olivella, sin olvidar a García Márquez, solo con unas pocas excepciones como Silva, Mutis o Zalamea.

Obviando a don Juan de Castellanos (1522), el primero en poetizar con palabras tan nuestras como hamaca desde su hispanidad, a Epifanio Mejía (1838), a cuya poesía se hace referencia como criollista y nacionalista y que, sin embargo, sigue siendo tan actual y cercana, a Luis Carlos López (1879), tan largo tiempo despreciado, poco leído y comentado, y a De Greiff (1895), que no siempre es accesible en el vendaval de su verbo, pertenecientes estos al ámbito de la poesía, donde Cepeda no tuvo una decidida incursión, a José Félix Fuenmayor (1885), antecedente importante y fundacional de nuestra literatura caribe, pero que, a pesar de marcar el tránsito a la novela urbana en Colombia con Cosme (1920) y evidenciar en ella, como en sus cuentos, aspectos definitorios del espíritu caribe, como lo carnavalesco de las situaciones y el lenguaje, sin lograr transferir a sus escritos la esencia misma de ese ser caribe en toda su extensión.

Cepeda Samudio es el primero en obligar a nuestro idioma (por imposición) a que se pareciera a nosotros, a que nombrara nuestras cosas, nuestras costumbres, nuestras regiones, nuestras angustias, nuestros amores, todo lo que somos, por sus nombres auténticos, populares, sin el distanciamiento y el asco con el que se ha visto y se sigue viendo lo nuestro desde la óptica de quienes manejan la información cultural del país (y todo lo demás), lo nuestro ha sido, históricamente, lo burdo, lo deleznable, lo feo, sin clase, contrario a lo europeo o americano que ellos han entronizado como superior.

Últimamente, se ha pretendido hacer un énfasis en lo regional, solo para acentuar los prejuicios, caricaturizando las regiones e irrespetándolas, sin pretender, siquiera, profundizar en la multiculturalidad del país sino procurando una estandarización en todos los aspectos en base a moldes ajenos en los cuales, a fuerza de publicidad y modas, obligan al público a meterse, para sentirse aceptado y parte de una cultura que niega sus raíces populares más profundas.

Suele verse a Cepeda solo como un antecedente, como punto de partida del llamado Boom latinoamericano, como si su obra no tuviera la rebeldía, el descaro, la calidad y la autonomía suficientes para mantenerse sola por encima de esa mera (y cierta) apertura que propició pues, antes de la aparición de sus primeros cuentos nuestra literatura no podría menos que llamarse parroquial, tanto en su forma como en su contenido, por un lado y por el otro extranjerizante, exótica, rimbombante, preciosista, pretenciosamente alejada de toda cotidianidad en las alturas de su torre de marfil, bajo la falacia de la pretendida Atenas suramericana y de la nación de poetas que siempre nos hemos creído a fuerza de versificación tantas veces vacua.

Los cuentos de Todos estábamos a la espera, notablemente influenciados por la estadía de Cepeda en Nueva York, trascienden la anécdota local, no por ciertos nombres de lugares y personajes ubicados en diversos sitios de Norteamérica sino porque en su frescura renovadora, en su atrevimiento experimental, en su apuesta por la cotidianidad de las situaciones, impulsan con sus técnicas narrativas, con su voces, sus enfoques, sus encuadres, sus ritmos, su lenguaje, a las historias, que bien pueden suceder en cualquier parte, a sostenerse por sí mismas fuera del tiempo y del espacio en el que fueron registradas por ese eterno reportero y cinéfilo. Aquí Cepeda introdujo a la cuentística nacional en la modernidad, antes de terminar de hacerlo con la novela.

En Los Cuentos de Juana, aparecidos posteriormente a su novela, es donde Cepeda mejor nos deja ver su irreverencia frente a las formas establecidas, su irregularidad tantas veces reprochada, su creatividad desbordante y su desparpajo caribe, quizá llevado al máximo en el reportaje que abre el libro (que es más una crítica a los críticos y a la crítica en medio de una mamadera de gallo), que se hace con Alejandro Obregón y que terminan, después de muchos ires y venires, así:

- ¿Y qué es la literatura sino la gran historia del mundo bien contada?

- Mano, ¿te gusta escribir?

- A mí sí, pero no me da la gana.

- Y a ti, ¿te gusta pintar?

- A mí no, pero me da la gana.

 Ahora si vamos por donde es.

¿Y de la vida?

Primum Vivere y endespués philosofare.

- Pero eso no es griego: es cienaguero: el que se murió se jodió.

En este libro, Cepeda sorprendió al no responder al presupuesto de una rotunda terminación totalizadora de un proceso previo, una obra maestra similar o superior a Cien años, pero sorprendió tardíamente y sin oportunidad de revelarse a las palabras o las trompadas por su prematura muerte. Cepeda no tenía un proceso, no tenía un plan, no tenía un método sobre el cual basarse para trabajar y mucho menos para publicar, por lo cual esas expectativas fueron más que infundadas, ridículas. A pesar de ellas, el libro, con su gringa de pelo de oro, se sostiene solo en su rebeldía y su originalidad, permitiéndole a su autor, apoyado en sus posibilidades técnicas y narrativas apropiadas de las norteamericanas y del cine, contar de manera persuasiva y auténtica la vida de los hombres del caribe colombiano y transmitir una  manera singular de ver y entender el mundo, alejada e incompatible con los moldes generalizados de la Bogotá retórica, seria, grave, aburrida, elitista, académica y recurrentemente ajena a las manifestaciones auténticas de la cultura popular.

