Literatura
Corazón de ceiba
“Las Piñas”, así se llamaba la finca que, una vez desatada la violencia del 48, habría de quedar bajo la administración de “Papá Carlos”, mi abuelo, un férreo hombre de campo con apenas treinta años.
Su propietario, el ocañero Carlos Casadiegos, de filiación liberal, una madrugada tuvo que salir huyendo por el camino de herradura “Lucaical”, ruta que unía a las veredas “Los Pantanos”, “Pedregal” y “La Meza” con “El Agua de la Virgen” hasta Ocaña. La “Chusma conservadora” lo andaba buscando. El abuelo lo acompañó, lo resguardó y lo dejó sano y salvo en el interior de la Catedral de Santa Ana para regresar pronto a “Las Piñas”. Antes de volver pasó la tarde y la noche en su casa en el barrio Jerusalén de Río de Oro; le comentó a la abuela “Clara” la nueva tarea que habría de emprender y acordaron juntos que cuando vinieran las vacaciones escolares de José de La Cruz, Ilva Rosa, Luis Carlos y Manuel Dolores, ella los llevaría a tierra caliente junto con “Padrino Juan”, “Pacha” y Alfonso Enrique que acababa de nacer; no contaban ellos con que la tía abuela Carmen nunca lo aflojaría mientras estuviera viva. Charló también esa noche con sus amigos José Eusebio Casadiegos y Ernesto Meneses tomando café caliente con “cuca” en la cocina de Victoria Manosalva; antes de irse a dormir ya los había convencido para que viajaran con él bien temprano en la mañana.
Cuando en el fogón de Tilcia la de Tedeoro Arias y en el de Bernabela Caselles apenas comenzaba a juntarse la candela, ya en los de Clara Casadiegos, Adela Meneses y Victoria Manosalva el tinto había hervido, las arepas y el pescado se habían asado, los avíos ya estaban envueltos en hojas con ganchos de plátano y el abuelo y sus amigos ya estaban lejos, cruzando la quebrada “Peralonso” y con ansias de llegar pronto a “Las Piñas” para desayunar cada uno. “Las Piñas”, estaba ubicada en la margen derecha de la “trilla” que de “Puerto Nuevo” llegaba a “Montecitos”.
La casa de la finca tenía las paredes construidas en bahareque, y caballete de madera redonda con techo de palma y los pisos en tierra pisada; los gastos se cubrían con el cultivo de plátano, la cría de gallinas, piscos y cerdos, más lo producido por la venta de los rollos de leña y de la madera aserrada de las ceibas de sus predios o de las que tenía que comprar el abuelo en las fincas vecinas de Meco, Montecitos y Puerto Nuevo.
La vasta lista en el cuaderno de “fiaos” de la tienda de “Mercedes Arenas” en “Cuatro Esquinas” quedaba en ceros cada vez que el abuelo sacaba los viajes de plátano y regresaba a la casa del pueblo cargado de tres sacos con malibúes, ciruelas jobas, plátanos hartones y cuatro filos, malangas y carne salada de conejo, saíno y ñeque.
Aquellos dos años en que el abuelo por primera vez fue administrador de fincas, transcurrieron con una moderada calma, hubo mucho por hacer con el cultivo de plátanos que si bien no requería de mucho cuidado exigía extenuantes jornadas de recolección y venta en su época de cosecha: había plátanos para vender por bultos en las tiendas de Montecitos, Los Ángeles, Puerto Nuevo, Río de Oro, en el mercado de Ocaña y para llevar una buena provisión que no solo alcanzaba para la casa de Don Carlos Casadiegos, sino también para la casa de la abuela y hasta para repartirle a todos los vecinos en Jerusalén. La rutina de los meses en “las Piñas” solo cambiaba cuando llegaba la abuela con sus hijos pequeños; mamá recuerda que en esa época todos sus hermanos eran niños, que llegaban felices para descansar por un tiempo de los pellizcos de la “Niña Cleofita” su maestra donde María Pinto y al estar en la finca lo más divertido era coger para los platanales a pie limpio, sentir la suavidad de la pulpa de los plátanos maduros pisados y espichados bajo las hojarascas e intentar desgajar de los racimos los que ya estaban maduros o “pintones” para comérselos; la alegría de los niños y del abuelo terminaba con los constantes regaños provenientes de mi bisabuela “Pacha”, quien arribaba en compañía de Juan Evangelista, su hijo menor, a poner orden en la casa. Al abuelo también le inquietaban los frecuentes temores de José Eusebio que, noche tras noche, recibía una lluvia de piedras, semillas y bolas de barro que venían desde el “soberao” y aterrizaban sobre su humanidad cuando se acostaba en la hamaca a dormir; era un “duende” que no lo dejaba quieto: lo acosaba por no rendirse a los amores de una morena que conoció en “Totumal”.
La aserrada artesanal de madera era un oficio que requería mucho esfuerzo físico, eran pocos los aserradores y la demanda era alta y aunque el abuelo viajaba periódicamente a Ocaña a rendirle cuentas al propietario de “Las Piñas”, ya se le había metido en la cabeza que pronto abandonaría aquella estancia; el cuidado de todos los pormenores de la finca no le estaba dando los ingresos que él requería y le quitaba tiempo a su oficio principal que era el de aserrador.
El abuelo entregaría “Las Piñas” y le metería el hombro al trabajo de aserrar; muy pronto se convirtió en un aserrador con pericia y con la experiencia para coordinar y administrar el trabajo de un grupo importante de hombres que durante mucho tiempo tumbaron árboles en una vasta región que abarcaba el extremo sur del municipio de Rio de Oro en los límites con Aguachica. Entre aquellos, sobresalían José “Chepe” Osorio, Antonio Santana, Hernando Santana, Dimas Santana, José Eusebio Casadiegos, Ernesto Meneses, Ángel Custodio Durán, Benjamín Meneses, Elí Hernández, Miro Arias y Daniel Uribe. Los árboles preferidos por el abuelo para ser aserrados eran las ceibas toluas, ante todo, seguidas de cedros, caobas, robles, piñones y carretos. El abuelo siempre decía que la ceiba tolua era la más apreciada, por el tamaño y altura de su tronco, que la calidad de su madera la hacía muy valiosa y del gusto de los compradores por su estabilidad a pesar de su grandor, por su resistencia al comején y a las plagas, por el aspecto bonito de los acabados, porque su madera liviana y blanda facilitaban la forma de trabajarla, transportarla y comercializarla; en palabras suyas decía: la ceiba tolua es el más noble de los árboles, el más agradecido y el que más beneficios brinda.
Al poco tiempo El abuelo, en condición de aserrador experimentado, llegaría a las tierras de Don Tulio Ramírez Varón, tolimense dueño de la hacienda “Angosturas” y de terrenos que iban desde la vereda “El Jaguil” hasta “Los Ángeles”. Allí demostraría su pericia para el trabajo de aserrar y su responsabilidad para cumplir los contratos que se hacían a su nombre. Don Tulio y el abuelo se hicieron grandes amigos y nunca juraron, sino que daban su “palabra” en calidad de estricto cumplimiento ante cualquier compromiso.
