Literatura
El Patas blancas
Fue el 26 de marzo del año 2017 el día que lo conocí. Salió de no sé dónde. Enseguida me miró y comenzó a darme órdenes con sus ojos: grandes, verdes, atrevidos e impresionantemente hermosos. De entrada, por supuesto, me resistí.
–¿Y a éste qué le pasa? –pensé, desafiante–.
La contienda, sin embargo, no duró mucho; de hecho, creo que estaba de ante mano perdida, pues solo bastó volverlo a mirar para que su mandato se hiciera más fuerte. Esta vez fueron, al mirarlos, sus inmensos y blanquísimos bigotes quienes tomaron en turno la autoridad.
–Ajá –intenté la ofuscación–, ¿y qué es lo que quiere éste?
La respuesta fue rápida y obvia. Y con la clara pretensión de ser ineludible:
–Pues que me lleves de aquí.
–Pues no –traté de escabullirme–. Yo no quiero gatos, yo no sé nada de gatos.
–Problema tuyo– parecía decirme con su mirada penetrante e intrépida–.
Entonces, rápidamente, lo acepté: perdí (o gané, ya veremos). Había una orden que cumplir y que ya no podía seguir evadiendo: por primera vez tenía que adoptar un gato, un gato callejero. Algo que no estaba, para nada, entre mis planes de ese día, y de ningún otro.
Lo había visto un par de minutos antes, en la puerta del centro comercial Mayales, en Valledupar. Lo primero que hice, después de tomar la decisión, fue preguntarle al celador de turno si “ese gatico negro tenía dueño”. Con cierto dejo de indiferencia, me dijo algo así como que “él se la pasa por ahí”. Ok. No era de nadie. Y ¿su mamá? Ni idea. Y ¿su papá? La mera pregunta da risa.
Así que nada que hacer distinto a actuar. Me monté a mi carro. Llamé a un amigo, Mendelson, y le comenté la situación, extraña e inédita para mí. Él me escuchó y, luego, me dijo que me fuera para su casa. Su esposa, Julieth, quiere a los animales y en particular a los gatos. Ellos me prestaron un guacal y me dieron la guía para los primeros auxilios. Le compré comida y me devolví al mismo lugar donde lo había visto. Seguía allí. Entonces solo tenía que agarrarlo y llevármelo para ponerlo a salvo. Ahora, contado aquí, suena simple, pero no lo fue: me había mirado y dado una orden, sí, pero no por eso podía tocarlo en lo absoluto. Además de su belleza, la desconfianza en los humanos era su principal rasgo: ésta era una criatura arisca y retrechera. Ante esto, yo intenté una especie de persuasión que terminó siendo una torpísima estrategia: comencé a hablarle nuevamente.
–Ajá, me estás diciendo que te lleve de aquí, pero que, si entiendo bien, ¿no puedo tocarte? Más bien: no entiendo nada.
–Pues sí, es que así somos los gatos: contradictorios, excéntricos –me decía con su mirada insolente–.
–¿Cómo así? Así sí está complicado, pues.
–Pues sí –seguía hablándome con su mirada terrible–. Así como es la vida, ¿no? Complicada.
–No. O no sé. Puede ser, depende –en unos segundos ya había perdido la paciencia-. Bueno, yo no estoy para hablar de estas cosas a esta hora del día. Y menos con este calor. Y menos contigo, que ni hablas.
–Y, ¿entonces? –reviró, mirándome altivo–.
–¿Entonces?, entonces, te quedas –le dije, fingiendo firmeza lo mejor posible–.
–No. Ya esa no es una opción –me dijo con ojos de triunfo–.
–Bueno, vamos.
–Vamos.
¿Y ya? ¡No señor! Mucho diálogo y mucha elucubración, pero de lo más importante nada: no se dejaba ni rozar. Tuvo que pasar un tiempo eterno que no sé si duró una hora o medio día, en el que me fui tranquilizando. Me senté lo más cerca de donde él estaba (sobre todo permanecía detrás de una matera grande), en quietud y silencio, y poco a poco fui comprendiendo que solo así podía llegar a tener una oportunidad con este felino desconfiado. Ya en más calma, de él y mía, con un poco de comida, en total silencio y con mucho cuidado, lo pude atraer y, cuando lo tuve más cerca y sin más discusiones, ¡zuaz!, lo atrapé. Con cierto susto y alegría lo metí en el guacal, él no se resistió y se quedó adentro, quieto, tranquilo. Puse el guacal debajo de la silla del copiloto, de tal modo que podía mirarlo y él a mí. A pesar de esto, ninguno de los dos se volvió a mirar durante todo el camino. La situación pareció pasar de una tensa calma previa a una calma absoluta. Esta era una situación, repito, nueva para mí; y ahora que lo pienso, también para él. Supongo que, por eso, preferimos el absoluto silencio, fue un poco raro, pero emocionante.
