Literatura
Toque de queda

Ahí iba él, con los amigos que nunca tuvo. Bordeaban calles y avenidas para llegar al parque principal en medio de la madrugada fría, densa y nebulosa. Querían continuar la jarana clandestina que habían iniciado horas antes en la casa de uno de los integrantes del grupo. Hacer un coro de alegría por meandros poblados de soledad y lobreguez. Estaban bajo los efectos del alcohol y las drogas. Él había recibido escasamente algunos tragos y se mantenía en sus cabales. Sobre la ciudad pesaba una medida restrictiva que habían olvidado en el fragor de su ímpetu festivo. Él lo sabía. No se tomó el tiempo de prevenirlos sobre las posibles consecuencias de estar en la calle a esas horas. “Lo tendrán como algo de poca monta”, señaló, y se dispuso con ellos en aquel comportamiento osado y cerril. “Ha de ser divertido desafiar a la autoridad con los sentidos bien puestos”, pensó.
Él se sentía solo. Había estado así: triste, huidizo y retraído desde que tuvo conciencia del mundo. Ese mundo inestable, incomprensible y turbulento de su existencia. “Estos estarán conmigo mientras dure el efecto del alcohol y los alucinógenos”, dijo para sus adentros. Los secundaba en la iniciativa de violar el toque de queda para sentirse libre por primera vez, verdaderamente rebelde y anárquico. Mientras ellos entonaban a voz en cuello retazos de canciones de Queen, Guns N’ Roses y Pink Floyd, él, con su catadura de joven reflexivo y airoso, parafraseaba en su mente a Albert Camus: “Si la epidemia se extiende, la moral se ensanchará también. Veremos las saturnales de Milán al pie de las tumbas. En nosotros hay una gran alegría que crece en el seno de las grandes desgracias”. Y se incorporó, como poseído por fuerzas sobrehumanas.
Se volvió fiestero meses después de entrada la pandemia de covid-19. Como nunca, las bebidas embriagantes empezaron a ser parte de sus aperitivos y el ingrediente principal en sus encuentros sociales. Incluso, en el mes de julio del primer año de confinamiento, se dio a la tarea de organizar una parranda subrepticia. Fue a la casa de cada uno de ellos y recogió una cuota de 10 mil pesos para comprar comida y licor. “¡Un hombre que no bebía!”, dijeron algunos con la simple expresión de asombro; y otros, con desnudante lenguaje verbal.
En el tránsito de aquellas rutas equívocas, en el teatro de su desvarío, planeaban detener su marcha en el fastuoso parque principal para terminar otra ronda de estupefacientes y bebidas. De repente, varios efectivos de la policía los abordaron con la consigna: “¡alto, somos las fuerzas oficiales del Estado!”. Él, asumiendo el liderazgo del grupo irredimible, profirió con voz altisonante: “¡Me cago en las fuerzas oficiales! ¡Adelante, muchachos, que siga la fiesta!”. Acto seguido, uno de los uniformados anunció:”¡Taser! ¡taser!“.
La descarga eléctrica, que en su recorrido emitió un chisporroteo ígneo y centelleante, impactó severamente sobre su humanidad. La impedancia de su cuerpo fue menos vigorosa que la intensidad de la corriente y cayó desplomado. Ellos quedaron impávidos ante la escena y alzaron sus brazos en señal de indefensión. Pareció que recobraron el sentido. Nadie podría evitar la reclusión de estos jóvenes impíos en el centro penitenciario.
Una vez esposados, fueron conducidos al panóptico local, como castigo por ese proceder que tiraba por la borda el decreto de encerramiento e incitaba a la desobediencia civil. Allí pasarían cinco días tras las rejas y sus padres debían pagar una multa de un salario mínimo. Terminaron de pasar la resaca en el pasillo donde estaban los presos por delitos menores. En su delirio, varios de ellos entonaban canciones de Zona Ganjah: “entonces, ¿en qué quedamos? ¿tiramos para arriba o nos achacamos? Te aconsejo que levantes la mirada y hagas como que aquí no ha pasado nada”.
Él empezaba a recobrar los movimientos de su cuerpo enteco y flaco. Estaba desvaído y cárdeno, en una realidad irracional y disparatada. Desde su celda, alcanzó a oír al comandante de policía que estaba en la entrada del pasillo: “Es que estos jóvenes tienen que respetar la ley. ¿Cómo se les ocurre salir a la calle a violar el toque de queda? Y, además, bajo los efectos del alcohol y las sustancias psicoactivas”.
En su marasmo, él recordó Trasímaco, el filósofo tirano, cuyas declaraciones están consignadas en los Diálogos de Platón, y confrontó lo dicho por el jefe policial. Dijo con voz acentuada:
-La ley no es sino la voluntad del más poderoso. No siempre es preciso obedecer a quien ostente o presuma la autoridad.
-Así es. Además, ¿qué ha sido la policía a lo largo de la historia sino una institución criminal?, aseveró uno de ellos.
-De acuerdo, han actuado en connivencia con grupos irregulares, afirmó otro.
No tardó en avivarse un coro de arengas y diatribas contra todo lo que oliera a poder oficial. Incluso, arremetieron contra un expresidente de la república, patriarca indemne de la nación y determinador de su orden social. Se escuchaban melodías distantes de fiestas clandestinas alrededor de la ciudad. En ese intento de amotinamiento estaban cuando despuntaron los primeros rayos de sol y empezó a asomar la claridad del día.
Alex Gutiérrez Navarro
Sobre el autor

Alex Gutiérrez Navarro
Zarpazos de la nostalgia
Nacido en La Paz, Cesar y criado en Macondo, la sede del mundo jamás conocido. Escribe para imprimir fuerza a los relatos ordinarios a través de la extraordinaria conquista de la palabra impresa. Lector asiduo. Estudiante de la vida. Periodista y Comunicador Social en formación.
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