La amistad con Don Tulio Ramírez creció y se fortaleció por la honestidad y humildad del abuelo; fue tanta la confianza que le tenía que lo nombró Mayordomo de “Angosturas” y allí permaneció en su cargo alrededor de catorce años.
La casa de “Angosturas” era bastante amplia, con planta eléctrica propia, con techo de teja y corredores en redondo, de paredes en tapia pisada y puertas y ventanas de madera, lo suficientemente grande para albergar la sala, los dormitorios, la oficina de Don Tulio y la cocina con hornilla. Tenía también un segundo piso espacioso con balcones y pisos de tablas, con barandas en madera color verde limón, terminadas en tablitas que se entrecruzaban y formaban una hilera de ángulos de cuarenta y cinco grados, allí solían dormir y descansar los obreros en hileras de hamacas tendidas. El patio estaba sombreado por grandes acacias de flores rojas, ciruelos y por un enorme orejero. Detrás de la cocina había un caney donde se guardaban las herramientas para aserrar y a veces para almacenar las cosechas de maíz y ajonjolí; también contaba con grandes corrales de varetas en madera aserrada con fuertes botalones y unidos por mangas para seleccionar y embarcar el ganado. Por supuesto que había inmensos potreros o sabanas de pastizales delimitados por caños y madre viejas o por cercas de alambres de púas y bordeados por la “trilla” que conectaba a Montecitos con la carretera central que de Bucaramanga conducía a la costa norte; su extensión se perdía en el horizonte e iba hasta los límites con Santa María, otra hacienda al lado de la Carretera Central. Aquellos potreros eran arrendados para el pastoreo de grandes lotes de ganado pertenecientes a Don Francisco Meza Castro, un ocañero que desde los doce años se quedó a vivir en Los Ángeles y amasó una gran fortuna y otros del ganadero y tolimense Luis Villa propietario de las Hacienda Santa María. “Angosturas” era mayormente ganadera pero el abuelo no atendía estos asuntos sino los que tenían que ver con los terrenos dedicados a la agricultura y a la aserrada de madera; de aquellos se encargaban directamente los trabajadores de “Pacho Meza” y de “Luis Villa”.
Y mientras el abuelo se dedicaba a sus funciones de mayordomía la abuela en Río de Oro se ocupaba de atender el hogar y de ver crecer y educar a sus hijos menores de aquel entonces: Ilva Rosa, Manuel Dolores, Alfonso Enrique, Francisco Javier, Joaquín Dalberto, Victar Elena y Luz Marina la más pequeña. Los mayores, José de la Cruz y Luis Carlos dejaron de estudiar y se fueron con el abuelo a vivir de cerca los trabajos en el campo.
De aquel tiempo hay vagos recuerdos; los que sobreviven en la mente de los tíos intermedios y de mamá, la única hermana mayor, pues mis tíos “Cucho”, “Wicha” y “Nolo” y los abuelos, ya descansan en paz. Mamá recuerda las tardes de vacaciones aún jovencita, cantando rancheras de despecho en el segundo piso y meciendo a Victar Elena en una de las hamacas antes de que llegaran los trabajadores al medio día; también rememora la vez que los tres chavarries de Don Tulio la persiguieron y la hicieron meter a la orilla fangosa de una poza, de la que salió dando gritos al ver una sanguijuela pegada a su pie derecho, mientras el tío “Cucho” regresaba a la casa corriendo a buscar un limón para rociar encima del animalucho y así liberarla sin que los chavarries la descubrieran detrás de un caracolí…la tía Lucita añora las fogatas en las noches sin luna para ahuyentar las invasiones de zancudos o las caminatas nocturnas bajo la luna llena por las sabanas cercanas a la casa, acompañada de su hermana Victar, cubriéndose del sereno con las grandes hojas de guarumo a modo de sombrillas; ésta última recuerda las totumadas de huevos que recogía diariamente debajo de las raíces de un orejero, entrelazadas y superpuestas por encima del suelo, que servían de nido a casi medio centenar de gallinas criollas; ambas mantiene viva la imagen del abuelo ayudando a Don Tulio a calzarse las botas, a ponerle las cotizas o ayudarlo a apearse de las bestias como le decían a los caballos; vieron el rostro del abuelo contrariado y triste el día que le dijeron que por un mal negocio de ajonjolí Don Tulio había recibido un tiro de carabina en la columna y que estaría por mucho años acompañado por una silla de ruedas. El tío Alfonso recuerda que él y el tío Luis Carlos eran los encargados de hacerles de comer a los trabajadores del abuelo, cuando no había mujer que se encargara de los oficios de la casa; mientras que el tío José de la Cruz ya aserraba junto con el abuelo y sus trabajadores. Recuerda que cada quince o veinte día al ganado lo hacían atravesar la manga que salía del corral hasta una bañadera que consistía en una especie de pileta larga fabricada en cemento de un metro con cincuenta de alto por cuatro metros de largo y dos metros de ancho, así quedaban desparasitadas después del baño con el agua mezclada con garrapaticida. Las vacas pasaban la bañadera a puro nado dejando solo la cabeza por fuera y una rampa rustica las esperaba al final a través de la cual salían para llegar al potrero. Recuerda las cuadrillas de caballos sin amansar que solían pasearse por las sabanas libremente; también le hace mucha gracia recordar aquella vez cuando la abuela le dio una muenda al tío José de la Cruz porque estaba enmozado con la mujer de un trabajador muy serio; éste entonces, alistó un costal con su ropa y salió de la casa llevándose también el serrucho y sus herramientas de aserrar; dejó sus pertenencias en la pata de un portillo, se montó en su caballo “El Grillo” y emprendió una tomata de aguardiente de tres días en Montecitos, sin imaginar que una vaca barcina que gustaba de comer ropa terminaría con sus pertenencias. Cuando al tío “Cucho” se le pasó la rabia y la borrachera regresó por la ropa y tan solo encontró a la vaca rumiándose el último pedazo de la bota del pantalón de dril beige oscuro, su preferido para ir a las parrandas de domingo en Montecitos; la vaca se comió sus tres camisas, cuatro pantalones, cuatro calzoncillos y dos pares de cotizas, y ni el saco de fique se salvó. El tío Joaquín recuerda por su lado que había un potrero que descendía hasta un caño de aguas transparentes, a ese potrero lo llamaban “El Zulia” y dice que en cierta ocasión Don Tulio venía borracho manejando su camioneta Ford, transitaba enloquecido por los efectos del licor esquivando a su paso el centenar de montículos de comején que había en el potrero, no pudo esquivar uno y volteó la camioneta. Aquellas torres de puro saliva de comején y tierra eran tan duras que ni los aguaceros lograban derribarlas. Según el tío Francisco, en unas vacaciones llegó con sus hermanos aún niños y no podían salir de la casa, les tocaba permanecer en el segundo piso asomándose por los balcones porque al mínimo intento de salir eran descubiertos por un gran gallo saraviado, que los correteaba incesantemente haciéndolos llorar. El abuelo entonces entró en cólera y sentenció de inmediato el destino del dueño del gallinero, fue a dar al perol del sancocho. Recuerda también que, por perder el año en el Campo Serrano de Aguachica, los abuelos no hicieron caso a los ruegos de “Pacha Casadiegos” y de “Padrino Juan”, quienes lo habían adoptado de palabra según él por ser el más bonito de la familia, y lo habían enviado a trabajar en los oficios en Angosturas, al igual que al tío Manuel quien perdió el cupo en la Normal de Varones de Ocaña por darle una palazo a un profesor.
