Literatura
Tras las huellas de Mercedes Barcha en la obra de Gabo
“A comienzos de agosto de 1966, García Márquez acompañó a Mercedes a la oficina de correos para mandar a Buenos Aires el manuscrito terminado de Cien Años de Soledad. Parecían dos supervivientes de una catástrofe. El paquete contenía cuatrocientas noventa páginas mecanografiadas. Tras el mostrador, el funcionario de la estafeta anunció: son ochenta y dos pesos. García Márquez observó a Mercedes rebuscar en el monedero. No tenían más que cincuenta pesos, de manera que solo pudieron mandar una mitad del libro. García Márquez hizo que el funcionario fuera quitando hojas, como si se tratara de rebanadas de jamón, hasta que los cincuenta pesos bastaron. Volvieron a casa, empeñaron la estufa, el secador y la licuadora. Regresaron a la oficina de correos y enviaron el segundo bloque. Al salir, Mercedes se detuvo y comentó a su esposo: Gabo, ahora lo único que falta es que esa novela sea mala“. (Gabriel García Márquez. Una vida. Geral Martín).
El anterior epígrafe corresponde a la vivencia del Nobel cataqueño, con Mercedes Barcha, su esposa, fallecida recientemente, con ocasión del trámite de la primera edición de la famosa novela, que años después, según el escritor, se vendía como salchichas calientes, capaz de quitarle la tranquilidad y paz soñada, como lo añoró en su momento el Coronel Aureliano Buendía en su taller de pescaditos de oro, en el inolvidable Macondo.
Mercedes Barcha falleció a la edad de 87 años; nació en Magangué, departamento de Bolivar, población floreciente al lado del rio Magdalena, principal arteria fluvial del país, en la época de ensoñación (1940-1950), conexa con el innovador transporte de buques de vapor, como el David Arango, Atlántico, Caldas, entre otros. Alguna vez Gabo señaló que guardaba gran afecto y aprecio por Magangué, debido a que era el lugar de nacimiento de su amada esposa y porque desafortunadamente en dicho puerto, un día lejano, en algún lugar del mundo recibió la infausta noticia de que el transbordador David Arango, había sufrido un siniestro, propiciándose su incineración total. Dicha embarcación era una de las que lo transportaban desde la Costa Atlántica, hasta el interior del país, en el periodo de la formación académica en el colegio de bachillerato, en Zipaquirá. Para mí, dijo, la vida fue otra después del conocimiento de aquella trágica noticia.
Mercedes Barcha fue una mujer admirable, de espíritu generoso, tímida e impermeable a entrevistas y manifestaciones referentes a la actividad de su esposo, reservada en demasía, prefiriendo pasar desapercibida, naturalmente. Tratando de resaltar su memoria y comportamiento ejemplar al lado del Nobel fallecido hace algunos años, exponemos brevemente el recuento de vivencias, siguiéndole sus huellas, su paso indeleble en la obra del ilustre cataqueño, su esposo.
Cien años de soledad
“Un año después de la partida del Sabio Catalán, el único que quedaba en Macondo era Gabriel, todavía al garete, a merced de la azarosa caridad de Nigromante y contestando los cuestionarios del concurso de una revista francesa, cuyo premio mayor era un viaje a Paris. Aureliano, que era quien recibía la suscripción, lo ayudaba a llenar los formularios, a veces en casa, y casi siempre entre los pomos de loza y el aire de valeriana de la única botica que quedaba en Macondo, donde vivía Mercedes, la sigilosa novia de Gabriel”.
En algún momento de la narración de Cien Años de Soledad, Gabriel García Márquez refleja en un personaje, Amaranta Úrsula, la última mujer de la estirpe Buendía, el espíritu nostálgico y visión renovadora de Mercedes Barcha, así:
“Ella le hablaba de Macondo como del pueblo más luminoso y placido del mundo, y de una casa grande, perfumada de orégano, donde quería vivir hasta la vejez con un marido leal y dos hijos indómitos que se llamaran Rodrigo y Gonzalo, y en ningún caso Aureliano y José Arcadio, y una hija que se llamara Virginia, y en ningún caso, Remedios“.
