Literatura
Cinco poemas de Seamus Heaney
Al premio Nobel de Literatura de 1995, el poeta y crítico literario irlandés lo conocí en medio de mis búsquedas sobre el tratamiento o el abordaje de la violencia desde la poesía, inquietud reafirmada en las sesiones del taller de creación literaria que anima el poeta Giovanny Gómez en Pereira y que me llevó a revisitar a Jaime Jaramillo Escobar, el gran X-504 y, con él, los distintos aportes que el Nadaísmo y Mito nos dieron en este punto.
Llegué a conocer a la Nobel Polaca Wislawa Szymborska, a recorrer el País secreto de Juan Manuel Roca y entonar–desentonar el terriblemente bello Canto de las moscas de María Mercedes Carranza.
El encuentro que más me marcó con Heaney, fallecido el 30 de Agosto de 2013 en Dublín, fue en la largamente anhelada visita a la Casa de Poesía Silva, en una callejuela quebrada de La Candelaría en Bogotá. Llegué buscando al abuelo de todos nosotros, ese sobrecogedor poeta al que todos debemos tanto, incluso sin saberlo, José Asunción Silva, y me encontré con el par de trabajos sobre Gaitán Durán de Mauricio Ramírez que mi economía no me permitió adquirir, al igual que una antología del monarca del Reino del Caimito Derek Wallcott.
Entre esas frustraciones ya mencionadas me tropecé con la antología bilingüe de la editorial Faber y Faber hecha por el intelectual, también irlandés, Joe Broderick, quien, además de seleccionarnos los textos nos regala un minucioso ensayo sobre la vida y obra de ese gran poeta que tanto tiene que ver con nosotros a pesar de las evidentes diferencias y distancias.
Heaney, como muchos de nosotros, nació y creció en medio de una violencia que ha desgarrado a su país por más de cien años y que en su crueldad y sin razón tiene mucho que ver con la que padecemos en Colombia y que nos lleva en muchas ocasiones a sentir a sus poemas como propios. Era imposible leerla sin comprarla por la envoltura que traía… Al llegar a la caja me encontré con la sorpresa de que ese único ejemplar estaba autografiado por el mismo Broderick, lo que casi impide la compra–venta hasta que el mismo homenajeado con su autógrafo, el director de la Casa de Poesía, autorizó la venta.
El resto de la tarde, hasta que el frío me dejó, lo pasé tratando de descifrar la musicalidad de los versos originales en el inglés chapucero que me gasto y la improbable correspondencia de las musicalidades hispana y sajona de cada verso que se fue abriendo ante mi como un secreto, con la certeza cristalina de que había encontrado uno de esos pocos autores que me hablan al oído aún desde otras latitudes y desde sus tumbas y comprendí, al empezar a contar las pocas estrellas que la lengua de luz de la capital deja ver, que había valido la pena quedar apenas con lo del Transmilenio al haberme encontrado a un maestro y un hermano.
De Heaney, de la antedicha antología, les comparto estos cinco poemas que, para mí, constituyen una muestra suficiente para invitar a visitar su poesía y disfrutar de uno de los más grandes poetas de la lengua inglesa en el siglo XX.
Ruptura en mitad del semestre
Me quedé sentado toda la mañana en la enfermería
contando las campanadas que doblaban para fin de clases.
A las dos, los vecinos me condujeron a casa.
En el pórtico encontré a mi padre llorando –
siempre había sido tan valiente en los entierros –
y el buen Jim Evans repitiendo: duro golpe, muy duro.
El bebé gorjeó alegremente meciendo su coche
al verme entrar, y me ruboricé
cuando los viejos se levantaron a ofrecerme la mano
y el pésame, y decir que sentían mucho mi desgracia;
los susurros informaron a los visitantes que yo era el mayor,
estudiando en el internado, mientras mamá tomaba mi mano
en la suya, tosiendo suspiros iracundos y sin lágrimas.
A las diez llegó la ambulancia con el cadáver
vendado por las enfermeras, la sangre ya restañada.
Al otro día entré a la habitación. Copos de nieve
y velas sosegaban todo al pie del lecho; lo vi
por primera vez en seis semanas. Más pálido ahora
luciendo un moretón amapola en la sien izquierda,
tendido, como en su cama, en una caja de apenas cuatro pies.
Sin cicatrices feas; el parachoques lo había tirado lejos.
Una caja de cuatro pies, un pie por cada año.
Ritos fúnebres
I
Echaba a cuestas una especie de hombría
al ponerme a levantar los ataúdes
de parientes muertos.
Los habían embalsamado
en habitaciones manchadas,
sus párpados ungidos,
sus manos –blancas como harina–
encadenadas en camándulas.
Sus hinchadas articulaciones
se alisaban, sus uñas
se oscurecían, las muñecas
se inclinaban obedientes.
La mortaja color tierra,
las mullidas cunas de seda;
cortés me arrodillaba,
admirándolo todo,
Mientras se derretía la cera
abriendo venas en los cirios,
la llama cerniéndose
ante las mujeres que se cernían
tras de mí.
Y siempre, en un rincón,
la tapa del ataúd,
las cabezas de los clavos vestidas
de pequeñas cruces que brillaban.
