Literatura
“La realidad se vuelve ficción cuando se copia a sí misma”: Néstor Quiróz
Desde pequeño la lectura y la escritura lo atraparon con un abrazo envolvente, de aquellos que no terminan nunca. Por eso hoy el cuento se ha convertido en un refugio natural, un lugar adonde volver para sentir lo vivido.
Nacido en Curumaní (Cesar), el abogado y escritor Néstor Quiróz publica “Adornos peligroso y otras ficciones” (Uniediciones de Bogotá, 2017), un libro de relatos en el que narra la realidad de la costa Caribe de Colombia, esa realidad ajena al paso del tiempo, una cotidianidad poblada de personajes entrañables, llenos de ilusiones, pero incomodados por la virulencia del entorno.
En esta entrevista, Néstor Quiróz revela cómo llegó al cuento, qué fue lo que le sedujo, pero también las claves detrás de los cuentos que escribe. Su cuento “Un sueño de Navidad” nos permite, además, adentrarnos en su obra recientemente publicada.
¿Cómo y cuándo empezó a escribir cuentos?
Para mí fue una manifestación innata, creo. Las dificultades sociales, la obscuridad, las incomodidades de la época me impusieron una condición: leer. Con asfixiantes mechones de keroseno me alumbraba para, noche tras noche, devorar toda la literatura universal que hurtaba de la biblioteca parroquial. Después de leer y leer ávidamente, el paso que sigue es la escritura, que hube de haber comenzado a muy escasos años de vida. La rutina y la sordidez en la que vivíamos en el Curumaní de antaño, me regaló la oportunidad de empezar por el género bucólico y pastoril donde narraba mis travesuras en el campo y en las extensas sabanas de mi pueblo. Escribía con una cánula atada, con un poco de hilo, a un delgado madero que hundía de manera constante en un frasco de tinta china. Mi mundo era mi entorno y eso narraba. Desde entonces no he parado de escribir.
¿Qué le atrae especialmente en el cuento?
Para Edgar Allan Poe, Guy de Maunpassant, Rulfo, Cortazar, etc., lo atractivo del cuento es la unidad de efecto o impresión que nace de la poca extensión del relato. Esta debe provocar en la psiquis de quien inicia la lectura, un poderoso impacto que debe obligar al lector a no dejar sin terminar lo que ya inició. El relato se vuelve, entonces, asfixiante, denso, capaz de ahogar con el hilo conductor de la narración, porque su brevedad obliga a ser leído de un tirón. Lo que no ocurre con los géneros largos como la novela, en donde las pausas, la interrupción de la lectura del texto, generalmente terminan con el suspenso, la sorpresa de ánimo. A mí me atrae eso: La contundencia, la atmósfera subyugante provocada por el músculo narrativo y por un final de impacto.
A la hora de escribir un cuento, ¿Cuáles son los elementos, las historias y personajes que más le llaman la atención?
Para muchos escritores uno narra vivencias. No hay un trabajo que no sea autobiográfico o, por lo menos, que no contenga girones de uno mismo. Por eso uno le canta y narra la cotidianidad. Ya Horacio Quiroga lo dijo en “Un decálogo del perfecto cuentista”: Tus personajes deben estar descritos en un ambiente en el que uno de ellos pudiste haber sido tú mismo. No de otro modo se les puede dar vida. Por eso el hombre inventó la ficción con Las mil y una noche, para crear personajes que se parecieran a él sin ser él, para hablar de uno sin ser uno. La realidad se vuelve ficción cuando se copia a sí misma. De eso es lo que trata Mentiras verdaderas, de Sergio Ramírez. Los personajes de un cuento, no están predeterminados, van apareciendo y cobrando vida en la medida en que la narración los vaya necesitando. Aparecen y desaparecen con la misma velocidad en que aparecieron, son accidentes.
En su cuento “Sueños de Navidad”, publicado dentro del libro “Adornos peligrosos y otras ficciones” el contexto del conflicto aparece tácitamente en la trama. ¿Es éste libro un retrato de la dura realidad colombiana?
