Literatura
Cuento: "Didáctica y herramientas para juegos nocturnos"
Cuento ganador del Premio El Túnel 2011
El 20 de diciembre de 2010 Fabio Durán se declaró ante sí mismo, oficialmente un desgraciado. Para quienes fueron en algún momento sus compañeros, esa afirmación fue evidente desde los primeros días de octubre pero Fabio Durán mantenía una alta cantidad de orgullo que lo hacía parecer, al menos ante su propia persona, como un tipo normal.
La llamada de Lucrecia treinta minutos antes no fue más que un detonante. Para sentirse así hubiese podido utilizar cualquier otra razón: Ruth cobrándole el alquiler, el sonido intermitente del teléfono sin servicio o la conexión nula en la ventana del explorador de Internet, pero fue la llamada de Lucrecia y no hubo remedio.
En orden: el teléfono celular de Fabio timbró por primera vez, ese día, a las 6:40 P.m., Fabio lo contestó en la séptima oportunidad esperando sin muchas ganas que fuera su mamá.
—Necesito que me recargues el celular.
—¿Cuándo? ¿Cuánto?
—Ahora. Cinco mil.
—Ok.
—Ok. Llámame.
Estaba sentado sobre el sofá frente al televisor, donde también se contestaban las llamadas hechas al teléfono fijo. Detrás del televisor, fijo a la pared, un metro más alto, estaba un diploma del que se podía leer con claridad desde el sofá: «La Universidad Popular del Cesar confiere el título de Contador Público a Fabio Andrés Durán Mora».
La lectura en voz alta de ese texto le parecía risible teniendo en cuenta que su idea de la universidad era lo más cercano a un mercado público y él, como ex profesor, un buhonero hambriento. En los pliegues del sofá solían quedar atrapadas monedas de las personas que se sentaban allí. Metió las manos por todas partes intentando encontrar cualquier cosa. En la mañana había encontrado doscientos pesos que le sirvieron para comprar un huevo y, posteriormente, comerlo hervido sin nada más. Pero a estas alturas del partido, Fabio tenía bien claro que no encontraría un centavo ni en el sofá ni en ningún otro lugar de la casa.
Sin embargo, se levantó y se dio un baño. La ducha no duró más de cinco minutos y salió rápido de la habitación, así como entró. Al salir, se metió las manos en los bolsillos esperando quizá el milagro de encontrar una moneda. Sacó las manos de los bolsillos y las vio sucias de arena y de motas de algodón blancas y azules. Sintió cierto desprecio por él mismo y por su madre, por la vecina, por el portero del conjunto residencial frente a su casa, por el conductor de la ruta 16: Instpecam/Amparo/Nevada y por un perro con sarna que se rascaba una oreja. En pocas palabras: Fabio sentía desprecio por el planeta entero.
Aunque la expresión «el planeta entero» no es muy precisa, pues Fabio sentía que algunas personas valían la pena: sentía un profundo respeto por una actriz porno de principio de los años noventa llamada Samanta Higgins, con la que se masturbó más veces de las que hasta ese momento le había hecho el amor a Lucrecia y por un pastor protestante de una cadena norteamericana que televisaba sus cultos los domingos por la mañana; le parecía que ese tipo sabía hacer sus cosas, que era convencido de lo que predicaba y que además convencía a los demás, también le gustaba ver el anillo que el tipo llevaba siempre en el dedo anular de la mano derecha. Entonces Fabio Durán odiaba, o sentía desprecio, que para este caso es lo mismo, por todo el planeta salvo por dos personas que nunca había visto más que en el televisor.
Salió a la calle.
Afuera todo estaba adornado con luces de navidad. Un niño lamía la barita donde en algún momento hubo un algodón de azúcar. Un tipo besaba a una mujer gorda. Otra mujer gorda besaba a un hombre gordo. Un vendedor de chorizos escupía al lado del fogón y sonreía. Valledupar era una fiesta: un lugar que daba cabida a las manifestaciones más aberrantes del ser humano. En un semáforo un hombre tragafuegos trabajaba al lado de un saltimbanqui. Cuando el semáforo cambiaba a verde se daban la mano y se iban a un costado de la acera, recibiendo apenas las donaciones de los carros que estaban de ese lado.
Fabio quería ver algo que le demostrara que él no era el perdedor que todos creían. Quería ver en las calles ese halo de maldad en la gente. Quería que el hombre tragafuegos se atragantara con el combustible y se incendiara un poco, que de verdad fuera un tragafuegos. Quería ver la sonrisa de la gente cuando el saltimbanqui pidiera ayuda para su compañero. Quería ver la indiferencia de la gente. Quería ser indiferente.
Por un segundo, el teléfono celular lo sacó de sus pensamientos para recordarle la llamada que recibió antes de salir. Un mensaje de texto por cobrar de Lucrecia, le recordó que no tenía un centavo. No tenía ninguna opción para encontrar cinco mil pesos a esas horas. No había almorzado y pretendía caminar para regresar muy cansado y dormirse de golpe, sin recordar que no había comido. Guardó el teléfono y siguió. Caminó dirección al centro por la Avenida Juventud, sin detenerse. Siguió pensando.
Caminó.
Caminó.
A veces se puede caminar sin pensar en una sola cosa. Unos tipos casi adolescentes se emborrachaban al lado de Los Poporos. Fabio caminó más rápido para evitar que alguien lo conociera. Quizá un compañero profesor. Ebrio. Con buena memoria. Alguien que le recordara lo de antes. Un estudiante. Alguien. No era difícil. Las cosas en Valledupar suelen recordarse por un buen tiempo. Después se olvidan, pero mientras duran, son un cuchillo en el hígado. Una puñalada a cada segundo durante una eternidad.
