Literatura

Y el caso Vargas Llosa expuesto por Atilio Borón

Gabriel Jiménez Emán

13/01/2021 - 06:10

 

Y el caso Vargas Llosa expuesto por Atilio Borón
El escritor Mario Vargas Llosa / Foto: Telva

 

En América Latina, los intelectuales del siglo XX comenzaron a tener auge cuando pensadores como José Martí, José Enrique Rodó, Juan Marinello, José Carlos Mariátegui, Eugenio María de Hostos, Mario Briceño Iragorry, Mariano Picón Salas, Alfonso Reyes, Octavio Paz, Germán Arciniegas, José Abelardo Ramos, Pedro Henríquez Ureña, Gilberto Freyre o José Vasconcelos, entre muchos otros, repensaron el continente desde perspectivas filosófico-históricas que se movieron entre el positivismo, el americanismo, el historicismo, el bolivarismo, el liberalismo o el marxismo, pero siempre dentro de una gran densidad conceptual. Aun cuando pudieran esgrimir tesis opuestas entre sus interlocutores, estos pensadores siempre mantuvieron altura intelectual; por más encontradas o encarnizadas que hayan sido sus posiciones, siempre contemplaron el respeto intelectual y hasta la admiración por el adversario.

A medida que se fueron recrudeciendo las luchas sociales, los pueblos de nuestro continente se vieron obligados a buscar otras opciones que los liberaran de los nuevos yugos del imperialismo y el capitalismo. Los intelectuales también fueron depositarios de la esperanza de esos pueblos a que pertenecían, con la obligación moral de interpretarlos y encauzarlos hacia mejores derroteros. Se inspiraron en procesos societarios guiados por Revoluciones como la francesa, la portuguesa, la rusa, la revolución china, la mexicana o la cubana para intentar tomar de éstas ideas que pudieran implementarse en cada país de acuerdo a sus específicas peculiaridades.

A partir de la revolución cubana, se produjo una escisión de perspectivas y aparecieron nuevos modos de gobernanza, desde Francia intelectuales prominentes como Jean Paul Sartre se identificaron con las luchas latinoamericanas. A ellos se unieron otros como Franz Fanon, René Depestre, Leopold Senghor o Aimé Cesaire para apoyar el proceso como el de Cuba hacia el socialismo surgieron figuras como el Che Guevara en Argentina, y una legión de luchadores y luchadoras sociales se dieron cita en nuestras tierras para optar por nuevos modelos de organización social, que incluyeron por supuesto al socialismo o el comunismo. Pronto el comunismo fue diabolizado por la propaganda capitalista –o a veces absorbido por la ideología del consumo, como ocurrió con la imagen del Che Guevara—fenómeno que perdura hasta hoy. Muchos intelectuales de otros países decidieron continuar por el sendero del socialismo y otros proseguir en las rutas predeterminadas por el capitalismo. La gran diferencia entre ambos –creo-- es que la primera opción está signada por la voluntad de los pueblos y su derecho a elegir, y la segunda por las pautas que marcan las organizaciones financieras, las empresas y las corporaciones que pretenden manejar todo, desde los alimentos hasta las comunicaciones, desde el gusto hasta las tendencias del arte. Con el arte la tienen difícil, pues el arte popular siempre tendría la fuerza del riesgo de la calle, mientras que la cultura burguesa, cansada y estancada, termina de cederle el paso, por conveniencia y por obra de las corporaciones, a una cultura de masas, serializada y amorfa. En los años 60 del siglo XX hubo una confrontación extraordinaria entre estas dos culturas que, entre otras cosas, fue revitalizada por al marxismo, el psicoanálisis y los movimientos contraculturales, valorando otras expresiones poéticas o musicales como la poesía beat norteamericana, el cine de la nouvelle vague francés, el arte pop, el expresionismo abstracto y la nueva figuración; en música el blue, el jazz y el rock irían a encontrarse o mixturarse en América Latina con el valse criollo, el bolero, el tango, la salsa o la nueva trova, para convertirse en armas de lucha y resistencia.