A pesar de que algunos relatos tienen sus años, parecen haber sido escritos ayer. La sordidez de La gota derramada; la violencia histórica expresada en Valientes derrotadas; el amor de padre no agotado en Las cartas de María Paula, etc., son manifestaciones o retratos de la dura realidad, que se entremezclan con el afecto y el cariño que nace en medio de la guerra, con la amistad y la mano tendida que vemos emerger, en estos momentos, sobre la sangre derramada por una violencia expósita.
¿Qué autores u obras marcaron su trayectoria como escritor? ¿Y cuáles influyeron especialmente en usted?
Muchos cuentistas, pedagogos y académicos del cuento, me marcaron: además de los ya citados no puedo olvidar al ruso Vladimir Propp y a su extensa obra Las Raíces históricas del Cuento, la cual me obligaron a diseccionar en mis cursos de literatura en Caracas, Venezuela, dentro de la majestuosa y solemne casa de Don Andrés Bello. Tampoco puedo pasar por alto a Fernández de Lizardi y su obra El periquillo sarniento, la que me sacó más de una cana comprenderla. Antón Chéjov, Jorge Luis Borges, Skármeta, Monterroso, el canon podría ser interminable si no fuera por el espacio.
Finalmente, ¿considera que la Navidad es un periodo del año que invita a leer o compartir cuentos?
La navidad suele ser propicia para muchas cosas que se dejan de hacer en otras épocas del año. La lectura es una de ellas. Emprender el hábito lector debe ser un reto con el fin de mejorar los índices de lecturabilidad, que en nuestro caso están por debajo de la media de otras naciones con igual cultura que la nuestra. Si no comenzamos a leer hoy, mañana puede ser peor. Se debe leer lo que sea, pero leamos. Sobre todo, ahora que somos Homo erectus. A eso invita mi cuento Sueños de Navidad.
SUEÑOS DE NAVIDAD
I
Con apenas catorce años de edad, a Carlitos lo han madurado biche los golpes de la vida. Aun así, es inquieto. Deambula solitario por las calles pidiendo cualquier cosa. Es el sostén de la familia, reducida a la madre y a otro hermano menor que él. Carga, durante largas caminatas, dos pesados talegos. En el que luce más limpio, guarda la comida que le han dado por ahí. En el otro, sucio y raído, acomoda latas de refresco, cartón, paletas de helados, periódicos viejos y mil cosas más, que luego utilizará en la construcción de su propio mundo de fantasía. Hoy, está triste. Es 24 de diciembre y el pueblo se mueve al ritmo de una bomba navideña. Carlitos, en cambio, camina apesadumbrado al son de los recuerdos.
–Otro año sin mi padre –dice entre dientes.
Hace un lustro que murió. Con el dolor anidado todavía en su alma, avanza por entre basurales, recordando a la vaca que le daba hasta tres totumas rebosantes de espuma que bebía con ruidosos sorbos, todas las mañanas. Además, va pensando en las manos ásperas de su papá, en el par de ojillos vivaces y en el espeso bigote que cubría sus labios.
–Maldita violencia –dice terminando el recorrido.
Llega descalzo y cansado a la choza, construida con la ayuda de unos vecinos desplazados como él. Descarga los pesados talegos frente a su madre para decirle: “Mamá, me asomé por una ventana y alcancé a ver una mesa grandota dispuesta para la cena navideña. El mantel era blanco; el Papá Noel, barrigón, estaba cargado de regalos; el árbol de Navidad era tan alto, que tocaba el techo con las ramas. Me retiré maravillado con lo que veía, mamá, y mareado con los olores de la comida”, termina melancólico. Sobre un jergón detestable, se echa bocabajo. Lo acompaña Tano, su hermanito, y ella que lo consuela:
–Mijito, eso no es nada, Dios sabe cómo hace sus cosas.
–Así es, mamá.