La Hacienda Angosturas era inmensa, sus tierras recibían el influjo de las aguas de los caños las Pailas y Moñino; su territorio incluía las fincas de Pacho Cárdenas, de Pedro Julio Portillo, de Antonio Mena, de Humberto López y la que sería la Finca del abuelo.
En cierta ocasión Don Tulio le manifestó al abuelo que, en agradecimiento a su lealtad, servicio y a la humildad de su corazón, quería gratificarlo ofreciéndole una extensión de tierra para que él mismo tuviera su propia finca, pagándole una parte en efectivo y dándole la oportunidad de irle pagando el resto mes a mes con el fruto de su trabajo. El abuelo lo estuvo pensando toda una noche y al final terminó aceptando la forma de pago y un documento en el que se detallaban los predios y linderos de la futura finca, Don Tulio le firmó una compra venta a nombre de la abuela.
La negociación se hizo de forma verbal, pero los pagos se hicieron religiosamente y en constancia de ello el abuelo siempre guardó los recibos firmados por Don Tulio en un maletín de cuero amarillo con correas y hebillas que éste mismo le regalara y que la abuela mantenía resguardado con tanto recelo en el interior de un baúl vino tinto con candado al que absolutamente nadie podía intentar abrir. El mismo Don Tulio le suplicó al abuelo que por favor guardara muy bien aquellos documentos que daban fe de sus pagos pues estaba seguro que cuando él muriera su esposa e hijos querrían reclamar la finca que consideraban de su propiedad.
El abuelo atendió al pie de la letra aquella advertencia; en efecto, una vez muerto Don Tulio, su esposa Doña Ema Quintero y sus hijos le cambiaron el nombre a su finca de “Angosturas” por “La Glorieta” al tiempo que fueron donde el abuelo a recuperar los predios vendidos por Don Tulio bajo el argumento de que eran de ellos. El abuelo fue radical, no se dejó asustar, ellos pusieron su abogado y él buscó la asesoría de un gran amigo suyo: Don Pedro Antonio Santana. Gracias a las nobles recomendaciones del ilustre amigo del abuelo y a los ruegos diarios a la “Santísima Trinidad” y a la “Mano Poderosa”, en el año de 1975 el INCORA tituló a Clara Emilia Casadiegos de González, mi abuela de cincuenta y dos años, como la dueña legítima de los predios de la Finca Santa Clara, la que había comprado el abuelo por once mil pesos, a sus cuarenta años, en la que se fraguaron las historias de toda mi familia materna y en la que trabajaron los padres de muchos hijos riodorenses.
La finca Santa Clara o la finca de Carlos González como todos la llamaban, se extendía desde el cementerio de Montecitos, bordeando la “trilla” a la margen derecha de la hacienda Honduras hasta un portón rojo, límite con la hacienda Santa María; abarcaba tierras que colindaban con las Haciendas “La Pradera” de Julio Ramírez, “Santa María” de Luis Ramírez, “La Pola” de Carlos Michel, “Sabaneta” de Arsenio Pava Jácome, “Tarimbas” de Julio Ernesto Portillo, hasta llegar a la finca “Cimarrón” de Rubén Osorio y desde allí hasta Montecitos.
El vasto, fértil y variado terreno de la finca ofrecía un futuro prometedor, había la necesidad de encontrar un lugar preciso para fabricar la casa. El abuelo en compañía de sus hijos mayores apunta de machete y hacha despejaron un terreno que albergó en un principio una sencilla casa de paredes de tabla y techo de palma con caballete de palos y vigas redondas y una cocina sencilla en iguales materiales con fogón de leña y un mesón rústico para comer, que ellos mismos construyeron. Luego se encargaron de levantar cercas con alambre de púas, estantillos y palos de matarratón para delimitar los linderos, los potreros, las “rosas”, los corrales aledaños y hasta la propia casa. Allí transcurrieron los primeros años y luego la casa fue tumbada y construida por Ricaurte Herrera Fuentes, un hijo de Río de Oro. La casa con amplios corredores en redondo sobresalía veinticinco centímetros por encima del suelo del patio, era de paredes con bloques de cemento, corredores en redondo, techo de teja española y caballetes y vigas de madera aserrada, pisos en cemento pulido, constaba de dos amplias habitaciones que se comunicaban a través de una puerta: una para el dormitorio de la familia con ventana en una de sus paredes y las dos restantes con calados y la otra, donde dormían en hamacas los hijos mayores y los trabajadores, contaba con dos puertas de salida laterales: una que daba hacia montecitos al norte y la otra hacia Santa María al sur ,una pared con calados en la parte superior que daba al lado oriental donde estaba la cocina desde donde se veía la “mata”, un matorral a cincuenta metros de la casa en medio de la sabana, bordeado por enormes árboles al cual se llegaba por un caminito interrumpido por un viejo aceituno. la “mata” era el sitio destinado para dejar nuestras miserias humanas.
Unos metros más allá, hacia el camino para “Angosturas” y antes de la trilla estaba “la poza”, un gran reservorio artificial de aguas lluvias que calmaba la sed de los animales y que se convertiría en el lugar preferido para todos. El abuelo también en compañía de mis tíos construyó en el patio de la casa con barro, pico y pala dos pozos artesanales anillados; el primero, cerca del corral, se secó, pero el segundo, a escasos cinco metros de la cocina y con ocho metros de profundidad, suplió las necesidades diarias de la familia, su agua cristalina reemplazó la de las canecas traídas en burro desde de la madre vieja. Los patios amplios que permanecían siempre con el suelo desnudo porque Nubia los barría constantemente con escobas de pajita, de lucaica o de escubilla, estaban sombreados por árboles de acacia roja, guayaba agria, guanábanos, naranja agria, naranja dulce, achiote, limonero y muchos palos de tamarindo, los mismos que generaron una contienda entre mis tíos Héctor y Alfonso, Nubia y sus hijos y los hijos del tío Luis Carlos durante la bonanza del negocio del tamarindo, porque todos se disputaban las mejores ramas, el árbol más productivo aunque estuviera poblado de mariapalitos, los frutos mejor pelados, los sacos más llenos, a tal punto que unos aprovechaban que los otros estuvieran dormidos para saquear los sacos ajenos y aumentar los propios.
