Literatura
Monólogo
No hay razón para que le niegue que ella me enloquece. Especialmente cuando se pone aquellas faldas que deben llamarse de otra manera porque es una faja de tela que va desde los senos hasta cuarenta centímetros arriba de la rodilla. Aquellas que, según asegura los comerciales, se ciñen como una segunda piel.
Tiene varias. Quiero decir, varías faldas, porque sólo tiene una piel. Aunque parece que fueran cientos de pieles que se empalman en lugares desconocidos de la geografía de su cuerpo: la piel de la cintura no es la misma piel que cubre los omoplatos y esta, a su vez, es distinta de la que envuelve el dorso de las manos. Lo único que las hermana es el hecho que todas se transforman en un mar en el que me hundo como un viejo buque de guerra.
Ella me fascina. ¡Qué embarrada que hayan tantos problemas! El primero es el novio. El segundo, como usted bien sabe, es mi esposa. El tercero es que ella es mi alumna. Aunque esta última es la menor de las dificultades ya que cesará en dos meses, cuando concluya el semestre, y termine de esa manera la vinculación Alumna-Docente.
¿A qué se deberá que las personas juzguen las relaciones entre alumnas y profesores? Si el problema son las notas, que haya auditorias para certificar la ecuanimidad en ellas. Mejor aún, que califique un tercero. Zanjado el problema. Pero hay algo que oscurece el juicio de las personas y que hace que los implicados se sientan culpables. Supongamos que no estoy casado y que ella no tiene novio.
¿Qué problema habría en que tuviésemos un romance? Eso no cambiaría mi manera de enseñar. Pero los prejuicios hacen que uno sienta que se está acosando con la hija y ella sienta que se acostó con el papá. Incluso he tenido alumnas, y esto no de lo debería decir porque me puede causar problemas, que salen llorando del motel y nunca vuelven a mirarme a los ojos. Es más, cancelan la materia y ni siquiera me dirigen la palabra.
Pero ese no es el problema.
Tampoco su estética es la razón por la que le pongo trabas al asunto. Si la viera creo que no pensaría eso: tiene un cuerpazo que ni para qué le cuento. Si tuviera que calificarla, y disculpe mi viejo hábito de cuantificar todo cuanto me rodea (al fin de cuentas he sido profesor por veinte años), diría que sus nalgas merecen 4.5, la cintura 5.0 y los senos 3.5. La cara es normal. Es decir, ni atractiva ni repulsiva. Le daría un 3.0. Sería una mujer 4.0, si nos damos a la tarea de promediar todas las notas con la misma ponderación. Una definitiva nada desdeñable: está por encima de ochenta por ciento de las mujeres.
Sin embargo, el asunto es otro: ella quiere terminar con el novio para formalizar nuestra relación. De tener encuentros esporádicos, como los que hemos tenido con una frecuencia bastante grata, a que exista estabilidad, así sea en la clandestinidad, hay una brecha enorme. De hecho, no somos dos sino cuatro los implicados. O quizás más. Y conste que no lo digo por las enfermedades venéreas, que deberían importarme. Sino porque se necesita muchísima fortuna para sostener la relación. Haga cuenta que es un edificio que se sostiene sobre hebras de aluminio. Algún día se caerá, de eso no me cabe duda. Vendrán los problemas, las peleas, los reclamos.
Aparte, ¿qué necesidad de complicar las cosas? Parece que a las mujeres no les gusta la felicidad: justo cuando están bien las cosas, cambian de parecer y se les da por enredarlas, por ponerle moños y arandelas hasta que lo que era tranquilidad y alegría, se transforma en una maraña de dolores de cabeza, de subidas de presión y enfermedades gástricas que ni para qué le cuento.
Así empezó su mamá y fíjese, ahora gambeteo el matrimonio con todas las mujeres que se atraviesan en mi vida. Sé que no debería decírselo, pero si no le puedo contar los problemas que a mi hijo, entonces, a quién. Dígame, ¿a quién?
Diego Niño
@diego_ninho
Sobre el autor
Diego Niño
Palabras que piden orillas
Bogotá, 1979. Lector entusiasta y autor del blog Tejiendo Naufragios de El Espectador.
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