De mejor ánimo, se incorpora para guardar la bazofia en la alacena de la cocina. Luego hurga entre la basura recogida. Extrae trozos de pino navideño, instalaciones rotas de luces intermitentes, retal de musgo artificial. Ante el desorden, Carlitos no sabe por dónde comenzar.
–¡Por aquí! –grita la mamá que acaba de alimentar dos pichones de torcaz–. La tarea es armar el arbolito de Navidad y el pesebre antes de que anochezca.
–Acurrucados, ponen una ramita aquí, otra ramita allá. “¡Qué bello va quedando!” Instalan las luces intermitentes, que Carlitos remendó, esparcen el musgo por el pesebre y cuelgan espirales dorados que giran locamente. “¡Hermoso!”, gritan al unísono, llenos de felicidad. Segundos después se escucha…:
–Rápido, cójame el pegante, las tijeras..., engrúdele almidón al papel periódico..., traiga aserrín, yerba…, más cartón. Enseguida, todos los muñecos están listos. Igual, el amplio lago de los cisnes y las figuritas de José y María, hechas de plastilina.
II
Carlitos frecuenta una vieja casona, de cerca desportillada, por donde entra y sale el muchacho cargado de unos frutos pesados que recoge bajo el ramaje sin fronda de un totumo para convertirlos en animales domésticos que regará por su imaginaria hacienda ganadera. Llegar hasta ella hoy, le implicó levantarse temprano. En el potrillo alazán recorrió el hato lechero.
–¡Uf! –exclama cuando termina. Después anota en la palma de la mano, convertida en libreta de apuntes, las novillas, los becerros de levante, las yeguas criollas, que pastan en el patio. De repente…:
–¡Taaano!, ayudame con el maíz para las bestias, ponele yerba a los burros, agua a las vacas.
–¡A las vacas nooo, porque me cachan! –contesta Tano, que le hace una morisqueta irónica a su hermano. Carlitos se dispone a desensillar y a bañar el potrillo. Luego, el potro alazán descansa recostado en un rincón de la cocina, la silla de montar, en el platero antes que de Eloisa, su mamá, lo tome para bajar las ollas del fogón.
III
De éste, ella bajó el perol de la aguapanela para que se reposara. En tanto Carlitos está pendiente de algo que hace falta. ¡Ah!, la cuna del Niño Jesús y los Reyes Magos. Y..., ¿a Carlitos? Tampoco le falta nada, pues estrenará el conjuntito de rayas que alguien le tiró en la cara sin asomarse, apenas él espichó el timbre…
–Se enfría la aguapanela –grita la mamá desde la cocina.
Tano llega trastabillando primero a la mesa. Va enfundado en un mameluco dos tallas más grandes que la suya. Carlitos luce el vestido de rayas que le dio la persona que no quiso mostrarle el rostro. Su mirada es sombría.
–Vení, Carlitos. Escucha estas voces que se filtran por la ventana. Son unos amiguitos que, en pandilla, se juntaron para corretear por la enlodada cancha de micro. No les contesta. Ni siquiera a los que le ofrecen encender chispitas mariposa. Está soplando la taza de aguapanela caliente y pensando en que pasará estas fiestas en compañía de su padre. Vuelve al cuarto donde la mamá lo encuentra desvistiéndose.
–Por lo menos juegue un rato con su hermano –le dice.
–Estoy cansado y tengo sueño, mamá.
–Entonces, acuéstese, hijo –se despiden con un abrazo, sin que a Carlitos le importe que falte poco para la media noche.