La literatura esperaba su turno. La poesía contó con representantes de primera línea como Rubén Darío, Vicente Huidobro, Pablo Neruda y César Vallejo, entre muchos otros. Una nueva generación de narradores entre los que se encontraban Alejo Carpentier, Juan Carlos Onetti, Mario Benedetti, José Donoso, Virgilio Piñera, Julio Cortázar, Leopoldo Marechal, Roberto Arlt, Juan Rulfo, Juan José Arreola, Eduardo Galeano, Jorge Amado, Carlos Fuentes, Fernando del Paso, Julio Ramón Ribeyro, Augusto Monterroso, Álvaro Mutis, Alfredo Bryce Echenique, Salvador Garmendia o Adriano González León despuntaron para continuar la tradición de la narrativa latinoamericana que había comenzado con Horacio Quiroga, Machado de Assis, José Eustasio Ribera, Rómulo Gallegos, Ricardo Guiraldes, Arturo Uslar Pietri, Alcides Arguedas, Manuel Mujica Láinez, Mariano Azuela, Ciro Alegría, José María Arguedas, Teresa de la Parra, Juan Bosch, Alfredo Pareja Diezcanseco, José Rafael Pocaterra Adolfo Bioy Casares y Jorge Luis Borges, entre muchos otros.

Siempre he sido respetuoso de las diferencias de pensamiento. En el terreno ideológico mucho más, dado que las ideologías políticas como tales siempre han corrido sobre pistas resbaladizas, y están impregnadas de sutilezas que pueden ser muy perjudiciales para el cabal entendimiento de las cosas. Personalmente, nunca me he sentido la encarnación del prototipo de intelectual de izquierdas y mucho menos un revolucionario. No me gustan los esencialismos ni los ismos en general; no me siento marxista, por ejemplo, pues no he escrito una obra que me acredite como tal y tampoco soy un luchador social; me parezco más a un socialista iluso, pues también soy bastante tímido y flojo para gritar consignas y aplaudir líderes, aunque a veces me provoque desbaratar un lugar; o me salgo pronto de las casillas en cuanto veo una injusticia o a un pedante maltratando a un indefenso. Ni siquiera llego a la categoría de utopista, pues las utopías sociales tienen el problema de que son estáticas, se plantean mundos perfectos de beatitud donde iremos algún día a cumplir todos nuestros sueños, cosa imposible de lograr para mí.

Pudiera decirse que la revolución cubana radicalizó a mediados del siglo pasado las posiciones políticas en América Latina. Muchos intelectuales se identificaron con ella; otros no, como es natural. Aquí entra nuestro personaje, que al principio dice estar identificado con tal revolución. Años después, luego del famoso “Caso Padilla” donde un poeta cubano –Heberto Padilla—fue censurado –incurriendo las autoridades cubanas en un evidente error-- en un concurso literario por considerar que esa obra de Padilla iba en contra del gobierno, Mario Vargas Llosa encontró ahí la excusa perfecta para deslindarse inmediatamente del gobierno de Castro, por considerarlo totalitario. El personaje de marras se aparta desde entonces de todo lo que huela a izquierdas, socialismo o revolución, para identificarse automáticamente con el liberalismo. Estaba en su derecho. Nadie lo podía obligar a nada. Se fue retirando de sus amigos de la izquierda y de todos cuantos simpatizaban con Cuba o la Unión Soviética. La polémica se extendió e irradió hacia el medio intelectual español, donde destacaron entre otros el novelista español Juan Goytisolo como nuevo disidente, mientras que otros como Julio Cortázar y Gabriel García Márquez se identificaron con Cuba. Los casos de replicaron en varios países, sin que ello fuera motivo de mayor escándalo. No hay que olvidar cuáles fueron en verdad los verdaderos tiranos: Benito Mussolini, Adolf Hitler, Joseph Stalin, Francisco Franco, Juan Vicente Gómez, Fulgencio Batista, Marcos Pérez Jiménez, Augusto Pinochet, Stroessner, Videla, etc.