Ese día durmió donde mis amigos, los dueños del guacal. Al día siguiente le hice construir en un lote urbano, cerrado, un “loft” sólo para él como “hogar” de paso; bueno, para él y para otra gatica, Sasha, de colores amarillo y blanco, que otro amigo, Molina, me dio ese mismo día, vendiéndome la idea de que acompañados iban a estar mejor (Supongo tenía razón, pues siempre se llevaron bien). Ahí estuvieron un par de meses. Yo iba varias veces todos los días a echarles comida y agua. El “loft” (una casa de madera bien acondicionada) quedó de maravilla. En general era un buen lugar provisional, pues había seguridad. Además, también había arboles donde podían divertirse y ejercitarse.
Allí mismo tuve que hacer jornadas de “cacería” (con él, con ella nunca hubo necesidad) para ponerle las vacunas y, un tiempo después, para esterilizarlo. Esto último fue una verdadera aventura, pues él seguía con su carácter escurridizo intacto: tocarlo era sencillamente imposible. Ahí pude saber de primera mano lo que tanto había escuchado: lo inteligentes, intuitivos y sensibles que son estos animales. Cada vez que intentaba, no solo yo, sino otra gente, distinta cada vez, a la que llevaba como refuerzos para tratar de agarrarlo de distintas formas que iban desde llamados y ruegos inútiles, hasta atarrayas especiales para estos casos. En todas, solo hubo una cosa en común: el fracaso. Él siempre salía triunfador y terminaba escapando, corriendo y montado en algún árbol, dejándonos a todos sus potenciales captores burlados.
A veces me iba yo solo, me sentaba, consciente de que era cuestión de tiempo y paciencia. Entonces abría el guacal con comida adentro, esperaba que entrara (lo hacía sigilosamente) y, en el último momento de la trampa, él sentía un cambio en mi respiración cuando iba a hacer el movimiento final y !zuácate¡, siempre se largaba como el más profesional de los pillos. Todo fue infructuoso: él sabía más que yo; él siempre fue más hábil mentalmente que yo; él siempre fue, también, claro, más ágil físicamente que yo. Con el ‘Patas blancas’ siempre tuve las de perder, y eso resultó ser agotador. Lo digo en serio: me frustraba no saber cómo tratarlo y cómo decirle “te quiero atrapar única y exclusivamente por tu bien”.
Un día me preparé con todo. Fui con mi veterinaria de confianza, Angie, y un asistente de ella que tenía cualidades de trepador de árboles, del que no recuerdo el nombre. Y así, solo así, pudimos cogerlo. ¿Fácil? ¡Nunca con el Patas blancas! La persecución fue tenaz, correteamos un rato hasta que terminó montado en toda la punta del final del árbol más grande, el mismísimo ‘copito’ (así se le dice por esta región), y allá se postró. El ayudante de la veterinaria y ella, avalados por mí, tomaron medidas extremas y casi delirantes: él se montó cuidadosamente, ella preparó una jeringa con anestesia con la medida justa y como pudo se la pasó, enseguida él se trepó a la parte final del árbol y allá lo inyectó. La pericia era peligrosa, lo sabíamos, para el humano y para el felino. Pero qué va: todo salió bien. ¡Qué alivio! Esta vez habíamos ganado nosotros. Y, sobre todo y sin saberlo, él también.
Al día siguiente fue la operación en el consultorio de la Veterinaria. Allá duró dos días de recuperación. Después de esto, ella misma lo llevó a donde otro amigo, Walter, con el que ya yo había hablado previamente para que lo adoptara definitivamente y le diera un espacio en su casa, a él y a Sasha, la otra gatica que también se esterilizó (ella, en contraste, mansa y noble desde siempre).
En su nuevo –y único en realidad– hogar ha estado bien desde entonces. Poco a poco, pero muy poco a poco, fue ganando confianza con los humanos. Ahora, incluso, ya es sociable… cuando se le antoja, a veces, cuando he ido, simplemente no me mira, en cambio otras veces pasa por delante de mí y me roza con su cola: coqueto, altanero, displicente, triunfador.
Con el tiempo, Walter fue desplazando su nombre inicial, el de Patas blancas, por otro: Juancho. Y la verdad, cómo se llame no importa. Lo único que importa e importó siempre es que estuviera bien: lejos de los peligros y la dureza de la calle.
Último dialogo –monólogo–, que sé que nunca escuchará (o ¿por qué no? Con los gatos nunca se sabe): Patas blancas, amiguito bello y desconfiado, gracias por cambiarme los planes ese día y con tu mirada haberme dado la orden para llevarte de ahí y ponerte a salvo.
Giancarlo Calderón Morón
Sobre el autor
Giancarlo Calderón Morón
Perro en misa
Comunicador Social de la Pontificia Universidad Javeriana, de Bogotá (2003). Ha sido colaborador en temas relacionados con cultura y entretenimiento: pintura, música, cine y televisión, entre otros, del periódico El Espectador (2012-2021). Director de trabajos audiovisuales de corte institucional (Convenio Secretaría de Salud de Bogotá - Fondo de Población de las Naciones Unidas -UNFPA- 2007-2011). Guionista y director de la serie documental “II Laboratorio de Paz” (Acción Social - Unión Europea 2008). Realizador y asistente de dirección del programa del Ministerio de Cultura “La Cultura Viva” (Virtual T.V. - Señal Colombia 2005-2006).
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