Literatura
Miguel Hernández. 105 años de su nacimiento
“Los poetas somos viento del pueblo”, dijo Miguel Hernández, el alicantino nacido en Orihuela el 30 de octubre de 1910.
Cada vez que tanteo la pieza única que conformó su esqueleto oyéndolo cantar con las tripas, desmenuzarse y rehacerse, me topo con un hombre y un poeta.
Es la figura más perturbadora de su generación. Nacido entre las cabras familiares y unos padres que no veían más allá del redil, carente de la atmósfera que alimentaba el decir de los señoritos y pensadores de la Residencia de Estudiantes de Madrid, capeó con el solo recurso de la palabra, las carencias y dobleces de un mundo que escocía su piel de viento limpio. De ahí el salto acrobático dado a sus 26 prometedores años de los poemas de El rayo que no cesa a las trincheras de un batallón republicano. De ahí la lucha sin cuartel, el despilfarro de su juventud, la vasta noche que no pudo cerrarle los ojos.
La poesía hernandiana es un desgarramiento sin final. Desde la iniciación de Perito en Lunas hasta el adolorido Cancionero y romancero de ausencias, clama, se revuelve, choca y se precipita para volver a cantar lo acerbo del momento: No, no hay cárcel para el hombre/ no podrán atarme, no/ este mundo de cadenas/ me es pequeño y exterior. Todo en él es agua clara, piedra, raíz fuera del nido. Hasta su poesía de amor discurre como un río turbulento. Acá, la Canción del esposo soldado escrito en el frente de batalla, allá las emblemáticas Nanas de la cebolla, donde con lenguaje conmovedor, concita las desventuras de los niños pobres nacidos en la España de Franco.
¿A qué generación poética perteneció Miguel Hernández? ¿A la protagonista de transformaciones históricas y literarias conocida como la Generación del Treinta y Seis? La crítica, con Dámaso Alonso a la cabeza, coincide en ubicarlo entre los miembros de la Generación del Veintisiete. Y no es para menos, también fue ése el tiempo de Ramón Sijé, García Lorca, Alberti, María Zambrano, Neruda, Ortega, Juan Ramón. Del acercamiento a su entrañable Vicente Aleixandre y los desbordamientos que franquearon la entrada a la industrialización del mundo de postguerra.
Esa irrupción transformadora lo concibió y lo hizo como fue. Nacido a principios de siglo con la Revolución Trágica de Barcelona y catador de los excesos de Primo de Rivera, saludó el establecimiento de la Segunda República Española, se batió en lucha desigual durante los tres años que rugió desmandada la fiera de la Guerra Civil Española para consumirse y desaparecer el 28 de marzo de 1942 en los excesos de una peregrinación interminable por distintas cárceles de su país.
La poesía de Miguel Hernández serviría para conocer la historia moderna de la España mártir. En sus líneas, como por socavones o laberintos desamparados, desfilan los obreros, los campesinos, el viento crepuscular, el olor de herramientas y de manos, el parto, la novia que se muere de casta y de sencilla, el pequeño yuntero, sudoroso en las páginas de Viento del pueblo. Ni universidades ni maestros asistieron su niñez y adolescencia. Solo el pastoreo de las cabras a orillas del río, el adusto ceño paterno, la negación de lecturas que el padre consideraba inútiles. Se hizo de acero para soportar y de algodón para sentir. Quizá el dios de esa palabra calificada por Steiner como Música del pensamiento, dotó a su verso del equilibrio que precisan la originalidad y la osadía. La rima y la métrica, tantas veces subestimadas, enmarcan gran parte de su obra poética. Sus poemas de factura libre son criaturas sin ataduras, solo obedientes al mandato del oído universal. Como poeta acuciado por la necesidad de utilizar lo que le pertenecía, se derramó en sonetos de estructura cabal. Atreverse a concebir y alumbrar ese ángel arisco que con el nombre de soneto pulsa el acorde más exclusivo de la literatura, es una hazaña pocas veces lograda. Los suyos ni abundan ni rebasan. Son piezas magistrales que se permiten sentir sin abrumar.
Pocas veces la vida y la obra del poeta se retroalimentan de manera tan justa como sucedió con este muchacho quemado prematuramente en una hoguera que a más de setenta años de distancia pide cuentas a los incendiarios. La Guerra Civil Española fue producto de la racha totalitaria que entonces recorría Europa entre sotanas y arreos militares. Quizá la fugacidad con que cruzó un cielo de barbarie condensó en sus treinta y un años de vida una experiencia reflexiva y libre, acuñada a lo largo de siglos de aprendizaje planetario.
Su palabra crece con los días ajena a encasillamientos circunstanciales. La acotación humana se subordina a la prerrogativa del verbo esencial. Su origen campesino y lucha sobrehumana, lo hacen simbólico y delirante. Jugó y perdió, jugó y ganó. Como los naranjales de su tierra levantina, fue producto genuino de la naturaleza. Como ella, ajeno a ráfagas fugaces, como ella encinta de ríos, árboles y batallas.
Gloria Cepeda Vargas
Sobre el autor
Gloria Cepeda Vargas
Reflexiones y poesías
Gloria María Cepeda Vargas es una poeta colombiana de reconocida trayectoria. Oriunda de Cali, ha vivido sus primeras -pero también sus últimas décadas- en Popayán, por lo que se le reconoce como una autora caucana. Es hermana del político Manuel Cepeda Vargas, líder de izquierda asesinado, padre del representante a la Cámara Iván Cepeda Castro. Ha recibido, entre otros, el Primer Premio y Medalla de Oro, Concurso Internacional de Poesía, Bruselas (Bélgica) 1993; Premio de Poesía "Jorge Isaacs", Cali, Colombia, 1995; y la mención Casa de las Américas, La Habana, Cuba (2000). Algunas de sus publicaciones: "Bajo la estrella" (Popayán, 1960), "Cantos de Agua y Viento" (Premio Jorge Isaacs, 1995); "Carta a Manuel" (Popayàn, 1995); "De la vida y el sueño" (Popayán, 2009); "Canta la noche" (Neiva, 2010).
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