Vargas Llosa comienza su carrera de novelista ganando el Premio Rómulo Gallegos en Venezuela, y la corona con el Premio Nobel hace pocos años. Su obra literaria es conocida internacionalmente. Pero el escritor peruano tiene otros intereses: quiere ser presidente del Perú. Se le prepara una campaña electoral gigantesca, basada en su prestigio como intelectual, pero fracasa estrepitosamente frente a Alberto Fujimori, algo de lo que jamás se ha podido recuperar, y lo signa para siempre. De ahí en adelante, la obsesión política de V. Llosa recrudece, aunque él la retoque con el barniz de intelectual libre pensador. Se radica en Inglaterra, luego en España. Desde hace más de cuarenta años se dedica, en su rol de conciencia cívica latinoamericana, a intentar destripar todo lo que huela a lucha de los pueblos por liberarse, viendo regímenes totalitarios por todas partes, y resaltando las virtudes de la cultura occidental global representada por los países capitalistas, preferentemente europeos, donde España le vino como anillo al dedo; país del que adquirió la nacionalidad y el título nobiliario de Marqués, al punto que en una ocasión llegó a afirmar que había nacido en el Perú por accidente. Allí participa constantemente en foros, programas de televisión, no hay espacio mediático donde no aparezca o donde no lo entrevisten, periódico donde no publique. Lo puede ubicar en You Tube polemizando con Octavio Paz y diciéndole al poeta mexicano que en el México de los años 70 había en ese país una dictadura atroz, la “Dictadura perfecta”, mientras Octavio Paz le aclaraba que se trataba más bien de la hegemonía de un partido, el PRI, y Vargas Llosa hablaba de las maravillas conquistadas en el siglo XX frente a un grupo de escritores como Manuel Vásquez Montalbán y Juan Goytisolo, que le refutaron, mientras él les repetía: “Si ustedes supieran de dónde vengo yo”.

El síndrome más notorio en Vargas Llosa es el de juzgar a mansalva, pero no el de polemizar ni el de responder a nadie. Lanza sus ideas por todos los medios posibles, y nada más, no tiene rivales ni interlocutores que estén a su altura. Ha arremetido contra el feminismo, contra los indios y los negros, lo mismo da. Se hace la vista gorda acerca de los desmanes y tropelías del capitalismo en cuanto a injerencias militares, guerras, abusos, destrucción de los ecosistemas. Pero se confiesa admirador de la Argentina de antes; no sabemos a qué Argentina se refiere, si a la populista de Juan Domingo y Evita Perón; a la corrupta de Carlos Menem o a la criminal y dictatorial de Videla; o a aquella Argentina de los años 30 de Uriburu o Irigoyen en del siglo XX cuyo lema era “Dios es argentino” y cuyas pampas eran las más lucrativas praderas del mundo, dominadas por una oligarquía ganadera porteña volcada completamente a la cultura europea, y con una estructura de servicios creada por el imperialismo, donde reinaba el buen gusto, los finos modales, la educación y el progreso; el novelista tampoco se explica cómo un país así eligió a los Kirchner como presidentes. Admira democracias liberales como las de Colombia y la Argentina actuales, mientras abomina de fenómenos como el de Allende en Chile, el de Castro en Cuba o el de Chávez en Venezuela. Funge de juez universal de los gobiernos occidentales, y aunque aparentemente no es un político profesional, sí cumple con un rol político muy precisa, y no lo debe hacer gratuitamente, sólo porque desea la paz y la armonía del mundo. Yo lo percibo como un político que expía su fracaso volviéndose “intelectual orgánico” de la derecha global, y tampoco lo debe hacer gratis, si nos atenemos a las reglas del mercado actual, donde todo tiene un precio. Esas regalías deben producirle más dinero que las de la venta de sus novelas. Si no, que lo digan los directivos de la Fundación Libertad. 

Sólo hay que ver cómo elogia a los Estados Unidos y simpatiza con la Colombia de Iván Duque, usando para éste elogiosos adjetivos; la de Duque es –por cierto-- la misma Colombia de Juan Manuel Santos y la de Álvaro Uribe, es decir, una Colombia manejada por un Narco-Estado que aparenta estar buscando la “paz” mientras utiliza grandes contingentes de paramilitares para asesinar guerrilleros, campesinos y líderes sociales que se opongan al sistema, a la “perfecta democracia” de la oligarquía colombiana, que ha producido el mayor número de muertes políticas del siglo XX y de lo que va del XXI.