A la finca se llegaba a pie, a caballo, en burro o en carro desde Montecitos por una trilla de tierra rojiza bordeada a mano derecha por un espeso bosque y a mano izquierda por los potreros de “Angosturas” hasta llegar a un portillo que indicaba que desde allí comenzaban los territorios delimitados de la casa, se entraba entonces a una amplia sabana no tan extensa como la que se abría después de la casa hasta los predios de Santa María, pero igual que aquella cubierta de uña de gato, escubilla, y pasto sembrado de las variedades de alemana, angleton, guinea, solana y brachiaria. En medio de aquellas sabanas crecían aquí y allá peralejos, guayabos, palmas de vino o curumutas, piñuelas, montículos de comejenes y escasos, pero nutridos matorrales. Al otro extremo, hacia Cimarrón, , la finca incluía un potrero anexo con más de cien frondosos árboles de mango de hilaza; y desde éste hasta Montecitos, un terreno cubierto de bosque tropical seco en los que abundaban los arvenses, orejeros, cañaguates, culimbas, varas blancas, orejeros, carretos, arco trébol, guayacanes, algarrobos, jobos, tananés, caimitos, iguases, mamones, aceitunos, varas de piedra, guarumos, lanos, balzos, viudos, palmas de vino, palma redonda, tamacas, roble rosado y bejucos de catabre y de cadena; contaba también con ondulaciones que formaban colinas aptas para las “rosas” o cultivos de plátano, maíz, yuca, ñame, batata, ahuyama, papayos, caña y guineos: cuatro filos o “mata burros”, simiteños, manzanos, papo de la reina, dominicos y sentados; bañados por dos madre viejas y el caño “El Copé” que albergaban en sus orillas palmas de malibú, de iraca, de pepa e lata, bijao, platanillos, guamo e mico y árboles de gran frondosidad y altura como caracolíes, ceibas blancas, ceibas rojas, ceibas tolucas, robles rosados, cedros y caobas que el abuelo aserró con sus hijos. De aquello troncos aserrados sacaban tablas para toda clase de muebles, varetas para corrales y vigas y alfajías para techos. La madera aserrada la sacaban en burros o entre dos en hombros cuando se trataba de vigas muy largas, para ser embarcadas en el camión de Hernán Torres o en la volqueta de Ricardo “el Mono” Casadiegos.
A punta de rula, machetilla, martillo, alambre de púas y grapas, el abuelo y sus hijos despejaron grandes extensiones para levantar cercas y adecuar potreros, corrales y predios para cultivos. En aquellos bosques y sabanas habitaban monos cotudos, venados, armadillos, morrocoyes, galápagas, tortugas, ñeques, comadrejas, conejos, guartinajas, zorro perros, zorro gatos, tigrillos, saínos, babillas, lobos polleros, iguanas, murciélagos y culebras. Se escuchaban los cantos o se apreciaban los colores de los azulejos, canarios, cardenales, mirlas, toches pericos, loros, carisucias, ñoricas, guacharacas, chochoas, chorolós, rabiblancas, torcazas, abuelitas, carraqueros, ciéntaros papayeros, chicharras arroceras, pachos bobos, golondrinas, tijeretas, garrapateros, piguas, gavilanes polleros, gueregueres, gualíes, chichas frías, lechuzas y cucaracheros, éstos últimos los tíos se lo daban a comer por abuelitas al “doctorcito”, mi papá, cuando iba a vacacionar a la finca con mamá; así lo llamaban ellos burlonamente por sus remilgos y elegancia de hombre de ciudad; mi papá decía que era de Cali.
A medida que transcurría el tiempo, el abuelo iba avanzando en el levante de ganado propio y a medias, para la lechería y el adelanto: compró su primera vaca al señor Miguelito Picón, estaba preñada; le puso el nombre de “las Mañanitas”, pero a las pocas semanas se la robaron y solo quedó su cría. El abuelo logró juntar un capital y compró diez hermosas novillas más el toro “El Troyano” en la hacienda “Los Venados”, adentro de Once Reses, del ganadero Luis Rojas. Posteriormente, Don Otilio Salazar le dio mucho ganado al aumento más un toro llamado “El Monte Negro” que daba puras hembras lecheras, los animales llegaron desde la finca “Las Vegas” en Pailitas, Cesar. Con Inginio Amaya de Once Reses consiguió dos toros cebú prestados y al tiempo de partir se quedó con un ternero de dos años, grandote, cachón, blanco, con los ojos, las patas y el morrillo de color gris oscuro; lo llamó “el Orgullo” y al toro hijo de éste con la vaca “Reina” lo puso “el Rey”.
El tío Alfonso y el abuelo se encargaban de ponerles nombres a las vacas llevados por sus características, color, porte y parecido con algunas mujeres del pueblo. Muchas de aquellas quedaron en nuestra memoria: “Mucho Lujo” por su mansedumbre, “Mercedes”, “Rubiela”, “Rebeca”, “Norleiva”, “Darelis” por su “algo” parecido con damas conocidas; “Casa Grande” por su tamaño, “Lucerito”, “Corazón”, “Mariposa” por sus lunares y manchas; ”Tres de Mayo” porque nació el día de la Santa Cruz; “Azucena” por su color albino; “Buena Moza”, “Primavera”, “Flor del Campo”, “Reina”, “Hierva Buena”, “Mata de Rosa”, “Esmeralda” por su hermosura, porte y elegancia al caminar; otras menos afortunadas como “la Mocha” por su rabo defectuoso, “Pringamoza” por ser tan rebelde y “Pan Quemao”, por obvias razones.
Las jornadas de ordeñe para mandar leche hasta Ocaña primero se realizaba en las tardes desde las 3:00 PM y concluían a las 5:00 PM, cuando había que enviarla en timbas de 80,60,40 y 20 jarros hasta Montecitos; las recogía el lechero de Hernán Torres, un camión Ford modelo 52 color verde, en él también se sacaban las cosechas de la finca. Luego se cambió el horario para las madrugadas, igualmente desde las 3:00 AM hasta las 5:00 AM para alcanzar al camión que pasaba a las 7:00 de la mañana. El ordeñe lo realizaban mis Tíos José de la Cruz, Luis Carlos y Alfonso en medio de bramidos de las vacas paridas con sus ubres a punto de reventar y los de sus terneros hambrientos acompañados por el canto de los gallos, el cacareo de las gallinas, el ruido de los chorros espumosos en los baldes, el sonido de los travesaños de la talanquera y los gritos de Nubia espantando los perros en la cocina, mientras el sol comenzaba apenas a aparecer y el aire de la mañana se entremezclaba con el olor del tinto. Las llevadas de las timbas hasta Montecitos se repartían entre el tío Héctor y los hijos mayores de José de la Cruz y Nubia. Esta tarea siempre estuvo cargada de muchas discusiones y rabietas, pero al igual de anécdotas curiosas que eran contadas con efusión por el que regresaba con las canecas vacías; el corazón del abuelo palpitaba más aprisa cuando descubría amarrada en la tapa de la timba “el papelito” envuelto en plástico escrito por la abuela. Presuroso esperaba que alguno de los hijos o de los nietos le leyeran el contenido; el abuelo nunca aprendió a leer, tan solo a firmar, a contar, a calcular y a sacar cuentas…nadie le ganaba en eso.
