Literatura
Deberías llamarte Esperanza
Me interceptaron dos policías en la puerta del articulado y me obligaron a salir. Me requisaron, pidieron mi cédula y me retuvieron veinte minutos a pesar que la señora juraba ante dios que yo no era el individuo que le había sacado la billetera del bolso. Cuarenta minutos después me entregaron los papeles y me dejaron ir.
Subí al primer bus que se detuvo frente a la estación. En el articulado estaba Juana con la nostalgia aferrada a sus ojos.
—Me cuentan que el olvido no te sienta tan mal —cité a Sabina a dos pasos de su silencio.
Levantó la mirada con la certeza de que era yo quien había recitado el verso de la canción que ponía a todo volumen para que supieran ella y Manuel, su esposo, que yo moría de despecho.
Quisiera decir, como afirmé durante años, que ella trajo dolor a mi vida. Pero la verdad es que ni ella, ni yo, ni el amor, ni nadie trajo dolor a mi vida. Sólo llegó como llega la felicidad o la vejez: sin desfiles ni lecturas de bando.
—¿Cómo está Manuel? —le pregunté en un bar que quedaba a dos cuadras del Portal de la 80.
—Terminamos hace algunos años; me sorprende que no lo sepas.
Obviamente debía saberlo porque soy hermano de Manuel.
—Bien sabes que perdí el rastro de mi familia —dije.
La primera vez que estuvimos juntos, fue al borde de una noche de tragos y boleros. Al siguiente día me emborraché nuevamente, salí corriendo de una tienda para no pagar, me robaron en la Avenida Caracas y llegué inconsciente a la Cruz Roja por cuenta de la paliza que me propinó el dueño de la tienda y su hijo. En criterio de muchos, eso era suficiente para renunciar a ese amor. No obstante los consejos de amigos bien intencionados, intenté continuar hasta donde fuera posible, que no fue mucho: Manuel se enteró al poco tiempo. Después nos dimos puños en su casa, en la calle y en todas las reuniones en las que convergía la familia y el alcohol. Al final no hubo familia ni vida. Sólo estaba el recuerdo de Juana invadiendo cada milímetro de mi alma y una botella de ginebra debajo de la cama.
—¿Cómo estás? —indagó Juana.
—Todo por acá está como lo dejaste: Sabina continúa componiéndote canciones, algunos de mis versos imitan tu melancolía y la ilusión sigue esperándote en el Park Way. Con orgullo puedo decir que tu ausencia ya no es una trinchera y que no bebo para olvidarte, sino para celebrar que tu recuerdo dejó de ser una emboscada de soledades.
Descendieron dos lágrimas por sus mejillas.
Manuel le perdonó la infidelidad por el niño, por el qué dirán y especialmente porque quería vengarse lentamente, sin afanes que dieran pie a que una migaja de felicidad pudiera entrar en la vida de Juana. No hubo día que no la hostigara con frases hirientes, amantes ocasionales y reclamos que gritaba frente a quien tuviese la mala suerte de estar presente. Cinco años de esta situación fueron suficientes para que huyera con su hijo a España. Allá tuvieron una vida holgada gracias al auge de la construcción y luego, cuando todo se desplomó a causa de la crisis económica, se vieron obligados a regresar a Colombia. Dos días después, viniendo de una entrevista de trabajo, nos encontramos en el articulado.
—¡Tienes la misma maldita costumbre de tu hermano! —gritó y luego le dio un puño a la mesa que hizo saltar el cenicero y las botellas.
—Perdona; aún no puedo abandonar el destino de mi familia. Empecemos de nuevo, al fin de cuentas tenemos el resto de la vida para equivocarnos mil veces y corregir mil veces más. Podemos ser amigos, amantes, esposos, ex esposos y de nuevo amigos en un ciclo que siempre convergerá a la ceniza de un bolero, a una cerveza y a un beso que borrará las circunstancias que conspiran contra nosotros.
Se limpió las lágrimas con el dorso de la mano, dio un sorbo largo a su cerveza y calló por unos minutos. Después dijo:
—¿En qué ciclo estamos?
—En el que quieras.
Se acercó y me besó suavemente, como si quisiera borrar las palabras de mis labios.
Diego Niño
@Diego_ninho
Sobre el autor
Diego Niño
Palabras que piden orillas
Bogotá, 1979. Lector entusiasta y autor del blog Tejiendo Naufragios de El Espectador.
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