Literatura

Julio Cortázar: encuentro en Caracas

Gabriel Jiménez Emán 

24/11/2020 - 05:25

 

Julio Cortázar: encuentro en Caracas

 

1976. Me encuentro bajando enseres de un departamento, en Caracas. Mi familia y yo acabamos de hallar una nueva residencia para establecernos. Nos mudamos. Antes de llegar a la nueva casa, me detengo en la vía y compro el periódico. Allí leo la noticia de la visita de Julio Cortázar a la ciudad, donde me entero de que viene a dar unas charlas. Se encuentra alojado en un hotel, a pocas cuadras de donde estoy. No puedo casi creer que el gran escritor argentino a quien tanto admiro ande por ahí, cerca. El narrador que cambió mi vida con sus cuentos, con aquellos libros como Final del juego, Todos los fuegos el Fuego, o El Perseguidor, con su figura desenfadada y sus valientes y reveladoras declaraciones políticas y literarias, Cortázar luce para nosotros entonces como el escritor completo; creador de un mundo propio y fantástico, al tiempo que se compromete también con las causas sociales de América Latina, sus revoluciones, sus cambios, sus ilusiones. Es un hombre altísimo, barbado, de mirada franca y serena y de aspecto juvenil. Contiene en sí varias nacionalidades: nacido en Bruselas (en 1914) y criado en Buenos Aires, marcha en su juventud a París, donde se adapta y escribe sus principales obras: la magistral Rayuela (al decir de Lezama Lima es “el Ulises de América”), La vuelta al día en ochenta mundos, Las armas secretas, Bestiario, Queremos tanto a Glenda, Historias de cronopios y de famas, libros heteróclitos donde se respira una fiesta del lenguaje, en plena libertad de géneros y formas cambiantes.

Me ducho en el nuevo apartamento, me pongo fresco y voy en busca de Julio Cortázar. Está en un pequeño hotel de la urbanización Bello Monte, en Caracas, recién inaugurado. Pregunto por él en recepción, casi temblando de emoción. Sí, se encuentra ahí, me dicen, y luego a él que abajo lo espera un joven que se identifica como escritor. Qué pedantería, identificarme como tal con Julio Cortázar. Que ya viene bajando, me dicen.

Aparece el hombre, con una camisa manga corta muy holgada, que deja ver sus largos brazos y grandes manos; una de ellas se tiende hacia mí y me invita a una salita de estar. Se sienta, abre un paquete de cigarrillos, enciende uno, aspira largo, larguísimo, y luego expele el humo lentamente. Le digo mi nombre, no sé de qué hablarle, se me ocurre decirle que me gustó su prólogo a la obra de Felisberto Hernández aparecido en Biblioteca Ayacucho de Caracas; me dice que Ángel Rama también ha hecho un prólogo muy bueno en Argentina, y hablamos un rato sobre el entrañable uruguayo Felisberto. Más tarde le digo que he conocido hace un año a José Lezama Lima en La Habana, y se alegra; le cuento algunas anécdotas con Lezama y el rostro se le ilumina. Salí del apuro citando a dos grandes, y me felicito. El gran escritor cuenta entonces en ese año 1976 con 62 años, y el pichón de escritor que soy 26, la cifra inversa. Todo un 62 modelo para armar, otra broma feliz del azar concurrente.

Después le obsequio unas revistas venezolanas y un libro mío, Los dientes de Raquel. Me lo agradece. Me anuncia que en unos momentos José Balza viene a buscarlo para llevarlo a la Universidad Central a una cita con los estudiantes. Le tiendo una edición de Prosa del observatorio para que me la firme.

–Nunca dedico libros—me dice. Discúlpeme usted. Pero le anoto mi dirección en Paris, por si va por allá me visita. Y pone la dirección en el libro suyo que tengo a la mano, Prosa del observatorio. 

–Gracias, le digo.

Entonces me despido. 

–No, quédese mientras llega Balza- me dice.

Ordena dos cafés, saca y se prepara a encender otro de sus casi míticos galoises, los fuertes cigarrillos franceses.

–Me gustan el clima y el paisaje de Venezuela- dice. -Tengo planes de ir a Mérida y a Cumaná, también a Guayana.