De Mauricio Macri V. Llosa es íntimo amigo y no se explica su revés en las recientes elecciones primarias de Argentina, y éstas preguntas se las hace en televisión y Macri no sabe cómo responderlas, cuyas respuestas sí posee el pueblo, cansado de soportar tantos abusos. Apenas ve V. Llosa que hay un repunte de algo diferente en México –quizá le molesta el socialismo de López Obrador— se altera: recuerden, México es el país al cual se refería años atrás diciendo que estaba dominado por una “dictadura perfecta”. En aquella “dictadura” mexicana tenía Vargas muchos amigos, como Enrique Krauze, quien desde la revista Letras Libres usurpó el talento de Octavio Paz para sus propios beneficios intelectuales. Está realmente preocupado Vargas porque ya no tiene amigos en el poder en el México actual, donde las instituciones culturales que le rendían pleitesía ya no están en las mismas manos, y también anda muy preocupado porque el gobierno de Estados Unidos no termina de invadir pronto a su “querida Venezuela” para sacarla del atraso. Semana a semana publica artículos en la prensa madrileña replicados por agencias internacionales, donde ataca con ira al gobierno de Maduro. Pero se queda callado cuando tiene que emitir algún juicio en España sobre movimientos independentistas como el de Cataluña o el País Vasco. Ningún otro intelectual se atreve a proferir tantos anatemas contra gobiernos progresistas. El anciano mimado del gobierno español hace realmente lo que le viene en gana en ese país: se pasea por la farándula, imparte charlas, asesora empresas, ofrece entrevistas, preside fundaciones, asiste a grandes banquetes, publica cada año una novela, acude a recepciones de la aristocracia, figura en las portadas de las revistas de moda. Se trata del intelectual más notable de la derecha mundial. Hace pocos años se atrevió a lanzar desde la Fundación que lleva su nombre, un evento denominado “El canon del boom”, donde aparecía encabezando la lista de los renovadores de la novela latinoamericana. Este dislate mayor consistió en otorgar rango académico al fenómeno editorial del boom de la novela de los años 60, donde él encabezaba la lista de ese canon con su primera obra, e invitó para ello a un buen panel de escritores para que lo acreditaran, al tiempo que creaba un Premio Anual de Novela con su nombre.

Recientemente, ha querido justificar filosóficamente su salto hacia el liberalismo en un libro titulado La llamada de la tribu (2018) apoyándose en filósofos como Karl Popper. Si no me equivoco, la posición filosófica de Popper está sustentada en el predominio de las teorías científicas, sin las cuales nada sería posible; Popper introdujo varias categorías como la de falsación y demarcación, y refutó al marxismo y al psicoanálisis porque según él no eran disciplinas lo suficientemente científicas, haciendo énfasis en la preeminencia de la crítica pero olvidando que la ciencia por sí misma no puede producir verdades. Sin embargo, el racionalismo crítico de Popper tampoco le sirvió para sustentar su teoría de una sociedad abierta, una posición radical negadora de los totalitarismos –que es por donde parece haber hechizado a V. Llosa— quien no advierte el profundo reconocimiento de Popper hacia Marx como sociólogo de las clases humildes. Esta idea de la sociedad cerrada y perfecta “heredera de la tribu” es la que retoma Vargas para contrastarla con la suya. Recordemos que Theodore Adorno y Jurgen Habermas criticaron duramente las teorías de Popper, y éste los acusó luego de usar ambos un lenguaje pretencioso y vacío. Los otros dos filósofos pivotes del “pensamiento” de V. Llosa son Raymond Aron y Jean Francois Revel, En lo que respecta a Revel, éste se destacó por su eterno coqueteo entre liberalismo y anticomunismo. Menos filósofo que periodista, Revel siempre se destacó por sus ataques contra el socialismo utópico, por hablar ambiguamente sobre el antinorteamericanismo y el subsecuente desmembramiento de las tendencias anti-Estados Unidos. Revel afirmaba que una de las debilidades más visibles del comunismo fue la de nunca haber existido sino en la mente de los comunistas, y en la de los operadores políticos del Partido que terminaría por aniquilarlo, frente a un capitalismo que se impuso a nivel mundial (global), “con todos sus defectos.” Pero esta idea no es original de Revel. Ya la había ensayado antes otro francés, el liberal Raymond Aron, cuando identificó comunismo con totalitarismo, aduciendo ideas similares de poder absoluto desde el Partido Comunista sobre los ciudadanos. Aron comenzó siendo socialista pero pronto giró para criticar al comunismo, denostando del marxismo y creando expresiones como “el mito de la Revolución”, “el mito de la izquierda”, “el mito del proletariado”, viendo en éstos recetas para la tiranía totalitaria. Reformista convencido, Aron usa la palabra “progreso” como los antiguos liberales usaron la palabra “ciencia”: como una panacea a la que hay que aspirar dando pasos lentos, según él, pues la realidad es de por sí errónea, imperfecta, recalcitrante, y debemos ser pacientes si deseamos transformarla. Seamos escépticos, nos dice, en el momento de revisarla, es demasiado compleja. El marxismo para él es un fin intelectual, no una manera de acercarse a la realidad social. Con razón discrepó tanto de su compañero de estudios en la Escuela Normal de París, Jean Paul Sartre. 