El abuelo se dedicó de tiempo completo junto con sus hijos a ir posicionando aquella franja de tierra, procurando que toda la familia tuviera su sustento propio. Poco a poco la Finca Santa Clara se fue convirtiendo en el motor económico que le daría soporte a una familia tan numerosa que incluiría a sus doce hijos con la abuela y a los hijos del tío José de la Cruz con Nubia Quintero Yépez y a los del tío Luis Carlos con la tolimense Beatriz Elena Abello sumando quince nietos en total, adicionándole a su mamá la bisabuela Bernabela, a su sobrina Edith, a su suegra la bisabuela “Pacha” con su hijo Juan Evangelista y con la tía abuela Carmen. Para aquel entonces ya mamá se había graduado de cuarto normal en la Escuela Normal para Señoritas en Río de Oro y trabajaba como profesora en Gamarra; muy pronto el abuelo viajaría hasta allá para que mi papá respondiera por su hija amada, Ilva Rosa, haciéndolos casar; al año siguiente el Tío José de la Cruz iría a buscarla y en medio de los dolores de parto y de la crisis de la preclamsia se llevaría a mamá a la brava para Río de Oro y allí nacería “yo” un 12 de septiembre de 1964 después de las fiestas de la Virgen.
Periódicamente llegaban a la finca camiones a cargar abono y la jornada de la recolecta, la cosida y la montada al camión de los sacos llenos hasta el tope, se convertía en una experiencia grata salpicada de bromas, chistes y noticias del pueblo; los corrales que en la mañana rebozaban de estiércol seco al caer la tarde parecían barridos y solo quedaban algunas semillas de orejero, tamacas y curumuta dispersas en el suelo, prácticamente desolados con el botalón en medio; el silencio de la tarde que caía desaparecía en la distancia, a lo largo y ancho de la sabana se escuchaban los cantos, los silbidos y las rechiflas de los tíos que venían en sus bestias al trote o al galope apresurando el paso de los semovientes dirigidos siempre por la figura imponente de “El Orgullo”; al instante los corrales desérticos se plagaban de cornamentas, ojos negros y saltones, rabos inquietos, bramidos incesantes, trompas que no paraban de rumiar, lenguas que raspaban la sal de los bongos, cueros blancos, barcinos, manchados, amarillos, grises y negros, y la fragancia de aquel olor a pasto y leche se esparcía por toda la casa: el ganado había llegado.
La agricultura artesanal de la yuca, el maíz y el plátano también tuvo su espacio importante en la finca del abuelo; por ella pasaron, muchos amigos de Río de oro y Montecitos en condición de jornaleros y sembradores a medias: Fabio Lozano, José del Carmen Hernández, Emérito y José del Carmen Ruedas, Alejo y José Eusebio Casadiegos, José de la Cruz Medina, “Chunga” Ruedas, Jairo Ruedas, Miro Díaz, Pedro Rolón, Ramón Páez, Alfonso López, Antonino Pinto, José “Chepe” Peinado Ovallos a quien vimos envejecer con el abuelo, siempre reservado y de buen humor, experto en sacar vino de palma, trabajador incansable, castrador de abejas silvestres y dueño de un burrito más pequeño que él: “El Comino”.
Las “bestias” también tuvieron su protagonismo en la “Santa Clara”: “El Tenampa” el caballo blanco del abuelo, era hijo de “Figurín” un padrón de concurso del Tolima de Julio Ernesto Ramírez; a diferencia de los demás potros que se amansaron a punta de montarlos con silla y frenos, éste hubo que domarlo en una poza porque llegó de la hacienda “La Pradera” demasiado brioso; cuando el abuelo esporádicamente lo utilizaba para arriar el ganado tiraba a morder a las vacas. El abuelo casi siempre lo montaba solo para sus salidas y visitas a El Marques, Los Ángeles, Montecitos, Cimarrón, Angosturas, La Pradera, Puerto Nuevo y San Martín. Relinchaba y buscaba al abuelo cuando lo perdía de vista, bailaba con la música, le daba la pata derecha y obedecía a su llamado.
“Muñeca”, la yegua blanca del abuelo, tenía los ojos claros y las pestañas blancas; el abuelo la dejó tuerta de un palazo cuando lo hirió al asustarse frente a una talanquera en el corral, él siempre se sintió culpable por aquel terrible hecho. Fue muy sumisa y murió de vieja; parió a “Caldo de Huevo” el caballo que más trabajó la ganadería; desde pequeño anduvo con el ganado, abría los portillos y llegaba tranquilo en las noches, con las riendas sueltas desde Montecitos, con los muchachos aún dormidos por la borrachera.
“El Águila Negra” y “La Castalia” eran las yeguas del tío Alfonso muy buenas para la ganadería; esta última fue corneada por la vaca “Esmeralda” que estaba recién parida, el tío Luis Carlos le cogió unos puntos con una aguja capotera en la herida que iba desde la parte superior de la pata delantera hasta la primera costilla.
“Tabaquillo” una mansa yegua que la montaban hasta las mujeres y los niños de la familia. Una vez en que la tía Meibis la montaba por la sabana, la prima Nora le dio un fuetazo inesperado, el animal salió galopando y la tía cayó sobre su brazo. Sufrió una convalecencia prolongada, se sometió a largas jornadas de sobo en manos del abuelo, uno de los sobanderos más reconocidos en la región, tenía manos milagrosas; sin embargo, su brazo permaneció por muchos años un poco deforme, de sobrenombre le pusimos “manigueta” y siempre lloró por eso. “Tabaquillo” sufría de un mal en las orejas, tenía “chiqui chaqui” y el olor nauseabundo lo botaba por la nariz cada vez que expiraba, tal vez aquello la hacía ver tan indefensa y tan mansa.
“El Grillo”, el caballo del tío “Cucho”, permaneció por muchos años en “Angosturas” y en “la finca”, se lo cambió a Nahúm López por dos vacas paridas y cada vez que el tío Héctor lo veía por las calles de Río de Oro le daban ganas de llorar. Luego fue de Emérito Durán y “Lalo” Quintero terminó llevándoselo del pueblo.
A “Pajarito” el más brioso de todos los caballos que pasaron por la finca se lo cambiaron a Víctor Cárdenas por doce mil pesos y una yegua, la misma que recién parida, junto con una potranca y un marrano fue cambiada a Luis Rojas por la “Piel Roja” que resultó muy buena para arriar el ganado y que también murió de vieja.
De la finca la Camarona, Manuel Dolores Caselles le regalo al abuelo una yegua para el servicio: cargaba leña, agua en canecas, yuca y verduras para el consumo diario.