Cuando Fabio conoció a Lucrecia, ella tenía casi los veinte años cumplidos. No recuerda con claridad quién inició la primera conversación. No recuerda si ella se le insinuó o si él le propuso a quemaropa que intercambiaran notas por sexo. La cosa es que antes de que terminara el primer mes de clases, Fabio y Lucrecia se sacudían en todos los lugares posibles. Faltaba sólo un encuentro para que a los minutos el uno estuviera sobre el otro. Esa falta de previsión no le hizo ver que en un parqueadero no es bueno bajarse, así sea a medias, los pantalones. Lo echaron cuando lo descubrieron con Lucrecia abajo. Él la continuó viendo con la misma frecuencia de los días de universidad. A Lucrecia no le importó un rábano lo que la gente pensara.
A la distancia que se encontraba Fabio del semáforo, no pudo ver al tragafuegos, pero si notó que algunas personas corrían en la misma dirección que él. Pensó que el tragafuegos se había ahogado según sus predicciones y deseos, o que quizá el saltimbanqui se había doblado el tobillo y la gente lo traía a cuestas. Siguió caminando. Algunos se asomaban desde los balcones y se entraban nuevamente, rodaban las cortinas de las ventanas y apagaban las luces. Una mujer cerró la reja de su casa y metió al niño que jugaba en una bicicleta que todavía llevaba los sostenedores traseros. Alguien pasó corriendo al costado de Fabio. Luego otro. Y otro más. Antes de darse cuenta Fabio Durán había cambiado de modo “Paso rápido” a “Pequeño trote”. Aumentó la marcha cuando notó que ya no sólo eran unos tipos corriendo sino, una chusma gritando. Sintió que una gota fría de sudor le recorría la espalda. A lo lejos notó el brillo de algo. Una moneda, quizá.
Paró. Se agachó.
La tapa de aguardiente parecía a primera vista una moneda de quinientos pesos. Al agacharse el sudor se le regresó por el cuello llegándole hasta la cara. La peor sensación, pensó. Un tipo lo señaló. Otro dijo: es él. Sea lo que fuera, Fabio no quería ser el “él” que los tipos buscaban. Corrió. Pensó en Lucrecia. Vio la avenida Simón Bolívar muy cerca. Quería perderlos. Dos vendedores de arepas a un costado del semáforo. Un vendedor de chorizos. Semáforo en rojo. Un tipo bailaba con una perrita pinscher. Una mujer en una moto aplaudía a la perrita al tiempo que sentía asco por el bailarín. Fabio atravesó la calle. Cayó. Quizá por descuido o porque no le importaba un tipo que cruzaba la calle a toda velocidad, el conductor de un carro modelo noventa y siete golpeó a Fabio con todo lo que un carro puede dar a sesenta kilómetros por hora en una noche calurosa.
Los tipos que seguían a Fabio se detuvieron, echaron un vistazo, se miraron. Siguieron de largo. Fabio también los miró. Pensó, Cuando ya se iban, que los tipos eran muy altos. Ni en cien vidas les hubiera ganado una pelea, ni un solo round. El bailarín tomó a la perrita en los brazos y se acercó a Fabio. La bolsa donde guardaba las monedas que le daban de propina se le cayó. Se rompió y las monedas rodaron. Los vendedores se acercaron. Uno a uno, como cuando una presa estudia la carnada. Algunos carros esquivaban el montón de gente y seguían su dirección. Otros paraban. Los que iban detrás de los que paraban, gritaban, hacían sonar los pitos. Otros se bajaban de los carros. Los niños que viajaban en la parte trasera de los carros preguntaban a sus papás si así se veía una persona cuando estaba a punto de morirse.
Quien pasaba caminando, disimulaba, se agachaba y tomaba una que otra moneda del bailarín. Luego la modestia se perdió y los vendedores de fritos, los dueños de los carros y la mujer que aplaudió a la perrita, todos se abalanzaron sobre las monedas. Fabio vio el espectáculo. Sonrió. Una moneda cayó muy cerca de él. La tomó. La apretó con su mano. Dos minutos después murió.
Más detalles: Miguel Barrios Payares ganó con este cuento el Premio El Tunel – Cámara de Comercio de Monterio del 2011 frente a otras 58 obras de todo el país. El jurado destacó “el manejo técnico, la construcción suelta del relato en el que se muestra la indiferencia de una sociedad como la actual, que no ha logrado compaginar dentro de su nueva escala de valores el mínimo sentimiento de piedad”.
0 Comentarios
Le puede interesar
Plagios y escritores ilustres: una relación tormentosa
En los oídos sigue resonando la noticia del plagio de Alfredo Bryce Echenique. El escritor peruano, autor de “La amigdalitis de Tarz...
Un mundo paralelo
Somos el Gordo, el Flaco y el Medio. Le decimos Medio porque es medio gordo y medio flaco, medio loco y medio cuerdo, medio tonto y...
Luis Mizar Maestre: homenaje a un poeta costeño poco común
El martes 25 de agosto falleció en Bogotá el poeta Luis Mizar Maestre (Valledupar, 1962), considerado como una de las voces más re...
El muchacho de los mandados
Todos los días, apenas terminaba de ayudar a mi papá en la venta de hielo que tenía en el mercado, me iba a pescar al río Magda...
Dignidad y poesía en el lápiz del caracol
La poesía de José Atuesta Mindiola instala sus páginas en el atril que le reservaron los pájaros, seres etéreos que extienden sus ...