Vale aquí una consideración acerca del liberalismo. Éste no es una categoría o tendencia filosófica, sino una doctrina política que sostiene que la autoridad del Estado no es absoluta y que los ciudadanos conservan una parte de autonomía, que el Estado debe respetar. En el plano económico defiende la libre empresa, se opone al socialismo y sostiene que el Estado no debe intervenir en las relaciones económicas entre personas o clases sociales, y tuvo sus representantes destacados en John Stuart Mill, Adam Smith, T. R. Malthus y otros. Pero el liberalismo, al volverse global, se convierte en algo mucho peor: en una ideología que se impone al resto de la sociedad a través de empresas multinacionales, medios de comunicación, sabotajes cibernéticos e injerencias bélicas. El liberalismo del siglo XIX encontró su mejor contrincante en el materialismo histórico que, al sustentarse en una teoría, echa por tierra al idealismo especulativo al servicio de una burguesía; mientras el materialismo se vincula a obreros y trabajadores organizados, movidos por una lucha de clases que a su vez es el motor de la historia. Aquí el materialismo histórico se aleja del positivismo, que creyó encontrar en la ciencia una panacea (sustituyó el trabajo artesanal por las máquinas) y a la larga se convertiría en una suerte de religión a través de un catecismo, como quería Augusto Comte, padre de la sociología. Entonces el idealismo y el positivismo engendraron un hijo adelantado en el siglo XX: el neoliberalismo, que permitió el avance de una nueva religión: la teología del dinero, la concentración de capital privado en manos de unas pocas empresas, familias privilegiadas, bancos, instituciones financieras, gobiernos que se solazan con aquellos y les permiten fabricar un gran arsenal bélico en detrimento de las clases obreras y campesinas, a quienes tratan como esclavos modernos. Cuando Marx lleva a cabo la crítica del capital, introdujo el elemento económico y la lucha de clases otorgándoles valor filosófico, creando los conceptos de alienación y plusvalía, determinantes para comprender cómo funciona en verdad el capital. Se radicaliza esta posición y entonces el neoliberalismo político-económico debe hacerse más fuerte, con la ayuda del imperialismo moderno.

Hasta ahora, muy pocos se le habían enfrentado con seriedad a Vargas Llosa. Sólo observaciones sueltas como las que acabo de hacer, artículos eventuales en distintos países, entre los que resalta una extraordinaria carta pública del narrador argentino Mempo Giardinelli, donde le llama la atención sobre el fraude perpetrado en Argentina por Mauricio Macri, refrendado por el novelista peruano. Y ahora le ha salido otro contendor de peso: el periodista y analista político argentino Atilio Borón, quien ha publicado un libro El hechicero de la tribu. Mario Vargas Llosa y el liberalismo en la América Latina, donde desmenuza a quien funge actualmente de hechicero mayor de la tribu intelectual de la derecha. No he leído el volumen en su totalidad sino apenas algunos fragmentos que se han venido publicando en la página de Alai América Latina en Movimiento, y un artículo reciente titulado La furia del hechicero y la venganza de Roger Casement, donde Borón desmenuza el pensamiento y las posturas oportunistas de Vargas Llosa a través de un desmontaje crítico de sus falencias conceptuales, que han sido puestas al descubierto y sopesadas por Borón. Por fin le han puesto el cascabel al gato, diríamos, desmenuzando sus debilidades históricas e infundios, ha sido desmontado el discurso de Vargas, su odio visceral hacia los pueblos que desean elegir su destino fuera del marco del liberalismo occidental y de su crisis civilizatoria. Los datos y hechos aportados por Borón en este artículo son incontrovertibles, son realidades comprobables repletas de ejemplos y cifras verificables, sucesos históricos documentados, fenómenos que pueden ser constatados por cualquier vía.