La primera burra del abuelo se llamaba Élcida, abría los portillos con los dientes y la pata delantera. Parió varios burros, entre ellos el burro “Blanco”, caracterizado por su mal genio. Solía esconderse entre los matorrales cuando lo iban a buscar para llevar las timbas de leche a Montecitos. En una ocasión tumbó al tío Héctor, tiró las timbas vacías al suelo y salió tras una burra en celo, el tío llegó llorando a la finca a pie y sin las canecas y sin el burro.
Al burro moro lo compró el abuelo en “Venadillo”. Una vez que lo llevaron a Montecitos se escapó y preñó a la “Torcaza”, la burrita de Ofelia, quien siempre lo llamó con rabia “el escondutao”. Acostumbraba a perderse por los lados de Cimarrón, se internaba en los caseríos y reaparecía a los meses. En Montecitos unos muchachos le amarraron en el rabo unos peroles viejos, al pasar corriendo espantado por entre una cerca dejó los peroles y más de la mitad del rabo enganchados en el alambre de púas; desde entonces lo llamaron “el burro mocho”.
El burro Negro fue muy bueno para la carga, pero llegó a tumbar a Nubia quien se arriesgó a montarlo a pelo, tumbó a “Wicho el loco” y a Alejo Casadiegos lo tiró encima de una mata de “pepa e lata”. Tocó sacarle una a una las espinas negras, parecía un puerco espín.
Con los nombres de los perros que se criaron en la finca, se concretaba el humor negro de los muchachos y del abuelo; inolvidables los de “Preguntale”, “Te lo dije”, “Por tu culpa”, “Navidad” la perra que adoptó Nubia y que llegó a la finca precisamente en una noche buena, a la pobre le daban “ataques” de un momento a otro; “Sombra” un pastor lobo negro que acompañaba las faenas de aserrar, el que una tarde se embelesó mirando los chulos que volaban sin escuchar los llamados de advertencia y terminó aplastado por el tronco de un cedro que acababan de derribar; “Galleta” la perra chapola que el tío Héctor le robó a Remigio Herrera, se la llevó una noche a engañifas, echándole por el camino pedazos de galleta hasta llegar a Jerusalén, una vez allí la metió en un costal de fique y madrugó para viajar con ella hasta la finca, era cazadora; en cierta ocasión Remigio Herrera fue a la finca a recoger un viaje de abono, reconoció a su perra pero extrañamente ésta lo ignoró, el tío Héctor pasó su buen susto pero terminó quedándose con ella… Y “Por Fin”, éste también de raza chapolo, hijo de “Cartuña” la perra de la bisabuela “Pacha”, de color blanco y amarillo, ladraba con cierta disfonía, el abuelo lo consideraba el mejor de los perros cazadores; cazó venados, saínos, guartinajas y conejos; tenía heridas de saínos en las orejas y el hocico; su última hazaña el abuelo la estuvo contando por muchos años y todos en la familia la conocíamos: “Por Fin” se acercaba a los veintiún años, estaba demasiado viejo; el abuelo decidió echarlo a sus espaldas y llevarlo cargado en un catabre con pretal desde la casa hasta la madre vieja donde minutos antes él se había “topado” con una guartinaja, lo soltó justo en el mismo lugar del incidente y después de husmearla logró encuevarla y humillarla en la pata de un jobo. Al siguiente día el abuelo intuyó que el perro moriría; con un profundo agradecimiento lo envolvió en una manta y viajó con él a casa de la abuela en Río de Oro, decidió que “Por Fin” sería enterrado justo al lado de “Solita”, junto al pino y a las matas de ajenjo, sin sospechar que a pesar de su fragilidad y ceguera le daría primero muerte a “Regalo” el querido perro de Adela Meneses que se acercó demasiado a los pies del abuelo.
El abuelo compartía con sus trabajadores y con la familia su espíritu católico, siempre se consideró un hombre religioso, de mucha fe y respetuoso de los sacramentos; por eso, a sus diecinueve años no dudó en casarse con la abuela aunque la hubiera raptado de catorce años y aunque hubiera probado el frío del calabozo cuando la bisabuela “Pacha” lo mandó a poner preso en Aguachica con la ayuda de Estanislao Rincón, el tío Talao, justamente por haberse llevado a mi abuela Clara que todavía era una niña; era devoto ferviente de la Santísima Trinidad sin embargo, ya en su finca y en la región tenía fama de saber de “rezos”, práctica que desde siempre ha prohibido la Santa Iglesia. Nunca dijo quién se los enseño, se los sabía de memoria y los compartía con sus tres hijos mayores para curar los sabañones, detener la sangre, contra la picadura de culebra, el dolor de muelas, contra el gusano del ganado, contra el gusano de sangre blanca en las cementeras y contra la picadura de araña, de alacrán y de cien pies. “Chepe” Peinado daba fe de ello, pues gracias a ese rezo se salvó de la picadura de una patoco, la culebra más venenosa que merodeaba por aquellas tierras.
Al pasar de los años la vida para el abuelo comenzó a cambiar, se estaba volviendo viejo, ya no tenía tantas ansias para trabajar en la finca, se sentía agotado, algo en él le estaba empezando a molestar. Quiso probar con otro tipo de empresa y se aventuró a comprarle “la buseta” a Hernán Torres, una chiva escalera a la que jocosamente llamaban la “puñá de palo” o “la lancha”, era una Ford Mercury modelo 55; cubría la ruta Ocaña, Río de Oro, Puerto Nuevo, Montecitos, Los Ángeles y San Martín, la manejaba su amigo de siempre Arturo Quiñonez; años más tarde decidió quitarle la carrocería de palo y abandonarla a la intemperie al lado de la cocina de la finca. Enseguida mandó a construir una nueva carrocería en hoja lata y se la adaptó a la vieja cabina; nació así el “bus” que recorría la misma ruta. El negocio de transporte no le funcionó como esperaba, así que decidió cambiar el bus por un camión rojo, Dodge modelo 68, el chofer siguió siendo Arturo Quiñonez quien junto con el tío Francisco se encargaron de establecer contactos con afincados para sacar hasta Ocaña y Aguachica viajes de cosechas y de abono, al final decidiría cambiarlo por un jeep Toyota Land Cruiser color azul petróleo para uso familiar.