Le hablo descriptivamente de esas regiones. Tomamos los cafés y él fuma su galoise. Le digo que en Cumaná fabrican muy buenos habanos, que harían las delicias suyas y de Lezama. Mientras fuma su cigarro me dice que Lezama es quizá el escritor más culto de América, y cómo todo lo que nombra lo transforma en conocimiento o en literatura. Hace comentarios sobre La Habana, sobre los olores de la ciudad mezclados al mar. Se levanta. Yo también. Entonces me despido, estrecho su mano y me doy vuelta, bajo los escalones hacia un pequeño jardín y me voy silbando hacia Sabana Grande. Busco una buena barra en un bar cercano y bebo una cerveza fría, para disfrutar a solas de mi buena suerte. Ya les contaré a mis amigos de este encuentro, con un escritor que para mí entonces era como una suerte de deidad, como Rubén Darío lo era para los modernistas.

Releo sus libros Historias de cronopios y de famas, Prosa del observatorio –donde acaba de poner su firma y de anotarme su dirección (B.P. 33 75022 Paris I Cedex 01 FRANCIA)– y Deshoras. Me deleito con sus dos últimos libros, Salvo el crepúsculo Los autonautas de la cosmopista. Me preparo a escribir un ensayo sobre ellos, titulado “Últimas pistas de Julio Cortázar”, proyecto que voy posponiendo hasta hoy, y que ve su resultado en la revista Imagen (N° 1 Nueva Época, Caracas, 2011) Sigue Cortázar con su intensa vida, asistiendo a encuentros en universidades, y a eventos internacionales donde aboga por la independencia social y espiritual de América Latina y, ante todo, por una defensa de la literatura en todo su espectro: social, humano, intelectual. Dediqué a Cortázar varios escritos, uno titulado “Cortázar de vuelta” en la revista española Quimera, ampliado luego para mi libro Diálogos con la página en 1984.

Supe de sus visitas a Venezuela mucho después, y quise saludarle de nuevo en una ocasión en que formaba parte del Tribunal Russell, para lograr la libertad de escritores encarcelados por razones políticas; o por intelectuales que han sido víctimas de persecución. Era tal la afluencia de público en un auditorio de Parque Central en Caracas, que no me atreví a acercarme. Yo estaba allí con mi hermano Ennio y el poeta Rafael Garrido. Cortázar fue invitado a pasar al proscenio, le tocaba intervenir. Nosotros estábamos de pie. Él se levantó y miró hacia atrás por un momento, saludó y a mí me pareció que era para mí. Le respondí nerviosamente, sin estar seguro de ello. ¿Sería a mí de verdad?, consulto a mis hermanos. Sí, Gabriel, fue a ti, me aseguran ellos. Qué gran memoria, qué gran regalo, les digo. Oímos su discurso. Los medios de comunicación se vuelcan sobre él. Abandonamos la sala de conferencias en busca de un restorán donde hablar y refrescarnos. 

Aquel saludo fue para mí uno de los mejores estímulos para proseguir en mi trabajo literario, este difícil camino de la escritura, contra viento y marea, desde lo profundo, aquel saludo que llevaré siempre tatuado y que se fue haciendo más fuerte desde su adiós físico en 1984, justo a los 70 años. En Venezuela se celebra el 12 de febrero el día de la juventud, una fecha para mí inolvidable porque fue el día en que nació mi madre. Es también la fecha del fallecimiento en París de Julio Cortázar, quien sufría de una enfermedad que le hacía parecer siempre joven. Una feliz enfermedad, digo, que contagió a su literatura, joven por siempre. Su mujer, Carol Dunlop, había fallecido hacía pocos meses, y según parece, Julio no pudo con tanta soledad. Habían realizado juntos un viaje intemporal París-Marsella que reseñaron en Los autonautas de la cosmopista, ejercicio vital de “dos cronopios que por puro amor recorrieron durante un mes la autopista más transitada del mundo, con un propósito que cualquier persona consideraría absurdo y disparatado, donde la enajenación de lo cotidiano se rompe para dar lugar a la inventiva, a la reflexión, a la búsqueda de lo humano por lo humano, al encuentro constante de una auténtica escritura”.

Ese texto de presentación, creo, pudiera aplicarse a toda su obra literaria.

El fallecimiento de Cortázar en 1984 me dolió mucho entonces, pero también afianzó mi vocación y mi destino. Gracias, Julio, ya hace rato cumpliste los cien y te queremos tanto, siempre andas por ahí.

 

Gabriel Jiménez Emán 

Ensayista, autor de “Utopía final: Ensayos de crítica cultural”

1 Comentarios


Mariano 14-12-2020 12:00 AM

Querido Gabriel. Existen muchos Julios regados por ahí en las calles de nuestra siempre sorprendente Latinoamérica. Tú Gabriel eres uno de ellos. Otro de esos grandes Cronopios.

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