Literatura
Matrimonio
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Todos los ojos apuntaban hacia nosotros. A mi derecha estaba la hermana de Diego y sus papás. A la izquierda estaban sus suegros. Serios, nerviosos porque se acercaba el momento del brindis.
Al fondo, en la última mesa, estaba Hugo, el hermano de Jonny, un amigo del colegio que no pudo asistir a la ceremonia.Me miraba constantemente. ParecÃa como si quisiera que le rindiera cuentas.
Pero yo no querÃa hablar con él. Por eso lo evité en las fotos, el vals y en la comida.
Cuando empezó el baile, clavé los ojos en la mesa. Dos meseros me preguntaron si estaba enfermo y la hermana de Diego me arrastró varias veces a la pista de baile, hasta que acepté bailar con ella.
A media noche me senté en la mesa. Miré al fondo y me encontré con la mirada sombrÃa de Hugo. Levantó el vaso de whisky para brindar a la distancia. Tomé mi vaso y repetà el gesto. Dio un sorbo largo y descargó el vaso con fuerza. Hice lo mismo. Fui al baño antes que él decidiera acercarse a la mesa.
De allà me fui a la silla que estaba al costado de la capilla. Del bolsillo interior de la chaqueta saqué la cajetilla de peches y empecé a buscar el encendedor.
Pero no apareció.
Me recosté, crucé las piernas y contemplé los árboles con el cigarrillo en los labios. Cerré los ojos. Me dejé llevar por el sueño.
—¿Fuego? —pregunto Hugo con el zippo encendido.
En lugar de levantarme para irme, que era lo que querÃa hacer, acerqué el cigarrillo a la llama que protegÃa con la mano derecha.
Suspiró fuerte. Se sentó a mi lado. Sacó la cajetilla que tenÃa en la camisa. Se tomó un mechón de cabello y lo acomodo detrás de la oreja. Sonó el golpe del zippo y el rasguño de la piedra. La llama emergió nÃtida. Encendió su cigarrillo y cerró el zippo de un golpe seco. Expulsó el humo con fuerza.
—Dicen que usted es un hombre sabio. Un hombre que sabe de lo que habla —dijo mirando el horizonte—. Por eso quiero pedirle un consejo.
—Creo que está equivocado: no soy el que busca.
—Sà señor, es usted. Le pregunté a mi hermano y a los amigos de mi hermano. Todos dicen que usted es experto en temas del amor. Que ha escrito novelas y cuentos de ese tema.
—Sólo es ficción. La vida funciona de otra manera. La mueven otros engranajes.
—En cualquier caso quiero hacerle una consulta.
—Créame, no soy el indicado —dije mientras empezaba a levantarme de la silla.
—No me va a dejar con la palabra en la boca, ¿o s� —dijo mientras cerraba con fuerza la mano que puso en mi pierna.
SabÃa que Hugo se ponÃa agresivo cuando tenÃa tragos en la cabeza. Me acomodé en la silla y miré hacia los mismos árboles que él contemplaba.
Fumamos en silencio.
—Imagino que sabe que me abandonó mi esposa —dijo mientras se escapaba el humo de su nariz.
Lancé la colilla con un gatillo del Ãndice y el pulgar.
—Algo me contó Jonny.
—Se fue con un hijueputa.
—¿Sabe quién es?
—No.
Callamos.
—Puede que haya conocido al tipo tiempo después que se fue de la casa —dije.
—¿Qué?
—Que puede que ella no lo haya abandonado para irse a vivir con él. Puede que lo haya conocido después. De casualidad. No sé, en una fiesta. En facebook.
—Ninguna mujer bota un matrimonio porque sÃ. Lo dejó porque tenÃa mozo desde antes que nos casáramos.
Recordé las historias de borracheras y golpes. De infidelidades. De escándalos en el trabajo.
—Quizás ella tenÃa razones para dejarlo.
—Según usted, ¿qué tipo de razones?
—No sé. Piénselo. Sólo usted lo sabe. Finalmente no conocà su matrimonio, ni vivà con ustedes.
—Exacto; si no estuvo con nosotros, no deberÃa ponerse a decir que ella tenÃa razones para irse.
Nos miramos a los ojos. El mechón se deslizó hasta enredarse con la ceja izquierda. Lo acomodó detrás de la oreja.
—Como le dije, no soy el indicado. Lo conozco poco. No sé nada de su vida ni de su matrimonio.
Intenté levantarme. De nuevo me apretó la pierna.
—Espere que no he terminado.
—Pero yo sà —dije mientras le quitaba la mano con fuerza.
Se quitó el cigarrillo de la boca y lo lanzó al piso con violencia.
—¿Cuál es su maricada? ¿Por qué no quiere escucharme?
—Está muy tomado. Si quiere, hablamos mañana.
—¡Quiero que me escuche ahora! —gritó—. Quiero que me dé consejo. Pero que no sea el consejo que me dan todos: que la deje ir, que es una perra, que es una desagradecida —fue bajando el tono hasta terminar en un susurro.
—¿Quiere que le diga que lo intente? ¿Que la busque?
Calló.
La colilla dejaba una estela roja mientras la empujaba el viento.
—SÃ. Eso quiero escuchar. Que usted me dé razones para buscarla. Para pedirle perdón. Para pedirle que regrese conmigo.
—Disculpe pero no haré eso.
—¿Por qué no? DÃgame.
—Le repito: no soy el indicado.
—¿Por qué?
—Ya le dije: no lo conozco a usted ni a su matrimonio.
—Ni a ella —dijo sacando otro cigarrillo de la cajetilla.
—A ella sà la conozco
Abrió los ojos. El cigarrillo que tenÃa en los labios se inclinó hacia abajo.
—¿De dónde la conoce?
Suspiré. Miré los árboles que se arqueaban por el peso de la noche mientras decÃa:
—Porque... porque yo soy el tipo que se fue a vivir con ella.
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Diego Niño
@diego_ninhoÂ
Sobre el autor
Diego Niño
Palabras que piden orillas
Bogotá, 1979. Lector entusiasta y autor del blog Tejiendo Naufragios de El Espectador.
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