Literatura

Adiós al monarca del reino caimito

Luis Carlos Ramirez Lascarro

21/03/2017 - 06:20

 

Derek Walcott en Saint Malo (Francia, 1993). Fotografía: Ulf Andersen

 

El poeta, dramaturgo y artista visual caribeño Derek Walcott, quien naciera el 23 de enero de 1930 en Castries, Santa Lucia, falleció el pasado 17 de Marzo del 2017 a sus 87 años, tras una larga enfermedad en el mismo lugar que le vio nacer. La isla caribeña de apenas unos 164.000 habitantes que tiene dos Premios Nobel, Walcott y Arthur Lewis (1915-1991), reconocidos con el galardón de Literatura de 1992 y de Economía de 1979, respectivamente.

Elogiado por fundir la tradición cultural antillana con la poesía clásica y moderna en lengua inglesa, es considerado uno de los grandes poetas contemporáneos a pesar de no ser muy conocido en el gran público. Escribió más de quince libros de poesía y alrededor de treinta piezas de teatro, entre ellas la conocida Sueño en la montaña del mono (1970). Entre sus libros de poesía destacan Otra vida (1973), Uvas de mar (1976), El reino del caimito (1979), El viajero afortunado (1981), Verano (1984), El testamento de Arkansas (1987) y Omeros (1990).

Estos son algunos de sus poemas, como homenaje póstumo a este creador de palabra luminosa y fresca e invitación a su lectura apasionante…

 

Uvas Marinas

Esa vela que se inclina hacia la luz,

cansada de las islas,

una goleta navegando hacia el Caribe

 

rumbo a casa, podría ser Odiseo,

atravesando el Egeo;

el padre y marido que

 

espera, bajo agrias uvas ya pisoteadas, es como

el adúltero que escucha el nombre de Nausícaa

en cada graznido de gaviota.

 

Esto no calma a nadie. La antigua guerra

entre el deber y la obsesión jamás

terminará, siempre ha sido la misma

 

para el navegante o para el hombre que en la costa

regresa a casa meneando las sandalias, luego

que Troya expiró su última llama,

 

y la roca del gigante ciego colmó el plato

de las marejadas hasta  lograr que los grandes hexámetros

desembocaran en un oleaje exhausto.

Los clásicos nos pueden consolar. Pero no es suficiente.

 

El amor después del amor

Un tiempo vendrá
en el que, con gran alegría,
te saludarás a ti mismo,
al tú que llega a tu puerta,
al que ves en tu espejo
y cada uno sonreirá a la bienvenida del otro,
y dirá, siéntate aquí. Come.
Seguirás amando al extraño que fuiste tú mismo.
Ofrece vino. Ofrece pan. Devuelve tu amor
a ti mismo, al extraño que te amó
toda tu vida, a quien no has conocido
para conocer a otro corazón
que te conoce de memoria.
Recoge las cartas del escritorio,
las fotografías, las desesperadas líneas,
despega tu imagen del espejo.
Siéntate. Celebra tu vida.

 

Desenlace

Yo vivo solo
al borde del agua. Sin esposa ni hijos.
He girado en torno a muchas posibilidades
para llegar a lo siguiente:

una pequeña casa a la orilla de un agua gris,
con las ventanas siempre abiertas
hacia el mar añejo. No elegimos estas cosas.

más somos lo que hemos hecho.
Sufrimos, los años pasan,
dejamos caer el peso pero no nuestra necesidad

de cargar con algo. El amor es una piedra
que se asentó en el fondo del mar
bajo el agua gris. Ahora, ya no le pido nada a

la poesía sino buenos sentimientos,
ni misericordia, ni fama, ni curación. Mujer silenciosa,
podemos sentarnos a mirar las aguas grises,

y en una vida inundada
por la mediocridad y la basura
vivir al modo de las rocas.

Voy a olvidar la sensibilidad,
olvidaré mi talento. Eso será más grande
y más difícil que lo que pasa por ser la vida

  

La luz del mundo

Kaya ahora, necesito Kaya ahora,

Necesito Kaya ahora,

Porque cae la lluvia.

—Bob Marley

Marley cantaba rock en el estéreo del autobús

y aquella belleza le hacía en voz baja los coros.

Yo veía dónde las luces realzaban, definían,

Los planos de sus mejillas; si esto fuera un retrato

Se dejarían los claroscuros para el final, esas luces

Transformaban en seda su negra piel; yo habría añadido un pendiente,

algo sencillo, en otro bueno, por el contraste, pero ella

no llevaba joyas. Imaginé su aroma poderoso y

dulce, como el de una pantera en reposo,

y su cabeza era como mínimo un blasón.

Cuando me miró, apartando luego la mirada educadamente

porque mirar fijamente a los desconocidos no es de buen gusto,

era como una estatua, como un Delacroix negro

La Libertad guiando al pueblo, la suave curva

del blanco de sus ojos, la boca en caoba tallada,

su torso sólido, y femenino,

pero gradualmente hasta eso fue desapareciendo en el

atardecer, excepto la línea

de su perfil, y su mejilla realzada por la luz,

y pensé, ¡Oh belleza, eres la luz del mundo!

