Literatura

Transmilenio

Diego Niño

06/04/2015 - 06:40

 

Quizás cuarenta. Nunca menos de treinta y cinco años.

Inicialmente pensé que era una muchacha de veinte: jean desgastado, camisilla de tiras debajo de una camisa a cuadros. Sin embargo, cuando se sentó al lado de su mamá, pude ver que era mayor. Jugueteaba con el cabello que tenía por lo menos cinco colores. Lo enrollaba en su dedo hasta parecer una cabuya. Lo soltaba y seguía con el siguiente mechón mientras observaba para todo lado. Sonreía a ratos, como si se le atravesaran buenos recuerdos. Luego se dejaba llevar por la corriente de sus pensamientos.

Nos bajamos en la Estación Universidades. Ella tomó a su mamá de la mano al tiempo que me contempló descaradamente. Sonreí. Ella sonrió. Se fue hacia la salida de la Calle 22 a la velocidad de los pasos de la señora. Cruzaron el torniquete. Desde la esquina me lanzó una mirada que parecía prometer que nos volveríamos a ver.

II

Las puertas de la estación Flores no funcionaban. Decenas de personas corrían desde la acera del frente para entrar. Mujeres, niños, ancianos. Algunos reían. Otros entraban de malgenio, maldiciendo el servicio, como si fuera culpa del sistema que entraran corriendo, saltando, esquivando la muerte.

Entre las personas venía un habitante de la calle de la mano de una muchacha que traía uniforme del trabajo. Él llevaba un tinto en la mano libre y ella un cigarrillo. Dejó el tinto a mis pies y se arrodilló al tiempo que le dio la mano a la joven. Todos sus movimientos eran teatrales, como si se burlara de quienes entraban malhumorados. Ella le entregó el cigarrillo que él acomodó en la boca. Puso el pie en su rodilla y entró a la estación. “Nos vemos mañana”, dijo él mientras cogía el tinto y regresaba a las tinieblas de las que emergió.

III

No tenían más de treinta años.

Ella tenía una falda roja y unas medias negras. Él vestía de paño. Se notaba que eran compañeros de oficina. Ella le dio un beso tímido en la mejilla segundos después de entrar al articulado. Parecía que le agradecía que le hubiera ayudado a entrar. Él le tomó la mano cuando al bus arrancó con fuerza.

En la 85 ella empezó a hablar de su matrimonio frustrado. Él asentía sin dejar de contemplar la pantalla de su teléfono. Luego le mostró una foto. Los dos sonrieron.

—Lo repetimos cuando quieras.

—¿Cómo te vas a escapar de tu esposa?

—De la misma manera que te vas a escapar de tu marido.

Se miraron a los ojos. Después se dieron un beso sin temores ni arrepentimientos. Se tomaron de la mano y viajaron en silencio hasta la estación de La 45.

IV

Subió en la estación Polo. Ojos azules. Pestañas larguísimas. Nariz recta. Boca pequeña. Labios delgados. Mentón puntudo. Piel blanca.

—No cabe, —le gritó una señora desde adentro.

No hizo caso. Empujó, pero no movió la masa de personas malhumoradas. Sonó el pito de la puerta. No cerraba. Se empinó y la puerta cerró con violencia. Quedamos muy cerca.

El bus se sacudió en el bache del deprimido de la 80 con Caracas. Se fue contra mí. Moví la cabeza hacia atrás para que no se estrellaran nuestras caras.

—Perdón, —dijo.

El bus volvió a dar un bandazo. Ahora fue ella quien tuvo que echar la cabeza hacia atrás cuando me fui encima.

—Perdón, —dije.

Sonreímos.

Sentí que subía mi ritmo cardíaco. Bendije a Transmilenio y sus hermosas montoneras y después lo maldije cuando vi la estación de la 76 (me quedaba allí).

El articulado paró en el primer vagón. Sonó el pito, se abrió la puerta. Me quedé quieto. No quería bajar. Deseaba quedarme al lado de ella el resto de la tarde. O el resto de la vida.

—Córrase, —gritaron.

Salí del articulado. Desde el vagón le busqué los ojos, pero sólo vi su cara desfigurada por los vidrios de las puertas que se cerraban. Después el bus se fue entre espirales de humo

V

Eran tres. Ingresaron al articulado gritando, riendo. Uno de ellos tenía dieciocho, los otros no sobrepasaban los diez años. El mayor hablaba con alguien que no estaba. Algunas veces les contaba a los niños lo que decía. Al rato uno dijo que no era necesario que le dijera porque él también podía escucharlo. El otro afirmó que él también lo escuchaba. A partir de ese momento los tres hablaron con alguien que no estaba, que no pertenecía al mundo de los lúcidos. Alguien que no existía. Los niños no sabían que el mayor era esquizofrénico. O quizás lo sabían pero eran incapaces de dimensionarlo. Sólo sabían que es uno de los suyos porque la niñez es otra forma de demencia. Porque la demencia es otra manera de aferrarse a la niñez.

 

Diego Niño

@diego_ninho 

Sobre el autor

Diego Niño

Diego Niño

Palabras que piden orillas

Bogotá, 1979. Lector entusiasta y autor del blog Tejiendo Naufragios de El Espectador.

@diego_ninho

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