Finalmente, aunque no es así cronológicamente, en La Casa Grande, novela que ya pasó de los 50 años en la trastienda de nuestra literatura, Cepeda Samudio, termina imponiendo una verdad poética por encima de la verdad histórica oficial, antes de los trenes interminables repletos de muertos, como bananos, que iban a parar al mar de García Márquez. 

Su novela se opone a la historia, como de distintas formas lo han hecho muchas otras, al proponer varias voces que presentan los sucesos, desde adentro, desde lo vivido y sentido, desde lo recordado, abriendo un diálogo en el cual se explora en lo sucedido, no mostrado (en esta historia no se dispara una sola bala y no muere nadie. Solo un soldado usa una bayoneta contra un campesino y este no lo llena de sangre, sino de mierda), no hecho patente más allá de las alusiones de los propios partícipes que, por lo demás, constituyen un amplio espectro de voces que van configurando una creíble proposición poética, mucho menos ficticia que las versiones oficiales de la historia que proponen una lectura presuntamente diacrónica de los acontecimientos, pretendiendo imponer una verdad que, recurrentemente, termina siendo más alejada de la realidad, de lo que ha perdurado en el alma y en el recuerdo de los implicados: sus víctimas.

En La casa grande se explora la dimensión humana de los protagonistas de la historia, mediante una multiplicidad de enfoques, visiones y voces que, en medio de sus diálogos, muchas veces contrapuestos, personificando la posición oficial y autoritaria y la subversiva de los que no se adaptan a esos dictámenes, ponen de relieve las tensiones existentes entre los mismos soldados enviados en comisión, los habitantes de la casa entre sí y de estos con el pueblo, confrontando sus distintas visiones y estas con la visión oficial histórica, controvirtiéndola, socavándola, desmintiéndola, sin silenciarla. Relegándola sí, a un segundo o tercer plano, constituyéndose en un manifiesto del triunfo de las voces que no pudieron ser acalladas por el decreto y las balas del gobierno y la United Fruit Company. 

La Casa es, a la vez, el recinto familiar y el país, que han sido sacudidos por la violencia y, también, la herramienta oportuna para abordar y recuperar un momento trascendental de nuestra historia que el olvido, como doctrina sistemática oficial, impone a como dé lugar, configurándose al pasar del tiempo, quizá sin intención del autor, en una interpelación para nuestra novelística en cuanto a herramienta creativa de abordaje de la historia, para re-crearla, re-significarla y re-situarla en un lugar de privilegio en la memoria individual de este país sin memoria, al cual le faltan, entre otras, la novela del desplazamiento y todas sus aberrantes causas y consecuencias, más allá de la narco novela y narco estética a la que nos tienen acostumbrados tanto autores como medios de desinformación.

 

Luis Carlos Ramírez Lascarro

@LuisKramirezl

Sobre el autor

Luis Carlos Ramirez Lascarro

Luis Carlos Ramirez Lascarro

A tres tabacos

Guamal, Magdalena, Colombia, 1984. Historiador y Gestor patrimonial, egresado de la Universidad del Magdalena. Autor de los libros: La cumbia en Guamal, Magdalena, en coautoría con David Ramírez (2023); El acordeón de Juancho (2020) y Semana Santa de Guamal, Magdalena, una reseña histórica, en coautoría con Alberto Ávila Bagarozza (2020). Autor de las obras teatrales: Flores de María (2020), montada por el colectivo Maderos Teatro de Valledupar, y Cruselfa (2020), Monólogo coescrito con Luis Mario Jiménez, quien lo representa. Ha participado en las antologías poéticas: Poesía Social sin banderas (2005); Polen para fecundar manantiales (2008); Con otra voz y Poemas inolvidables (2011), Tocando el viento (2012) Antología Nacional de Relata (2013), Contagio poesía (2020) y Quemarlo todo (2021). He participado en las antologías narrativas: Elipsis internacional y Diez años no son tanto (2021). Ha participado en las siguientes revistas de divulgación: Hojalata y María mulata (2020); Heterotopías (2022) y Atarraya cultural (2023). He participado en todos los números de la revista La gota fría: No. 1 (2018), No. 2 (2020), No. 3 (2021), No. 4 (2022) y No. 5 (2023). Ha participado en los siguientes eventos culturales como conferencista invitado: Segundo Simposio literario estudiantil IED NARA (2023), con la ponencia: La literatura como reflejo de la identidad del caribe colombiano; VI Encuentro nacional de investigadores de la música vallenata (2017), con la ponencia: Julio Erazo Cuevas, el Juglar guamalero y Foro Vallenato clásico (2016), en el marco del 49 Festival de la Leyenda vallenata, con la ponencia: Zuletazos clásicos. Ha participado como corrector estilístico y ortotipográfico de los siguientes libros: El vallenato en Bogotá, su redención y popularidad (2021) y Poesía romántica en el canto vallenato: Rosendo Romero Ospino, el poeta del camino (2020), en el cual también participé como prologuista. El artículo El vallenato protesta fue citado en la tesis de maestría en musicología: El vallenato de “protesta”: La obra musical de Máximo Jiménez (2017); Los artículos: Poesía en la música vallenata y Salsa y vallenato fueron citados en el libro: Poesía romántica en el canto vallenato: Rosendo Romero Ospino, el poeta del camino (2020); El artículo La ciencia y el vallenato fue citado en la tesis de maestría en Literatura hispanoamericana y del caribe: Rafael Manjarrez: el vínculo entre la tradición y la modernidad (2021).

@luiskramirezl

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