Literatura
Cuento: Sexo entre anaqueles
Se llama Helena como la princesa troyana cuya belleza fatal inspiró la más delirante guerra de todos los tiempos. Tiene los ojos verdes y los labios carnosos, por sus venas andan pedazos de una Europa inmigrante. Está en la última mesa leyendo País de Nieve de Yasunari Kawabata. Alcanzo a ver cómo se deleita (sus mejillas se ponen más rojas, estira sus cabellos dorados, agita su respiración) con aquel amor despiadado de un empresario egocéntrico y una aprendiz de geisha.
Desde los nueve años empezó a perderse entre los anaqueles de esta vieja biblioteca. Su madre me la trajo una tarde para que la ayudara con los trabajos del colegio, principalmente con los de Historia y Geografía que mucho la atormentaban, y Helena quedó fascinada con el laberinto (ella dice, como haciendo una distinción, que es un universo, pero es lo mismo) que encontró a su disposición.
Sus primeras lecturas fueron Las Mil y Una Noches y Las Aventuras de Tom Sawyer. Devoró con ansias esos libros, hasta presentó en algunos actos cívicos unos monólogos sobre los personajes que más le llamaron la atención. A mí siempre me habló con mucha intriga sobre Amina, la viuda rica a quien por haber recibido un mordisco de un mercader en una de sus mejillas, por poco su segundo marido le corta la cabeza.
––Si el amor es así, prefiero no vivirlo–– me dijo.
––No te preocupes, hija, que no todos los amores son iguales–– le contesté.
Ahora Helena es una bella joven que tiene un bagaje cultural insospechado y que sueña con estudiar Letras en Cambridge, pero me preocupa (no lo puedo ocultar) que los senos puntiagudos que le han surgido con el desarrollo están atrayendo a muchos insolentes de su edad que sólo pretenden degustar sus sales por un rato y luego dejarla tirada: ¡Son unos perros degenerados!
Hay uno en especial que la espera cuando ella sale de aquí, a quien no le permito entrar y que se para los pelos como una lagartija espinosa. Sé que la lleva al Parque Junín –yo me he ido detrás a espiarlos– y que a escondidas en los columpios le da besos y le brinda cigarrillos. He tenido ganas de decírselo a la madre de Helena, pero me da miedo que, en busca de protegerla, resuelva no dejarla venir más a la biblioteca, quitándome –sin proponérselo– los únicos momentos que tengo para disfrutar de Helena en todo su esplendor.
¿Qué sería capaz de hacer para que nadie me prohíba seguir apreciando desde la eterna soledad de mi escritorio las sensaciones que invaden a Helena en esta biblioteca? Estoy forzado a defender las dichas que Helena me da, como la que me está dando –por ejemplo– en este preciso instante: por debajo de la mesa en la que lee País de Nieve.
Está permitiendo que mis ojos gastados penetren entre su minifalda de jeans y sus largas piernas que se mueven como si acaso sintieran el viento helado de Niigata, provocando así que en mi cabeza calva aparezcan imágenes perversas. Sí, sí, mi cuerpo arrugado sobre su cuerpo suave de doncella, mi sexo encontrando en el rocío de sus entrañas fuerzas suficientes para despertar de un extenso sueño, ella librando lágrimas de confusión pero también de júbilo y utilizando como almohada –en el piso frio que nos sostiene– una vieja edición de La Odisea.
El reloj marca las 6:30 P.M. y automáticamente suena un fragmento deEl Holandés Errante de Richard Wagner anunciando que van a cerrarse las puertas de la Biblioteca. Mis alucinaciones son interrumpidas, vuelvo a lo cotidiano. Los pocos lectores empiezan a salir. Se despiden: “Gracias”, “Hasta mañana”, y no les contesto.
Únicamente me interesa Helena, que mete un pequeño almanaque entre las últimas páginas que ha leído, cierra el libroy lo deja en la mesa. Se pone de pie y camina hacia mí con ese glamour tan atrapante que heredó de su abuela, a quien sólo conoce por fotografías, pues antes de que ella naciera, se voló los sesos con una escopeta en un viaje repentino que hizo a Alemania luego de que tumbaron El Muro de Berlín (aquellas fotografías son para Helena como un espejo).
Helena remueve la cintura como siguiendo una danza artificiosa que roba y deprava conciencias, y su ombligo desnudo, ¡ay! ¡ay!, su ombligo denudo tiene a mi lengua, a mi áspera lengua, con angustia por hundirse en sus senderos.
––Se acabó por hoy ––me dice parada al frente de mí y se me vuelve enseguida más irresistible.
––Pero mañana, gracias a Dios, seguirá ––le contesto.
––Claro- dice sonriendo y luego agrega: ¿Va a mandarle alguna razón a mi madre?
––Dile que todavía no le he conseguido las naranjas.
––Ah, bueno.
Se me acerca. Aprieta mis mejillas y me da un beso en la frente, es un beso de compasión y no un beso húmedo como yo quisiera. Y finalmente, pronuncia las palabras fatales, las que me gustaría que nunca pronunciara:
––Chao, abuelito.
CARLOS CESAR SILVA
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