Gracias a “la Finca” los años fueron benignos para el abuelo, para la abuela, para mamá, para los tíos, para los primos y para todos los de la familia incluyéndome a mí. Las mejores vacaciones fueron las que pasé en la finca del abuelo con mis tíos menores, con mis primos y mi hermana Norle. Siempre a mitad de año o en los meses de enero y febrero Norle y yo nos reuníamos con Carmenza y Meibis mis tías más jóvenes y con José Hilario, Jhon Jairo, Nora, Yorgia, Víctor Ramón, Juan Carlos, Leonardo Alfonso, Wilmer Augusto, Yeison Adrián, Clara Emilia “Clarita”, Luis Daniel, Linton Josué, Luis Carlos “Wichita”, Elquin Fernando, Astrid Mabeli “Brenda” y Beatriz Elena “Laura”, mis primos. El abuelo y la abuela eran felices viendo tanto pegote encima, tanta inventiva, tantas risas y tanto afecto verdadero. En la finca vivimos momentos únicos e inolvidables: bañándonos en el caño, o en la madre vieja; chapoteando en la poza de noche y huyéndole a la babilla; pelando mazorcas frescas para asarlas el carbón del fogón; tomando calostros con panela calienticos; degustando guisos de conejo y armadillo o asados de “venao”, guartinaja, saíno y ñeque; desplumando abuelitas para comerlas asadas con yuca cocida; saboreando el queso fresco con arepas de chócolo, sudados y sedientos bebiendo agua del pozo; masticando pedacitos de panela o tamarindos verdes con sal de ganado; abrazando a los terneros y a las vacas mansas; jugando al molino que construía el tío “Wicha”; soñando despiertos a la luz de la luna encima de la carrocería vieja de la buseta; yendo a cazar con foco chicha frías en la soledad de las noches bañadas de “candelillas”; mirando a los tíos y al abuelo estampar el “CG” ardiente del fierro en el cuero de los novillos humillados en el botalón; aplaudiendo la destreza y fortaleza del tío “Wicha” amansando a los potros; capoteando con costales a los terneros destetados; paseando con Nubia en Angosturas y en Santa María; galopando en el lomo de las bestias o trotando en el anca de los burros con canecas; viendo salir a media mañana al abuelo y a sus muchachos silbando, vestidos de amansa locos, sombreros de lata, pantalones con remiendos, machetilla amarrada a la cintura, calabazo en las espaldas y botas pantaneras o cotizas de amarrarar; atrapando mariposas en los charcos; peleando a los gallitos con las flores del acacio; “totiando” tamacas y curumutas en el corredor; esperando en el corral las totumas con leche recién ordeñada; alcanzando a las adormecidas chicharras en los palos; correteando por las sabanas grillos y codornices; adoptando los cocuyos alumbradores en los tamos de caña o las grandes langostas que el abuelo atrapaba en las cultivos; repitiendo lo del loco “Aguachica la primavera”.
Dándole de beber al abuelo y a los trabajadores cuando se tiraban cansados, fatigados y sudados sobre el piso del corredor; curioseando a los tíos retacando sus escopetas y alistando el cacho con pólvora cuando salían a cazar y recibiendo emocionados los frutos de aquella empresa en medio de la algarabía de los perros y dispuestos a ayudar a pelar y despellejar, saltando por encima de las fogatas de tusa y fumando de mentiras con palitos encendidos; fotografiando constantemente a los primos y al gato con la abuela; corriendo descalzos por la trilla bajo los aguaceros; arriando ganado en compañía de los tíos; entonando sobre las talanqueras la letra acomodada de un disco de Alfredo Gutiérrez: “Allá en la finca e Carlos González, Alfonso González lleva un caballo y a los toros bravos se le arrecuesta, al Troyano hay que declararlo fuera del lote. El Troyano de la sabana lo llaman todos por eso es que tiene fama en la fiesta e toros”; recogiendo guayabas en la sabana, piñuelas en el monte, ciruelas jobas en la trilla y pepa e lata, malibues y caimitos en las orillas caño; silbando fuerte para que los piscos de Nubia marcharan furiosos, arrastrando las alas contra el piso y respondiendo con su graznido; domesticando loros y pichones de mirla; picando en los bongos cepas de plátano para las vacas; deleitándonos con las curiosas peleas de Nubia con el Tío “Cucho”; escuchando los cuentos del tío Alfonso y del tío Wicha; descubriendo huevitos dorados de mariposas debajo de las hojas; entonando canciones con improvisados instrumentos vallenatos; visitando por las tardes a Elena y a los primos en Hato Canaguay, la finquita del tío “Wicha” y regresando por las noches a la “Pringosa”, como llamábamos a la finca del abuelo; escribiendo y dibujando sobre las totumas tiernas aún colgadas del árbol, admirando a Wicho “el loco” haciendo maromas en el caracolí del corral viejo; lanzándonos boñiga semifresca y totumás de agua para jugar al carnaval; pasando con el corazón en la mano por la casa de “José Elías” y sus hijos malos; gozando de los mimos de la abuela cuando me picaron en la cabeza once avistas piojitas; bebiendo a escondidas el vino de palma de “Chepe Peinado”; enfrentando al “Mono”, el brujo mentiroso; echando cuentos de espanto a la luz de los mechones de gasolina y riendo a carcajadas con los buenos chistes del abuelo.
El tiempo pasó pero nunca pudo borrar mis recuerdos en la finca del abuelo, por el contrario, si se encargó de borrar de aquel paisaje las enormes ceibas, los frondosos árboles, los animales de presa, el galope de los caballos en la sabana y los bramidos de las vacas en las vegas; se encargó de borrar los caminos, de envolver con la maraña de la maleza la casa y la cocina eterna, de secar el pozo y la madre vieja, se encargó de dejar solo en el recuerdo los nombres pintorescos de aquellos animales domésticos y del corral; se encargó de borrar la usencia de José de la Cruz, quien se fue para Venezuela y nunca más volvió; se encargó al final de los días del abuelo de borrar de su memoria aquellos rezos, a los amigos que tanto socorrió, a las batallas que tuvo que enfrentar para sacar adelante a toda su familia, a dejarlo descansar de las duras jornadas de trabajo en el campo, a soltarse de los destinos diferentes de cada uno de sus hijos y nietos, a ignorar aquellos celos fraternos que siempre lo atormentaron; a dejar ir lo que más amaba, a su esposa Clara, después de acompañarla tantas veces a Bogotá con mamá en busca de un remedio eficaz; a no volver a sonreír y a dejarse ganar por la diabetes. Ese mismo tiempo se encargó de convencer a los tíos de vender aquellas tierras cansados de las presiones del grupo delincuencial de “Los Mellos”; pero al abuelo ya nada le importó, sin ansias de reinventarse prefirió que la diabetes lo atrapara sin oponer resistencia; también sin protestar asintió que le “aserraran” una pierna, se dejó sentar en una silla de ruedas y finalmente acordó con el Dios Trino que ya era hora de rendirle cuentas, entonces su noble y grande corazón dejó de latir.
Un 14 de noviembre de 1991, en el cementerio de Río de Oro, en medio de mucha gente, enterraron al abuelo en la misma bóveda en que estaban los restos de la abuela; esa misma tarde y a la misma hora yo asistía solo a mi graduación en la Universidad en Barranquilla, regresé a mi casa y nuevamente completamente solo en la sala, sentado y con el diploma enrollado entre mis manos me acordé del abuelo, regresé a mis momentos en la finca y me quedé dormido y soñé que lo veía tendido al lado de la madre vieja y que de su corazón salía y se elevaba al cielo el tronco de una inmensa y hermosa ceiba.
