Literatura
Detención
Estábamos en el Antifaz. Alguien dijo que Julio estaba peleando en la Plazoleta Granada. Lo encontramos midiéndose a trompadas contra un grupo de jovencitos. Corrimos. Los muchachitos huyeron. Uno cayó. Lo pateamos en el piso. Desde la esquina de la Carrera Quinta los compañeros gritaban, pero sólo llegaban hilachas de voces que se llevaba el viento.
Segundos después apareció la Van de la policía.
Huimos.
Tomé la Cuarta hacia el sur. A dos cuadras sentí el trote de un policía. Me detuve y levanté las manos. Sabía que mis pulmones no aguantarían más de una cuadra de persecución.
Antes que le dijera algo, él me dio un bolillazo en el estómago, me esposó y me subió a empujones a la Van. Luego la Van dio vueltas por La Candelaria.
Me sentía estúpido. Creí que sería el único que pasaría la noche en la estación. Luego sonó un disparo. El silencio creció como una ola. A los dos minutos subió Diego Navarrete esposado. Sin aire. Me miró a los ojos con preocupación.
—Parece que se lo cargaron—, dijo un policía desde el andén. Luego cerró la puerta.
Erramos por un buen rato. Después nos detuvimos. Abrieron la puerta y apareció Hugo con la boca rota. Luego Nabyl botando sangre por la nariz. Después se escuchó otro balazo y el ruido de botas corriendo. Se escuchaba la algarabía de una pelea.
Cuando el estrépito derivó en silencio, abrieron la puerta de la Van. Desde el interior vimos a Julio en el piso y tres policías encañonándolo. Uno botaba sangre por la nariz, otro por la boca. Julio botaba sangre por todas partes.
A los policías les costó subirlo. Julio maldecía, se sacudía. Le daban macanazos a las piernas que parecían aferrarse al marco de la puerta.
En la estación tuvimos que quitarnos cordones y correas. Nos metieron en una celda que estaba atiborrada de ladrones, habitantes de la calle, proxenetas.
Como no pudieron cerrar la puerta por el volumen, enviaron a Hugo a la celda de las prostitutas. Nos hizo roscas desde allí. Lo vimos abrazarse con una mujer que lo requisaba sin que se diera cuenta. No encontró nada en sus bolsillos. Lo empujó. Otra lo recibió. Lo abrazó. Hugo volvió a sonreír y volvió a hacernos roscas. Lo esculcaron de nuevo.
Cada hora nos echaban agua con una manguera. Nos chuzaban con las puntas de los bolillos. Los que estábamos apretados contra las rejas no podíamos evadir los golpes porque no había espacio para movernos.
—Y así serán tres días—, afirmó un hombre de patilla que se unía con los bigotes.
Sin embargo, a las ocho de la mañana nos soltaron.
—Váyanse antes que me arrepienta—, dijo un policía señalando la puerta.
Corrimos al comienzo. Luego caminamos mientras Hugo no paraba de hablar de su experiencia con las prostitutas.
Diego Niño
@diego_ninho
Sobre el autor
Diego Niño
Palabras que piden orillas
Bogotá, 1979. Lector entusiasta y autor del blog Tejiendo Naufragios de El Espectador.
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