El caso Vargas Llosa no sólo es un caso atípico en la historia de la cultura hispanoamericana, como bien anota Borón, sino que alcanza a mi modo de ver el rango de “caso clínico”, pues no se trata sólo de un simple polemista profesional con jerarquía de Premio Nobel (premio por demás devaluado desde que J. M. Santos y Barack Obama ganaron el de la Paz, y luego el pasado año se mostraran pruebas de corrupción en uno de los directivos de la organización Nobel, por lo cual se vieron obligados a dimitir varios miembros de esa institución, sin poder conceder el premio) sino de un obcecado difamador de gobiernos de izquierda, una persona con mucho poder mediático e inmensa audiencia periodística, más que un intelectual serio de quien sería necesario oír consejos, tan predecibles son sus posiciones.

Por supuesto, este asunto va más allá del simple caso V. Llosa y se extiende al papel de los intelectuales en la sociedad, un tema que ha abordado con mucha lucidez por el escritor israelí Edward. W. Said, quien propone1 más bien que el intelectual funcione en este caso considerándose a sí mismo un amateur, no un especialista y mucho menos un juez de los hechos históricos, pues él mismo forma parte de esa historia. Dice Said: “Ganar recompensas del poder no es el mejor incentivo para el ejercicio de ese espíritu crítico y relativamente independiente de análisis y de juicio que, desde mi punto de vista, debe ser la contribución del intelectual. En otras palabras, el intelectual no es funcionario entregado a los objetivos políticos de un gobierno o de una corporación importante, o ni siquiera de un gremio de profesionales de igual parecer. En tales situaciones, las tentaciones de prescindir del propio sentido moral, o de pensar enteramente desde dentro de la especialidad, o de circunscribir el escepticismo en favor de la conformidad, son realmente demasiado grandes para cerrar los ojos ante ellas. Muchos intelectuales sucumben de lleno a esas tentaciones, y hasta cierto punto, todos lo hacemos. Nadie se apoya del todo en los propios recursos, ni siquiera el más libre de los espíritus libres. Un buen método para mantener una relativa independencia sería actuar con la actitud del amateur y no como el profesional. Actuar como un amateur significa escoger los riesgos y los resultados inciertos de la esfera pública –una conferencia, un libro o un artículo que circule sin trabas—por encima del espacio cómplice controlado por expertos y profesionales. En segundo lugar, transmitir conocimiento directo por unos honorarios es muy diferente a si una universidad te pide que des una conferencia pública o si se te invita únicamente ante un reducido y cerrado círculo de funcionarios. Como esto lo he tenido muy claro, he aceptado con gusto las conferencias en universidades, y también siempre he declinado otras invitaciones. En tercer lugar, y respecto a asuntos estrictamente políticos, siempre que un grupo palestino me ha pedido ayuda, o una universidad sudafricana que hable contra el apartheid y en favor de la libertad académica, lo he aceptado. En último término, siempre me he movido por causa e ideas que personalmente puedo defender con libertad porque están de acuerdo con los valores y los principios en los que yo creo. Por lo tanto, no me considero atado personalmente por mi formación específica en literatura, lo que equivaldría a autoexcluirme de materias de política pública, justamente porque mi titulación académica abarque sólo la enseñanza de la literatura moderna europea y norteamericana. Hablo y escribo sobre temas porque, como un auténtico amateur, me siento espoleado por compromisos que sobrepasan ampliamente los estrechos límites de mi carrera profesional. Por supuesto, me esfuerzo conscientemente por adquirir una nueva y más dilatada audiencia para estos puntos de vista, que nunca expongo en el contexto de un aula.”

Ideas ciertamente sugestivas, con las que concuerdo. Ya ha pasado el tiempo de los intelectuales “orgánicos”, o de los intelectuales “comprometidos” que deben tomar partido político obligado con determinado gobierno, como lo deseaba Trotsky, y dignas de un comentario. Pero serían materia de otro artículo.

 

Gabriel Jiménez Emán

Ensayista, autor de “Utopía final: Ensayos de crítica cultural”

 

Referencias:  

1 Edward. W. Said, Representaciones del intelectual, “Hablarle claro al poder”, págs. 105-121. Debate, Bogotá, Colombia, 2007.

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