Literatura
Con los ojos marchitos
La escritura, al igual que la carpintería, es un oficio que se aprende por la acumulación de horas de trabajo. Los novatos echamos lija, serruchamos, martillamos puntillas de media pulgada, echamos bóxer y otros procesos que sólo requieren de pulso y algo de paciencia. Después se nos permite hacer cortes exactos, ensamblar piezas que requieren de pequeños pero precisos movimientos de la muñeca. Con el paso del tiempo, el aprendiz es hábil en el arte de los matices: el ojo es capaz de reconocer un desfase de un milímetro, no es necesario pasar la mano para tener la certeza de que falta pasar una lija fina y se encuentra la diferencia de dos tonos con una precisión mayor a la de un software.
Justamente esa capacidad de trabajar en el matiz es la que diferencia un escritor novato de un profesional. El aprendiz narra sin detenerse en los matices. Martilla, corta, serrucha, ensambla historias gruesas, centradas en el argumento, sin que haya trabajo en las tonalidades que dan las circunstancias o los personajes. El profesional, por el contrario, se esfuerza en presentar la sombra que perfila al protagonista, la descripción que ilumina el espacio, el pequeño giro que enriquece la trama.
No hay duda que el dominio de matices es la regla de los cuentos de “Hay días en que estamos idos” de Andrés Mauricio Muñoz. Pero no sólo es el matiz en los personajes, de suyo difícil, sino en las relaciones familiares. El matrimonio que se desgasta hasta el agotamiento, la esposa que pide un hijo en medio de una crisis, el desplome del esposo que pierde el empleo. Andrés penetra en la familia, ese templo que pocos escritores pisan, con una facilidad asombrosa. Pero no es una intromisión aparatosa: entra sin zapatos para no ensuciar el tapete, deambula por la casa hasta que encuentra una esquina desde la que suelta la historia. En pocos minutos se ven las luces del matrimonio, las grietas de un cruce de miradas, el filo de un silencio. La familia se encaja y desencaja mientras el lector resbala por las circunstancias en un doble andamiaje en el que el argumento va sobre rieles y los personajes están sujetos a unas bisagras de doble giro.
Las historias se cuentan con el tono que usaría un hombre de cuarenta años que habla de problemas con sus hijos, fracasos matrimoniales, chismes de oficina o anécdotas de su familia. Algunas veces se tiene la sensación de que el narrador paladea una copa de vino mientras se detiene en los detalles. Otras veces las pausas, los cambios de párrafo, parecen espacios para saborear un jamón o un queso. Es como si el narrador les hablara a los pocos amigos que quedan a los cuarenta. A esos amigos que te vieron crecer, hacerte hombre, casarte, tener hijos, sufrir con el matrimonio y la paternidad. Amigos que están en trance de separarse o emprendiendo un segundo matrimonio. Amigos que les llegará el turno de contar su historia: masticarán un trozo de jamón, tomarán la copa y deshojaran la anécdota que tendrá expectantes a sus compañeros de mesa.
Por esa razón celebro la existencia de un conjunto de cuentos escritos por un hombre en ejercicio de la madurez existencial y literaria. Un hombre que se ha entrenado en los matices de las relaciones familiares como el viejo carpintero que examina la mesa con los ojos marchitos. Celebro, además, que el autor sea un hombre que no ha dudado de su vocación de escritor. Esa certeza barre cualquier conato de vanidad, cualquier posibilidad de envanecimiento que manche los cuentos que escribió con la paciencia y sabiduría del ebanista que construye juguetes para que los niños se pierdan en su contemplación.
Diego Niño
@diego_ninho
Sobre el autor
Diego Niño
Palabras que piden orillas
Bogotá, 1979. Lector entusiasta y autor del blog Tejiendo Naufragios de El Espectador.
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