No fue la única vez que se me vino a la cabeza la frase

en el autobús de dieciséis asientos que traqueteaba entre

Gros-Islet y el Mercado, con su crujido de carbón

y la alfombra de basura vegetal tras las ventas del sábado,

y los ruidosos bares de ron, ante cuyas puertas de brillantes colores

se veían mujeres borrachas en las aceras, lo más triste del mundo,

recorriendo a tumbos su semana arriba, a tumbos su semana abajo.

 

El mercado, al cerrar aquella noche del sábado,

me recordaba una infancia de errantes faroles

colgados de pértigas en las esquinas de las calles, y el viejo estruendo

de los vendedores y el tráfico, cuando el farolero trepaba,

enganchaba una lámpara en su poste y pasaba a otra,

y los niños volvían el rostro hacia su polilla, sus

ojos blancos como sus ropas de noche; el propio mercado

estaba encerrado en su oscuridad ensimismada

y las sombras peleaban por el pan en las tiendas,

o peleaban por el hábito de pelear

en los eléctricos bares de ron. Recuerdo las sombras.

 

El autobús se llenaba lentamente mientras oscurecía en la estación.

Yo estaba sentado en el asiento delantero, me sobraba tiempo.

Miré a dos muchachas, una con un corpiño

y pantalones cortos amarillos, una flor en el cabello,

y sentí una pacífica lujuria; la otra era menos interesante.

Aquel anochecer había recorrido las calles de la ciudad

donde había nacido y crecido, pensando en mi madre

con su pelo blanco teñido por la luz del atardecer,

y las inclinadas casas de madera que parecían perversas

en su retorcimiento; había fisgado salones

con celosías a medio cerrar, muebles a oscuras,

poltronas, una mesa central con flores de cera,

y la litografía del Sagrado Corazón,

buhoneros vendiendo aún a las calles vacías:

dulces, frutos secos, chocolates reblandecidos, pasteles de

nuez, caramelos.

Una anciana con un sombrero de paja sobre su pañuelo

se nos acercó cojeando con una cesta; en algún lugar,

a cierta distancia, había otra cesta más pesada

que no podía acarrear. Estaba aterrada.

Le dijo al conductor: «Pas quittez moi a terre»,

Qué significa, en su patois: «No me deje aquí tirada»,

Qué es, en su historia y en la de su pueblo:

«No me deje en la tierra» o, con un cambio de acento:

«No me deje la tierra» [como herencia];

«Pas quittez moi a terre, transporte celestial,

No me dejes en tierra, ya he tenido bastante».

El autobús se llenó en la oscuridad de pesadas sombras

que no deseaban quedarse en la tierra; no, que serían abandonadas

en la tierra y tendrían que buscarse la vida.

El abandono era algo a lo que se habían acostumbrado.

Y yo les había abandonado, lo supe allí,

sentado en el autobús, en la media luz tranquila como el mar,

con hombres inclinados sobre canoas, y las luces naranjas

de la punta de Vigie, negras barcas en el agua;

yo, que nunca pude dar consistencia a mi sombra

para convertirla en una de sus sombras, les había dejado su tierra,

sus peleas de ron blanco y sus sacos de carbón,

su odio a los capataces, a toda autoridad.

Me sentía profundamente enamorado de la mujer junto a la ventana.

Quería marcharme a casa con ella aquella noche.

Quería que ella tuviera la llave de nuestra cabaña

junto a la playa en Gros Ilet; quería que se pusiese

un camisón liso y blanco que se vertiera como agua

sobre las negras rocas de sus pechos, yacer

simplemente a su lado junto al círculo de luz de un quinqué de latón

con mecha de queroseno, y decirle en silencio

que su cabello era como el bosque de una colina en la noche,

que un goteo de ríos recorría sus axilas,

que le compraría Benin si así lo deseaba,

y que jamás la dejaría en la tierra. Y decírselo también a los otros.

 

Porque me embargaba un gran amor capaz de hacerme

romper en llanto,

y una pena que irritaba mis ojos como una ortiga,

temía ponerme a sollozar de repente

en el transporte público con Marley sonando,

y un niño mirando sobre los hombros

del conductor y los míos hacia las luces que se aproximaban,

hacia el paso veloz de la carretera en la oscuridad del campo,

las luces en las casas de las pequeñas colinas,

y la espesura de estrellas; les había abandonado,

les había dejado en la tierra, les dejé para que cantaran

las canciones de Marley sobre una tristeza real como el olor

de la lluvia sobre el suelo seco, o el olor de la arena mojada,

y el autobús resultaba acogedor gracias a su amabilidad,

su cortesía, y sus educadas despedidas

 

a la luz de los faros. En el fragor,

en la música rítmica y plañidera, el exigente aroma

que procedía de sus cuerpos. Yo quería que el autobús

siquiera su camino para siempre, que nadie se bajara

y dijera buenas noches a la luz de los faros

y tomara el tortuoso camino hacia la puerta iluminada,

guiado por las luciérnagas; quería que la belleza de ella

penetrara en la calidez de la acogedora madera,

ante el aliviado repiquetear de platos esmaltados

en la cocina, y el árbol en el patio,

pero llegué a mi parada. Delante del Hotel Halcyon.

