Literatura
Algarabía de loros
Me desperté cuando la luz se filtró por las cortinas. Las tejas de zinc parecían palpitar bajo el sol del mediodía. Tenía sed. Pasé la lengua por labios de lija. El susurro de las tejas fue sobrepasado por el grifo del lavadero que estaba frente a mi cuarto. El murmullo del agua trajo el recuerdo de mi novia gritándome a las tres de la mañana en el parque de algún pueblo de Cundinamarca. Quise recordar más, pero mi cerebro se apagó. Tomé aire y me levanté sin ánimo. Al otro lado de la puerta estaba mi mamá lavando la ropa.
—¡Linda su vida! No sólo se da el lujo de no trabajar, sino de emborracharse hasta el amanecer —Retorció un pantalón y lo azotó contra el lavadero—. ¡Claro! Como el señor tiene la esclava que le limpia la mugre, que le hace de tragar, que le da plata…
Continuó alegando mientras yo bajaba las escaleras. Sus palabras se estrellaron contra el ladrillo desnudo, transformándose en algarabía de loros. Entré a la cocina de la que salí con la olleta de chocolate en la mano. Fui a la sala en la que mi abuela estaba sentada en el sofá con los ojos puestos en el vacío y las manos apretando un pañolón negro. Eso era todo lo que hacía desde la noche que mi mamá le gritó a mi papá que era un marica por permitir que «metieran esa anciana de mierda a mi casa». No solo lo grito frente a mi abuela, sino que la señaló cuando dijo «anciana de mierda».
—Abue, ¿enciendo el televisor?
No dijo nada. Ni siquiera parpadeó.
—Abue, ¿está bien? —pregunté por preguntar, porque era la primera vez que estaba tranquila. Ni siquiera le silbaban los pulmones como si tuviera un grillo en el pecho. Contemplé el bozo que le oscurecía el labio, miré hacia adelante, levanté la olleta y di un sorbo mientras escuchaba la algarabía de loros que continuaba hostigando desde el lavadero.
—¿Sabía que existe la mamá de todas las bolsas? —preguntó mi abuela.
—¿Señora?
—Es así de grande —Puso la palma de la mano a sesenta centímetros del piso—; es de dos tonos de azul: uno claro y otro oscuro. El oscuro ocupa la mayor parte de la bolsa y el claro es un cuadrado chiquito que tiene dos flechas blancas: una que se curva hacia la derecha y hacia abajo, llegando justico donde nace la otra que se curva hacia la izquierda y hacia arriba —concluyó con una sonrisa vacía.
Acerqué mi cara como si quisiera escrudiñar su mente. En el acercamiento vi migajas aferradas a sus encías marchitas. Esa imagen me llevó a la noche anterior: la colecta para el aguardiente con el parche de Económicas, el porro con los de Humanas y el brownie de marihuana que me regaló una nena que se llamaba Salomé, y que resultó ser —para mi mala suerte—, amiguísima de mi novia.
—Abue, ¿se comió el brownie que dejé sobre la mesa?
—¿Quiere? —preguntó al tiempo que sacaba un terrón debajo del pañolón.
Lo metí a la boca y lo pasé con el último sorbo de la olleta.
—Estamos encerrados en un cajón de sombras —señaló el televisor apagado.
Contemplé nuestras siluetas deformándose en la barriga de la pantalla del televisor.
—¿Será que podremos salir con vida? —continuó.
La algarabía de loros fue subiendo en intensidad hasta que se hizo nítida cuando mi mamá se paró en la puerta de la sala con las manos en la cintura:
—¡Lindo el par de zánganos!
Diego Niño
@diego_ninho
Sobre el autor
Diego Niño
Palabras que piden orillas
Bogotá, 1979. Lector entusiasta y autor del blog Tejiendo Naufragios de El Espectador.
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