Literatura
Duelo

La noche cae suave, sin aspavientos. "No imagina el problema para conseguir las inyecciones de mi papá", le dice una mujer al conductor del bus intermunicipal, quien la mira de reojo. Está sentada en la silla del copiloto, la cartera sobre las piernas. Tiene una chaqueta negra y una cola de caballo que permite ver un cuello largo y delgado. El colectivo está lleno. Los vidrios empañados. Las montañas se diluyen en la penumbra de las seis de la tarde. Recuerdo la noche anterior: el golpe de dados contra el vidrio y tus dedos moviendo las fichas azules que perseguían a mis fichas rojas. “Te voy a comer”, dijiste. Me miraste a los ojos. La luz de la vela se reflejó en tus anteojos. Sonreíste. Lancé los dados. El golpe contra el tablero. Los dados dando vueltas. El par de cincos que apagaron tu sonrisa. "Ese cáncer no lo cura toda la plata del mundo", continúa la mujer. Parece que corre arena por su garganta. Un señor abre un paquete de papas. El olor de frituras se mezcla con el tufo de humanidad encerrada. Las vacas se presienten en las sombras. Cae una llovizna delgada y horizontal como la llovizna que caía cuando salimos del bar. Caminamos en silencio por una Tunja húmeda y fría. Atrás quedaban el tablero de parqués y las copas de vino. La neblina se apretaba contra las farolas y el pavimento brillaba como si lo hubieran lustrado. Tengo antojo de besarte, dije. Te pusiste roja hasta la raíz del cabello, pero no respondiste ni cambiaste de expresión. Ni siquiera me miraste a los ojos. Todos los días pienso en ti, en tu silencio, continué. La llovizna se transformó en una lluvia irrevocable. Aceleraste el paso como si presintieras el peligro emboscado detrás de los árboles del Parque Pinzón. Me detuve. Paraste cuando te diste cuenta que no estaba a tu lado. "Mi papá fue un profesor exigente, cuchilla", afirma la mujer sin importarle que el conductor observa la carretera con la cabeza hundida entre los hombros, la espalda arqueada y las manos aferradas al timón. Parece que hiciera la ruta a pie, con nosotros sobre su espalda. Regresaste cuando entendiste que yo no caminaría más. "Sabes que no se repetirá", dijiste como si te pesara cada palabra. ¿Por qué no? Mi voz se adelgazó hasta ser una hebra que se llevó el viento. Levantaste la mano izquierda. La luz de las farolas se reflejó en tu anillo. “Sólo fuiste mi despedida de soltera”. Cada palabra fue una puñalada. El aguacero arremetió con rabia. Intenté replicar pero no esperaste mi respuesta: diste media vuelta y te fuiste. Tus pasos sobre el pasto mojado y las manos en los bolsillos de la chaqueta. "Este dolor no se lo deseo a nadie", dice la mujer. Calla. Un carro nos adelanta. El señor del paquete de papas duerme con la boca abierta. La mujer intenta hablar, pero le sale un quejido. Carraspea. Abre la boca pero emite un sollozo que termina en un lamento intenso y doloroso. Contrae los labios. Se tapa la boca con la mano derecha. Se aprieta la nariz con el índice y el pulgar. Ninguna estrategia ahoga sus lamentos. Al contrario; los aviva. El conductor contempla a la mujer sin saber qué hacer ni qué decir. Los pasajeros la escuchamos en silencio. Una lágrima baja por la mejilla de mi vecina de asiento. La limpia con el dorso de la mano. El conductor acelera. Sobrepasa un camión. La mujer llora mientras avanzamos por una carretera que refleja las luces de los carros que se alejan.
Diego Niño
@diego_ninho
Sobre el autor

Diego Niño
Palabras que piden orillas
Bogotá, 1979. Lector entusiasta y autor del blog Tejiendo Naufragios de El Espectador.
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