Crónica de una muerte anunciada
“Muchos sabían que, en la inconsciencia de la parranda, le propuse a Mercedes Barcha que se casara conmigo, cuando apenas había terminado la escuela primaria, tal como ella misma me lo recordó cuando nos casamos catorce años después”.
“Ángela Vicario era la hija menor de una familia de escasos recursos. Purísima del Carmen, su madre, había sido maestra de escuela hasta que se casó para siempre. Su aspecto manso y un tanto afligido disimulaba muy bien el rigor de su carácter. Parecía una monja, recuerda Mercedes“.
El amor en los tiempos del cólera
En el epígrafe de esta obra maravillosa, Gabo indica: “En adelanto van estos lugares, ya tienen su Diosa Coronada“(Leandro Díaz) y “Para Mercedes, por supuesto”
Vivir para contarla (Memorias)
La relación amistosa y posterior casamiento de Gabriel García Márquez y Mercedes Barcha, tuvo su origen en Sucre (Sucre), donde las familias de ambos se habían asentado recientemente:
“Aquel fue el año de Cayetano Gentile (Santiago Nassar en La Crónica de una Muerte Anunciada), en que celebró sus vacaciones con tres bailes esplendidos. Para mi fueron fechas de suerte, porque en los tres bailes siempre con la misma pareja. La saqué a bailar la primera noche sin tomarme el trabajo de preguntar quién era, ni hija de quien, ni con quién. Me pareció tan sigilosa que en la segunda pieza le propuse en serio que se casara conmigo y su repuesta fue aún más misteriosa: “Mi papa dice que no ha nacido el príncipe que se va a casar conmigo“.
Días después la vi atravesar el camellón de la plaza bajo el sol bravo de las doce, con un radiante vestido de organiza y llevando de la mano a un niño y una niña de seis o siete años. “Son míos, me dijo muerta de risa, sin que yo se lo preguntara y con tanta malicia, que empecé a sospechar que mi propuesta de boda no se la había llevado el viento”.
Relató alguna vez el célebre autor que el punto culminante para la consolidación de la relación conyugal, se gestó antes de su primer viaje a Europa, como enviado especial del diario capitalino El Espectador. En la última página de sus memorias, acotó:
“Horas después, en el taxi que me llevaba al aeropuerto de Barranquilla bajo el ingrato cielo más transparente que ningún otro del mundo, caí en la cuenta de que estaba en la Avenida Veinte de Julio. Por un reflejo que ya formaba parte de mi vida desde hacía cinco años miré hacia la casa de Mercedes Barcha. Y allí estaba, como una estatua sentada en el portal, esbelta y lejana, y puntual en la moda del año con un vestido verde de encajes dorados, el cabello cortado como alas de golondrina y la quietud intensa de quien espera a alguien que no ha de llegar. Tuve el frémito de perderla para siempre un jueves del mes de julio, a una hora temprana. Llegué al aeropuerto y en una esquela apropiada escribí mi primera carta formal a Mercedes, para saludarla y darle la noticia oficial de mi viaje. Al final agregué una nota determinante: Si no recibo contestación a esta carta antes de un mes, me quedaré a vivir para siempre en el Viejo Continente. Eché la carta a las dos de la madrugada en el buzón desolado del aeropuerto de Moncego Bay. Ya era viernes. El jueves de la semana siguiente, cuando entré en el hotel de Ginebra, al cabo de otra jornada inútil de desacuerdos internacionales, encontré la carta de respuesta”.
Fue la síntesis del seguimiento a los pasos de Mercedes Barcha, en la obra literaria de Gabriel García Márquez, de relevancia infinita. A ella nunca le interesó el tema literario. Lo evadió siempre con inteligencia y carácter indeclinable. Estos atributos la mantuvieron perenne e íntimamente ligada a la celebridad, uno de los hijos del telegrafista de Aracataca. Fue suficiente. Paz en la tumba de Mercedes, la hija de Demetrio Barcha, el dueño de la botica, en la Barranquilla del Sabio Catalán, los discutidores empedernidos contagiados inmisericordemente por la fiebre de la buena literatura.
Álvaro Yaguna Nuñez
Fuentes:
Cien años de Soledad
Crónica de una muerte Anunciada
El amor en los tiempos del cólera
Vivir para contarla (Memorias)
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