Con los años ya maduros comprendí que en aquellos tiempos de abundancia total aún no se hablaba de conciencia ambiental, de no cazar, de no rozar los bosques, de no quemar el suelo y de no tumbar grandes árboles sin reforestar, por eso no dudé de la inocencia del alma del abuelo. Con los años también descubriría que en mis tíos persistirían los genes del abuelo: El tío “Cucho” murió ya viejo en Venezuela, pero supe que siempre vivió en medio de sus parcelas; Nubia, nuca dejó de esperarlo pero se resignó y mientras existió siguió luchando por sus hijos, mis primos. El tío “Wicha” compró en predios de Aguachica la finca “San Martín” y al morir se la dejó a Elena y sus hijos quienes aún se niegan a abandonar la pasión por el campo y la unión familiar; el tío “Manuel” trabajó como profesor rural, se pensionó y hasta morir conservó el ejemplo responsable de sus padres y su afán por ayudar a los demás; el tío “Alfonso” amando a sus hijas y a sus nietos, acompañando al igual que el abuelo a su esposa con quebrantos de salud, escapándose de vez en cuando a los campos de amigos y a la finca de los sobrinos y cuidando con esmero en su casa una hermosa colección de orquídeas; el tío Francisco al igual que el abuelo enviudó pero continúa con el humor del abuelo para los buenos chistes, consintiendo a sus hijas y a sus nietos en Aguachica en medio de palos de mamones, mangos, naranjos y limones; el tío Joaquín, el más parecido en su físico al abuelo, vive rodeado de naturaleza y campo en su finca “La Daniela”, La tía Victar, aún con sus quebrantos de salud, vive al igual que el abuelo añorando viejos abrazos y besos, sintiendo celos fraternales y orgullosa del árbol que le traje desde Villavicencio; la tía Luz Marina no permite que le corten los árboles y los jardines ni deja de criar gallinas criollas en la casa del abuelo, la tía Carmenza heredó al igual que el abuelo la facilidad para sacar cuentas, para ser franca y amante de las plantas; la tía Meibis, la consentida del abuelo, le “sacó” el consentir y proteger demasiado a sus muchachos; y mamá a pesar de su vejez, no deja la sobreprotección por sus hijos al igual que el abuelo, los quiere tener siempre a su lado, mientras saca fuerzas para mantener vivas y florecidas su matas del jardín y sus veraneras, permitió que derribaran al “Viejo Nim” pero ya plantó con el tío Héctor un árbol de mango en la puerta de la casa y con su memoria prodigiosa me compartió hace poco el canto jocoso que le enseñara el abuelo “Ay burra vieja, rabi pelá, que si te vendo no me dan na y si te mato lo mismo da”.
Yesid Ramírez González
Sobre el autor
Yesid Ramírez González
Vivencias
Nacido en Río de Oro (Cesar, Colombia) en 1964. Comunicador Social de la Unversidad Autónoma del Caribe, ex Coordinador Municipal de Cultura de Río de Oro, cargo que desempeñó por más de doce años; ex catedrático del área de humanidades de la Francisco de Paula Santander Ocaña. Asesor de proyectos culturales. Diplomado en Gestión Cultural -Universidad del Norte. Escritor de cuentos, crónicas y poemas.
12 Comentarios
Al leerlo recordé mi infancia, el trabajo incansable de mi padre por sustentar nuestra familia, las aventuras y experiencias que jamás olvidaré junto con mis primos, hermanos y mis queridos padres. Felicitaciones sobrino, hermoso escrito.
Que grato es leer una historia donde narra la vida de mi familia, el esfuerzo de mi abuelo por cuidar de todos sus hijos y nietos y el amor sin medida por mi abuela. Felicitaciones tío yesid y muchas gracias por narrarnos sus experiencias vividas.
Imposible leer y evitar que las lágrimas , recorran mis mejilla. Gracias , porque con cada línea, revives el mejor pasado de mi mundo. Eres infinitamente grande
Mis reconocimiento a este hombre ilustre, que con su habilidad para escribir, dota cada línea de sus narraciones, con exquisito lenguaje, nos traslada mágicamente, a nuestro añorado pasado, lleno de aventuras, alegrías y nostalgias a la vez. Siempre lo diré,.Eres infinitamente grande . Gracias por rescatar el arte de escribir
Muy interesante y motivador leer sobre nuestra historia, y más la familiar que nos lleva a valorar aún más a la familia y entender la vida actual. Excelente Yesid. Continua con este bello arte como Historiador, tu talento es grande y este bello trabajo fortalece la sociedad.
Hermosa historia papi,a travez de tus escritos logramos viajar en el tiempo y contemplar experiencias inigualables
Excelente historia, me encantan sus escritos. Lo animo a que continúe escribiendo y así recuperar en la humanidad el hábito de la escritura y sobre todo la lectura, el cual se ha venido perdiendo.
Papi que hermoso escrito,al leerlo vino a mi mente hermosos recuerdos de nuestra niñez y que jamás olvidaré,épocas que no tienen comparación y que no volverán,sin violencia al contrario llenas de mucho amor y alegría gracias por tener en cuenta a mi madre cabeza del hogar mujer incansable y luchado gracias por tantas cosas lindas que pudimos compartir y que apesar de que ya no hay algunos de nuestros seres queridos aún conservamos con amor y unión familiar herencia de nuestros abuelos.fekicitacionea te quiero muchísimooo.
Sr. Yesid qué bonitas Vivencias en Familia con todos sus detalles y paisajes geográficos que lo identifican en esos tiempos y leyendo estas experiencias de vida hay partes de estos escritos que lo había escuchado con alegría de mi esposo Vladimir Casadiegos y también me voy a esos lindos recuerdos que he tenido en Familia allí en Río de Oro en los momentos que los viví y compartí con tu Familia querida González Casadiegos. Sr. Yesid Mil Felicidades, que Dios te llene de muchas bendiciones y Sabiduría en tan interesantes Vivencias. Un Abrazo. Saludos
Yesid, hoy quiero felicitarte tus historias me conectan y hacen que vaya imaginando todo lo que transcurre en el relato.
Muy bello relato, me traslada a ese lugar que aunque no conocí, sí escuché de papi muchas de sus vivencias. Yesid, que sigás adelante con ese buen arte que Dios te ha dado. Disfruté mucho la lectura.
Compa excelente como siempre!!! Literariamente este escrito se enmarcaría en el costumbrismo, aún así para mí entra en la categoría de la ciencia ficción porque tiene el poder de la "teletransportación" llevándome en un viaje mágico sobre la alfombra de los sueños dibujando cada descripción tuya y tratando de ajustarla a los pocos recuerdos del viejo "Corazón de Ceiba" que en su ocaso conocí. La herencia de tus letras será el mejor regalo para los retoños de tu estirpe. Un abrazo Compa, con el cariño de siempre.
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