Literatura

Luceros de Callejón

Edgardo Mendoza

11/02/2020 - 03:10

 

Luceros de Callejón

 

No pelee con los años, me dijo el viejo Antonio, ellos se van encargando de sacudirlo todo. Con los años no se puede ni discutir --sentenció para dar firmeza a su afirmación inmediata--.

Los años ni siquiera pasan, ellos están ahí, pero la gente los cuenta y les pone números para distinguirlos, los años son iguales, todos traen sus alegrías y tristezas, todos traen sus esperanzas y angustias, todos traen momentos satisfactorios y unas urgencias limitadas. Fíjese en María y Moisés, ayer orgullosos como pavos reales y hoy viven como palomas de iglesias, esperando que alguien les tire granos.

Delfina caminaba por el callejón solitaria, sus pies la llevaban a ninguna parte y sus pensamientos estaban en todas partes. Desde que Ricardo la dejó sola con sus hijos, las cosas habían sido distintas para ella, deseaba que todos los días se compactaran de tal manera que sus muchachos amanecieran grandes y decidieran sus destinos a su manera, sin que ella interviniera en sus planes.

Deseaba que Gloria, la mayor, se casara rápido y se marchara a Pasto, la ciudad de su novio, una tierra lejana donde nadie conociera su niñez abandonada. Imaginaba a Mario de militar, luciendo uniformes y medallas, con una mujer trigueña y tigresa, de esas que tienen los militares cuando viven en la ciudad, igual deseaba que Tania, la menor, trabajara en un banco, esos  lugares solitarios y oscuros donde nadie preguntaría por su padre, solo así, ella  iría de nuevo a vivir al campo con sus tíos,  los hermanos de su madre en la infinidad de la sierra.

Ricardo ahora vivía en Villadiego con una cachaca gorda y celosa, que había abandonado a sus dos maridos anteriores, sin embargo, llevaban una relación para él, incomprensible. Ambos la visitaban cada semana de manera alterna y dormían en su casa, comían en su mesa sin dirigirle palabra alguna y menos a él, tan extraños para ellos, como ellos para él. 

Carmenza, la cachaca, su nueva esposa, le prohibió de manera determinante preguntar por su pasado, soy yo quien debo explicar esas cosas -decía- pero a quien quiera, el día y la hora que quiera.  

Alfredo y Pedronel, sus anteriores maridos, eran hermanos, motivo que distanció la relación familiar, pero ambos seguían unidos a unos amores que no eran amores, pendientes a un posible que era imposible, al menos así lo pensaban sin decírselo a nadie.

Ricardo se extrañó aún más al comprobar que dos maletas de una habitación de la casa, contenían la ropa y los cepillos de dientes de sus maridos anteriores, quería preguntar mil cosas a Carmenza, pero ante sus palabras fuertes y mirada fija, no cabía nada distinto que la abstención de preguntas.

Los maridos anteriores de la cachaca, todos los miércoles tomaban cerveza en una vieja tienda del pueblo, la misma donde su padre Gabriel ingería ron con sus compadres; Allí recordaban, que el viejo, pasado de tragos, decía haber tenido un hijo, pero que su madre se lo llevó de pequeño y nunca volvió a verlo. 

Gabriel usaba un anillo en el dedo meñique, ellos no saben por qué jugada del destino o por simple capricho usaban el mismo accesorio en el mismo dedo, algo tan simple, que ni siquiera habían notado esa casualidad de hermanos distanciados por cuestiones de amor. De un mismo amor.

El miércoles, Alfredo, el menor de los hermanos y primer marido de Carmenza, llegó de costumbre a su casa como lo hacía desde que ella lo abandonó. Ricardo abrazaba a su mujer con la naturalidad de los amores nuevos, descubrió casi sin malicia, que el actual marido de su ex, usaba un anillo en el dedo pequeño de la mano izquierda, entró al cuarto, miró su propio anillo y estuvo pensando en el asunto varias horas antes de dormirse.

Algunos días después, Pedronel, luego de almorzar en la mesa y como siempre sin dirigirle palabra alguna a sus acompañantes obligatorios, notó que Ricardo miró el reloj y dijo con voz fuerte, pero serena: son las dos, ¡las catorce para los militares! De reojo observó el reloj de su compañero de mesa y descubrió el anillo que usaba en el mismo dedo que su hermano y él. Dejó su almuerzo y salió de la casa con el mismo pensamiento que Delfina llevaba por el callejón lleno de luceros, iba por un camino sin fin y con un final sin destino, caminaba con pasos largos sin dirigirse a una parte determinada. Pensó en el viejo Gabriel, su padre, con su camisa a cuadros, sus compadres y su anillo pequeño, en el dedo pequeño.

En enero del año siguiente, los tres hermanos caminaban por el parque, buscaban amigos de infancia, personas del pueblo que llegaban en diciembre a pasarse el final del año con sus parientes, el lugar estaba lleno de pequeños grupos, vasos plásticos regados por la grama, jóvenes con botellas de licor, señores conversadores con viejos sombreros, muchachas con faldas de flores dejando pasar el tiempo y niños paseando en bicicleta sin ninguna pretensión.

En la última silla del parque, cerca de los naranjos, terminaron sentados los tres hermanos, quizás por un mandato fatalista y fugaz, o por esos disfraces de la vida que las gentes llaman casualidad. La vieja pantalla de luz débil no mostrabclaramente sus rostros, pero sí dejaba que los tres anillos reflejaran su brillo, como tres nacientes planetas con ganas de elevarse al infinito, sus miradas se encontraron. Fue como un corrientazo de energía en la sangre.

Entonces pensaron sin decir palabra, que ángel desde el cielo repartía el amor a su manera, un amor de hermanos, por, una Carmenza desigual y quizás perversa, indescifrable, indefinible. En un momento y por mandato misterioso, se abrazaron, pisando los vasos plásticos de la grama y lloraron en silencio hasta la madrugada siguiente.

El amor, nace en los parques y sigue por los callejones sin explicarlo nada -dijeron al tiempo- cuando la aurora avisaba la proximidad del sol. La noche como siempre había escapado entonces por el mismo callejón de los luceros.

 

Edgardo Mendoza Guerra

Sobre el autor

Edgardo Mendoza

Edgardo Mendoza

Tiro de chorro

Edgardo Mendoza Guerra es Guajiro-Vallenato. Locutor de radio, comunicador social y abogado. Escritor de cuentos y poesías, profesor universitario, autor del libro Crónicas Vallenatas y tiene en impresión "50 Tiros de Chorro y siguen vivos", una selección de sus columnas en distintos medios. Trata de ser buena gente. Soltero. Creador de Alejo, una caricatura que apenas nace. Optimista, sentimental, poco iglesiero. Conversador vinícola.

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