Literatura

Trilogía de la infamia

Diego Niño

03/02/2020 - 03:25

 

Trilogía de la infamia

El 31 de agosto de 1939, Alfred Naujocks, comando de la SS alemana, cruzó la frontera para asesinar el operario de la emisora de la pequeña provincia de Gliwice. Abrió micrófonos para iniciar su proclama: “¡Atención! Esto es Gleiwitz. La emisora está en manos polacas”. Después se despachó contra Hitler y los alemanes. Para que la escena fuera más macabra, llevó cuerpos que distribuyó en la escena del crimen. Entre ellos se encontraba el cuerpo de Franciszek Honiok, un granjero de 43 años al que había capturado el día anterior. Les disparó en las caras hasta desfigurarlos. La idea no fue de Naujocks, Reinhard Heydrich ni Heinrich Müller (sus superiores). La idea fue de Adolf Hitler, quien la semana anterior informó a su Estado Mayor de que proporcionaría un motivo de guerra propagandístico. “La credibilidad no tiene importancia. Al vencedor no se le cuestiona la verdad”. Su estrategia funcionó: el 1 de septiembre de 1939 metió a Alemania en el vértice de una guerra que dejó más de cuarenta y cinco millones de muertos (nueve millones los puso Alemania). Hitler necesitaba un motivo para que amaran ciegamente a su führer. Él sabía que su discurso tendría vigencia en la guerra y que sólo en ella tendría el poder en su mano. Su virulencia sólo tendría validez en los márgenes de la muerte de los otros, porque él no pondría los muertos, como en efecto sucedió: la carne de cañón salió de quienes lo vitoreaban en las calles (los mismos que seguían sus instrucciones al pie de la letra). De ellos fue las piernas mutiladas, las manos sin dedos, los rostros sin ojos, la sangre que corrió por ríos y cañadas. De ellos fue la miseria de los campos estériles y las ciudades en ruinas. Al führer le quedaron los réditos políticos, el dinero que generó la guerra y la inmortalidad.

***

Nadie regresa del infierno. Los sobrevivientes estuvieron en las puertas, sintieron la pestilencia que emanaba de las entrañas, pero no pueden decirnos cómo es el infierno. Nadie regresó de los hornos de gas para contarnos qué se siente estar en la fila que antecedía al ingreso. Nadie nos ha contado de qué hablaban, si acaso hablaban, quienes estaban a pocos segundos de morir. No sabemos a qué olía el Zyklon B, el insecticida que correteaba por las cámaras de gas. Mucho menos sabemos cómo se siente rasguñar las paredes en la última agonía ni qué recuerdos acuden en medio de la gritería. No sabemos qué sentimientos rondaban a las personas que recogían los cuerpos de niños aferrados a las manos de su mamá. Sólo sabemos que lo hacían llevados por una idea: obedecer ciegamente a Hitler.

***

Me impresiona el muro de Berlín. Pero no me impresionan los ladrillos, los alambres de púas, los soldados que disparan a quienes se acerquen; me impresionan las familias separadas. En mi alma quedó grabada la imagen de una anciana que lloraba frente a los soldados que acomodan los ladrillos. Lloraba por su soledad, por el final de miles de familia y por la infamia. No sé cuál fue el proceso para decidir quién se quedaba en cada lado: si los acomodaron al capricho de algún burócrata o si todo sucedió entre empujones, gritos y disparos al aire. Lo que sí sé es que el paso definitivo lo dieron los políticos que trazaron el foso de odio y rencor al sembrar diferencia entre los familiares (“no eres mi hermano porque eres comunista”; “no eres mi hijo porque eres capitalista”). El muro creció por el planeta, separando familias que defienden ideologías, partidos políticos o parloteos de burócratas. No se necesitan soldados para que acusemos al hermano de comunista o al amigo de facho porque piensa diferente o porque vota por otro candidato. No necesitamos levantar muros entre nosotros: para eso tenemos el odio que polariza, divide y segrega.

 

Diego Niño

@diego_ninho

Sobre el autor

Diego Niño

Diego Niño

Palabras que piden orillas

Bogotá, 1979. Lector entusiasta y autor del blog Tejiendo Naufragios de El Espectador.

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