Queridas máscaras de piedra,
sólo un beso en sus frentes de iglú
fue permitido
antes de enterrar los clavos
y ver el glaciar negro
de cada funeral
Castigo
Siento el jalón
del dogal en su
nuca, el viento
en su torso desnudo.
El soplo vuelve sus pezones
cuentas de ámbar,
sacude el frágil aparejo
de sus costillas.
Veo ahogado
su cuerpo en el pantano,
la pesada piedra,
los palos flotando y las ramas.
Debajo de ellos primero
fue corteza de árbol
desenterrada,
hueso de roble, cuenco de cerebro:
su cabeza al rape
es una tusa chamuscada,
la venda, un trapo sucio,
la soga, un anillo
para guardar
recuerdos de amor.
Pequeña adúltera,
antes de tu castigo
tenías el pelo rubio,
estabas hambrienta,
y tu rostro negro como la brea era hermoso.
Mi pobre chiva expiatoria,
casi te amé,
pero hubiera tirado, lo sé,
las piedras de silencio.
Soy el voyerista artístico
de la cresta oscura
y expuesta de tu cerebro,
y la membrana de tus músculos,
y todos tus huesos enumerados:
yo, que me quedé callado
cuando tus alevosas hermanas,
embadurnadas de alquitrán,
lloraban junto a las rejas,
quien fuera cómplice
de la indignación civilizada,
pero comprendiendo la exacta,
la íntima, tribal venganza.
Fruta extraña
Aquí está su cabeza, calabaza exhumada,
Niña de cara oval, piel de ciruela, huesos de ciruela por dientes.
Desmadejaron sus cabellos como helechos mojados,
Exhibieron los bucles a la vista de los curiosos
Y permitieron al aire respirar su belleza de curtiembre.
Bola de grasa, tesoro perecedero:
Su nariz partida, oscura como la turba,
Sus ojos, dos agujeros vacíos como charcos en el baldío.
Diodoro Sículo confesó
Que poco a poco se acostumbraba a escenas como ésta:
Niña asesinada, olvidada y sin nombre,
Decapitada terrible, su mirada fija más allá del hacha
Y de la beatificación, más allá incluso
De lo que comencé a sentir: una cierta reverencia.
Vícitma
I
Sólo acostumbraba tomar
Y, levantando un pulgar curtido
Hacia la repisa alta, señalar
Otro ron pedido
Con jugo de zarzamora,
sin alzar la voz,
U ordenar una cerveza de afán
Con un simple gesto de los
Ojos y un discreto accionar
Como de quien le quita la espuma.
A la hora del cierre salía
Con quepis y botas pantaneras
A la oscuridad lluviosa,
Soporte de una familia, dependiente del subsidio
Aunque hecho para trabajar.
Me gustaba su manera de ser,
De paso firme pero astuto en demasía,
De cara sobria, de tino disimulado,
Con su mirada alerta de pescador.
Todo -aún de espaldas- lo veía.
Incomprensible
Para él, mi otra vida.
A veces, en su alta banca,
Fingiendo cortar con su cuchillo
Un taco de tabaco,
Sin mirarme a los ojos
En la pausa que seguía al sorbo,
Diría algo a propósito de la poesía.
Estaríamos a solas
Y yo, diplomático siempre
Temeroso de parecer condescendiente,
Lograría, por algún artificio,
Desviar la charla hacia las anguilas,
O cosas de caballos y carretas,
O del IRA.
Pero él, por la espalda, miraba
Mi arte tentativo:
Lo volaron en pedazos
En el bar durante el toque de queda
Que otros acataron, a las tres noches
De aquella masacre
De trece hombres en Derry.
PARAS TRECE, decían los muros,
BOGSIDE CERO. Aquél miércoles
Todo el mundo suspendió
El aliento y tembló.
Luis Carlos Ramírez Lascarro
Sobre el autor

Luis Carlos Ramirez Lascarro
A tres tabacos
Luis Carlos Ramírez Lascarro, Guamal, Magdalena, Colombia, 1984. Estudiante de Historia y Patrimonio en la Universidad del Magdalena. Autor de los libros: El acordeón de Juancho y otros cuentos y Semana Santa de Guamal, una reseña histórica; ambos con Fallidos editores en el 2020. Ha publicado en las antologías: Poesía Social sin banderas (2005); Polen para fecundar manantiales (2008); Con otra voz y Poemas inolvidables (2011); Tocando el viento (2012) Antología Nacional de Relata (2013), Diez años no son tanto y Antología Elipsis internacional (2021). Ponente invitado al Foro Vallenato Clásico en el marco del 49 Festival de la Leyenda Vallenata (2016) y al VI Encuentro Nacional de Investigadores de Música Vallenata (2017). Su ensayo: El Vallenato protesta fue incluido en el 4to Número de la Revista Vallenatología de la UPC (2017). En el 2019 escribe la obra teatral Flores de María, inspirada en el poema musical Alicia Adorada, montada por Maderos Teatro y participa como coautor del monólogo Cruselfa. Algunos de sus poemas han sido incluidos en la edición 30 de la Revista Mariamulata y la edición 6 de la Gaceta Hojalata (2020). Colaborador frecuente de la revista cultural La Gota fría del Fondo mixto de cultura de La Guajira.
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