IV
Frente a la iglesia, un espectáculo pirotécnico. Una banda de músicos de viento que toca a reventar. Una multitud que estalla en aplausos cuando la plaza resplandece bajo la luz multicolor de los fuegos artificiales. Carlitos se sobresalta con cada explosión y se revuelca nervioso debajo de la cobija. Aun no duerme, pero sigue pensando en que pasará una Navidad feliz. Minutos después, escucha los doce tañidos que indican el nacimiento del Niño Jesús. En esos momentos, el sueño lo va arrastrando por un camino bifurcado. La ruta de la izquierda es estrecha y salpicada de sangre. Hay monstruos, allí, que le impiden el paso. Regresa al punto de partida para tomar la ruta de la derecha que lo acerca a un mar de aguas opalinas. Navega sobre sus olas, luego se sumerge por abisales poblados de antediluvianas criaturas. La planicie abisal lo extasía, mientras las doncellas del lugar le ofrecen transportarlo hasta aguas menos profundas.
Juntos, emergen en una isla de fina arena blanca. Cerca de la playa se levanta un castillo cercado de murallas. Ahí lo recibe un ser enigmático que tiene el rostro cubierto con una máscara de plumas. Hay bufones, magos, en el lugar. Y una orquesta que le da la bienvenida interpretando una bomba navideña. La alegría es desbordante.
De entrada, le entregan un pequeño recipiente con una bebida espesa, amarga. Toma con dificultad un largo sorbo. Enseguida, el muchacho ve su cuerpo envuelto por un aura fosforescente y hace muecas de ardor que le arrancan carcajadas a los presentes. Ahora está viendo borroso. Se frota los ojos para ver mejor a la doncella que le extiende la mano invitándolo a bailar. Lo sorprende el diamante de colores iridiscentes que luce en el anular derecho. Es el mismo que estaba engastado en el anillo de oro que portaba la mano de la persona que entreabrió la puerta para regalarle el conjuntito que luce.
Cesa la música y un solo profundo de trompeta ordena seguir a la mesa.
–¡Guaaao!, es la misma que vi por los cristales de aquel ventanal –dice al ver los manjares servidos.
–¡Mmm, huele a rico! –dice aspirando el olor de las alcamonías. Lo escolta de cerca el señor de la máscara.
–¡Guácala! –dice y escupe un grano masticado de pimienta negra.
–El cocinero lo toma para mostrarle el resto de las viandas que servirán:
–Este es un suculento pavo relleno con nuez moscada traída de Oriente –le dice y continúa; aquel es un apetitoso faisán rociado con sustancias aromáticas; lo que está en aquella marmita es un pernil de cerdo ahumado, traído de rancias charcuterías españolas–. Carlitos sale de la cocina para revolcarse en el césped. Se levanta y corre con porciones de comida en la mano que luego lanza a los comensales, muerto de la risa. La luz fosforescente que despide su cuerpo se intensifica cuando el señor de la máscara lo levanta en vilo con sus manos ásperas. Suben por unos escalones en caracol. “¡Qué lindo!”, exclama apenas lo descargan sobre el piso de mármol reluciente. “Adelante”, escucha que le dicen. Creyó reconocer la voz. De un amplio salón, delicadamente decorado, sale corriendo Tano para entregarle un carrito lleno de regalos. Carlitos lo abraza, lo besa y le pregunta por la mamá. “Es la que reparte las golosinas”, le dice, mostrándole una caja de chocolates que saca de un bolsillo del mameluco. El hombre de la máscara sonríe y los toma de la mano.
–¿Adónde vamos, señor?, pregunta Carlitos.
–Al lugar más fantástico visto nunca –le contesta el señor con voz de ultratumba.
–Y... ¿allá nos vendrá mejor?
–Sí.
Los chicos, muertos de curiosidad, quieren saber quién les habla. Para averiguarlo deciden retirar, al mismo tiempo, la máscara del rostro momificado. Los destellos, que de allí se desprenden, les lastima severamente la vista. Aun así alcanzan a identificar el par de ojillos vivaces, el bigote espeso.
¿Papá? –preguntan.
Él asiente con la cabeza.
–¿Papáaa?, ¡papaíiito! –gritan en coro los niños y los tres, abrazados, lloran de la emoción, mientras afuera los perros, que le ladran al ganado, despiertan a Carlitos que exclama:
–¿Mamáaa?, ¡qué Navidad más hermosa pasé junto a mi padre!
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