Literatura
Susurros
Paola abrió el portón (tenía el cabello húmedo y la respiración agitada).
—¿Cómo les fue en su aniversario? —pregunté a manera de saludo.
Me examinó de pies a cabeza.
—Fer se está bañando; sale en un rato —dijo Paola con los músculos rígidos.
Me acerqué para darle un beso en la mejilla, pero dio un paso hacia atrás y se fue a su cuarto. Tlas tlas tlas. Las chanclas sonaron como cachetadas contra las baldosas. Entré al apartamento con pasos vacilantes y me senté en el sofá. Contemplé el comedor en el que descansaban dos copas (una de ellas con una marca de labial) y los platos con las cucharas clavadas en la crema blanca.
Paola salió de la habitación y vino con pasos largos (un pie delante del otro). Entró a la cocina. Abrió la llave del lavaplatos (corrió el agua, se estrellaron pocillos y cubiertos contra la lámina de acero). Caminé hacia la barra. Me miró sobre su hombro izquierdo y bajó la mirada para lavar la olleta. Me entretuve contemplando su minifalda (fondo blanco y arabescos vinotinto). Cerró la llave y caminó hacia la estufa. Trac trac trac. Retumbó el encendido eléctrico. Brotó la llama del fogón. Acomodó la olleta sobre la hornilla. Me atrapó contemplando sus nalgas y salió hacia su habitación.
Me senté en el sofá a contemplar las partículas de polvo que cabalgaban el rayo de sol. Al rato Paola salió del cuarto con el bolso en la mano y los labios teñidos de rojo. Lanzó el bolso sobre la barra y entró a la cocina. Apagó la estufa. Tomó un frasco de la alacena y una cuchara del cajón. Segundos después el apartamento navegó en el aroma de café recién hecho. Vertió el contenido en un pocillo. Caminó hacia el sofá en el que yo continuaba sentado. Se detuvo a un metro de mis piernas. Bebió al tiempo que me miraba con intensidad. Me levanté. Sus ojos siguieron el movimiento de mi cuerpo hasta que sus pupilas llegaron al borde del párpado.
—¿Quieres? —susurró.
Su ceja derecha subió al tiempo que alargó el brazo. Tomé el pocillo y bebí por el borde en el que quedaron impresos sus labios. El café me quemó la garganta, pero no borró mi sonrisa. Le regresé el pocillo del que bebió por el mismo lado por el que yo lo hice. Di un paso hacia ella. Puso su índice contra mi boca al tiempo que negaba con la cabeza (mordía su labio inferior). Miró hacia atrás como si presintiera que se abriría la puerta de su habitación. Miré en la misma dirección. Se apagó mi sonrisa. Paola fue a la cocina (sus nalgas subían y bajaban al compás del taconeo). Dejó el pocillo en el lavaplatos, tomó el bolso y caminó hacia la puerta. Se detuvo. Me miró sobre su hombro derecho. Abrió la puerta y salió sin despedirse.
Examiné la cocina como si Paola continuara lavando la loza.
—¿Qué mira?— preguntó Fernando, mi hermano menor.
Diego Niño
@diego_ninho
Sobre el autor
Diego Niño
Palabras que piden orillas
Bogotá, 1979. Lector entusiasta y autor del blog Tejiendo Naufragios de El Espectador.
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