El vestíbulo estaría lleno de transeúntes como yo.

Luego pasearía con las olas playa arriba.

Me bajé del autobús sin decir buenas noches.

Ese buenas noches estaría lleno de amor inexpresable.

Siguieron adelante en su autobús, me dejaron en la tierra.
Entonces, un poco más allá, el vehículo se detuvo. Un hombre

gritó mi nombre desde la ventanilla.

Caminé hasta él. Me tendió algo.

Se me había caído del bolsillo una cajetilla de cigarrillos.

Me la devolvió. Me di la vuelta para ocultar mis lágrimas.

No deseaban nada, nada había que yo pudiera darles

salvo esta cosa que he llamado «La luz del mundo».

 

Luis Carlos Ramírez Lascarro

@luiskramirezl

Sobre el autor

Luis Carlos Ramirez Lascarro

Luis Carlos Ramirez Lascarro

A tres tabacos

Luis Carlos Ramírez Lascarro (Guamal, Magdalena, Colombia, 1984). Historiador y gestor patrimonial, egresado de la Universidad del Magdalena y Maestrante en Escrituras audiovisuales en la misma universidad.

Autor de los libros: Confidencia: Cantos de dolor y de muerte (2025); Evolución y tensiones de las marchas procesionales de los pueblos de la Depresión Momposina: Guamal y Mompox (en coautoría con Xavier Ávila, 2024), La cumbia en Guamal, Magdalena (en coautoría con David Ramírez, 2023), El acordeón de Juancho (2020) y Semana Santa de Guamal, Magdalena, una reseña histórica (en coautoría con Alberto Ávila Bagarozza, 2020).

Ha escrito las obras teatrales Flores de María (2020), montada por el colectivo Maderos Teatro de Valledupar, y Cruselfa (2020), monólogo coescrito con Luis Mario Jiménez, quien también lo representa. Su trabajo poético ha sido incluido en antologías como: Quemarlo todo (2021), Contagio poesía (2020), Antología Nacional de Relata (2013), Tocando el viento (2012), Con otra voz y Poemas inolvidables (2011), Polen para fecundar manantiales (2008) y Poesía social sin banderas (2005), y en narrativa, figura en Elipsis internacional y Diez años no son tanto (2021).

Como articulista y editor ha colaborado con las revistas Hojalata, María mulata (2020), Heterotopías (2022) y Atarraya cultural (2023), y ha participado en todos los números de la revista La gota fría (No. 1, 2018; No. 2, 2020; No. 3, 2021; No. 4, 2022; No. 5, 2023; No. 6, 2024 y No.7, 2025).

Entre los eventos en los que ha sido conferencista invitado se destacan: Ciclo de conferencias “Hablando del Magdalena” de Cajamag (2024), con el conversatorio Conversando nuestra historia guamalera; Conversatorio Aproximaciones históricas a las marchas procesionales de los pueblos de la Depresión Momposina: Guamal y Mompox (2024); Primer Congreso de Historia y Patrimonio Universidad del Magdalena (2023), con la ponencia: La instrumentalización de las fuentes históricas en la construcción del discurso hegemónico de la vallenatología; el VI Encuentro Nacional de Investigadores de la Música Vallenata (2017), con Julio Erazo Cuevas, el juglar guamalero; y el Foro Vallenato Clásico (2016), en el marco del 49º Festival de la Leyenda Vallenata, con Zuletazos clásicos.

Ha ejercido como corrector estilístico y ortotipográfico en El vallenato en Bogotá, su redención y popularidad (2021) y Poesía romántica en el canto vallenato: Rosendo Romero Ospino, el poeta del camino (2020), donde además participó como prologuista.

Realizó la postulación del maestro cañamillero Aurelio Fernández Guerrero a la convocatoria Trayectorias 2024 del Ministerio de Cultura, en la cual resultó ganador; participó como Asesor externo en la elaboración del PES de la Cumbia tradicional del Caribe colombiano (2023) y lideró la postulación de las Procesiones de semana santa de Guamal, Magdalena a la LRPCI del ámbito departamental (2021), obteniendo la aprobación para la realización del PES en 2023, el cual está en proceso.

Sus artículos han sido citados en estudios académicos como la tesis Rafael Manjarrez: el vínculo entre la tradición y la modernidad (2021); el libro Poesía romántica en el canto vallenato: Rosendo Romero Ospino, el poeta del camino (2020) y la tesis El vallenato de “protesta”: La obra musical de Máximo Jiménez (2017).

@luiskramirezl

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