Literatura

Una muchedumbre hambrienta

Roberto Aníbal Molinares Sánchez

27/05/2021 - 04:45

 

Una muchedumbre hambrienta

 

Hubo un tiempo lejano y difuso en donde humanos y animales compartíamos una perfecta convivencia en un lugar llamado El Jardín. No sentíamos temor del hombre y entre nosotros todavía no estaba declarada la lucha por la subsistencia. Ninguno servía de alimento para el otro. Luego, vino aquello que nuestros antepasados llaman, “El Cataclismo”. Abundante agua descendió de los cielos alterando todos los ambientes. La tierra y el mar se juntaron contaminándolo todo.

La mayoría de los seres pereció y unos pocos se salvaron, una minoría representada por cada especie. Sin embargo, con los animales acuáticos, ocurrió de forma diferente. Las antiguas criaturas del mar, cuenta una leyenda, dicen que un gran cofre construido por un hombre justo, albergó a los animales terrestres y las aves, para salvarlos. No obstante, ninguno de los animales acuáticos o marinos fue llamado a subir al gran cofre.

Comenzó la lluvia, interminable y terrible.  Las aguas se volvieron un gran pantano. Todos los seres agonizaban en un gran caldo de muerte. Las especies pequeñas y débiles, no pudieron salvarse. Sólo se mantuvieron las criaturas del mar y aquellas albergadas por el gran cofre.

Tras un tiempo indefinible, se cerraron las cataratas del firmamento y la tierra comenzó a chupar el agua y secarse, pero en las grandes cavidades y depresiones se almacenaron mares, lagos y surgieron ríos de las entrañas de la tierra. La vida recomenzó adaptándose a nuevas condiciones. Todo se replanteó a base de subsistencia. La vida sólo continuaría con la muerte de algún otro, matar para vivir, vivir para matar. Comer a expensas del cuerpo de otro.

Hubo, además, algo que alteró por siempre aquella lejana armonía que disfrutábamos en El Jardín; comenzamos a temer al hombre. Con la ausencia de plantas comestibles en un planeta devastado, la carne fue la única forma de sobrevivir.

Desde entonces, este sexto sentido me permite ponerme a salvo de cualquier depredador. Hay muchas formas de permanecer vivos, una de ellas, a través de nuestra descendencia, por ello nos impulsiva la necesidad de reproducirnos para perpetuarnos.

Los siglos se acumularon unos sobre otros y se estableció otro orden que aún permanece.

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En el mar obteníamos abundantes nutrientes. Sólo era necesario cuidarnos de los peces mayores, de los grandes depredadores y de los hombres. Para un pez grande, escapar de una red puede resultar una proeza, pero para una simple sardina como yo, era cosa de astucia y sigilo. Debía cuidarme de no quedar aplastada y ubicarme cerca de los agujeros de la red.

Mi exitosa estancia en el mar se debió siempre a este instinto, hasta el día que abusé de mi buena suerte y fui izada en una red sin escapatoria alguna. 

La agonía fue breve y benévola. Sentí que el espíritu se escapaba por la boca. Yo y muchísimas más, en cosa de segundos, nos convertimos en pescados. De forma extraña, aunque ya era cadáver, experimenté una paz asombrosa. Tenía la certeza de que todo ocurría como era debido. En cierta forma seguía con vida, pero no podría precisar cómo. Era, por así decirlo, una especie de conciencia inteligente que flotaba muy cerca de lo que antes había sido mi cuerpo. Decidí no separarme de él, porque ignoraba dónde partir y no sabía qué hacer tampoco. Mi cuerpo representaba la única referencia de existencia. Algo era claro, estaba destinada a servir de alimento para prolongar la vida de otras criaturas. Era indudable que sería devorada por humanos.

Todo sucedió muy rápido. Del barco pasamos al puerto, del puerto al mercado principal, y de allí, a la pescadería. Presencié con horror como nos arrancaban las vísceras y éramos descamadas en serie.

Un niño acudió a comprar, pagó algunas monedas y me llevó hasta su casa. Allí fui sazonada con sal y cocinada a las brasas. Aunque la llama estaba muy alta, ni siquiera sentí calor. Luego, me depositaron en una pequeña canasta junto a otra sardina también recién asada, y comenzó un bamboleo que insinuaba que estábamos siendo transportadas. 

De pronto escuché en medio del bullicio, la voz humana más hermosa, que hubiese oído. El paño que nos cubría fue retirado bruscamente y pude observar que dos hombres barbados escoltaban al niño hasta el hombre que hablaba.

El hombre me tomó en sus manos y me alzó al cielo. Tocó mi cadáver cocido y aún caliente. Algo agradable recorría lo que antes era mi cuerpo. Estuve a punto de creer que volvería a la vida, y en cierta forma, así fue. Comenzó la experiencia más grandiosa de mi vida, o más bien, de mi muerte. Me dividió en dos y no hubo dolor. Pronunció una palabra indescifrable que interpreté como una orden. Después comencé a pasar de mano en mano. La gente me devoraba y me despedazaba. Asombrosamente siempre sobraba un trozo de mi cuerpo que se regeneraba de forma instantánea. Siempre había un pedazo que podía alimentar a alguien más. En un momento era sólo un pedazo, y en otro, estaba tan entera como antes. Era devorada por miles de bocas, miles de muelas y dientes me trituraban.

Jamás imaginé que se me concediera tal privilegio, alimentar a una muchedumbre con un cuerpo tan insignificante como el mío. La  otra sardina también experimentó el prodigio. Lo mismo ocurrió con cinco panes que se subdividieron y multiplicaron asombrosamente para dar de comer a por lo menos a cinco mil personas. 

Puede parecer una ironía, pero debo el momento más sublime, al hecho de ser devorada. Mi vida y mi muerte estaban en perfecta armonía con el universo.

Seguía muerta, desintegrada, engullida, pero la vida estallaba en mí.

 

Roberto Aníbal Molinares Sánchez

 

3 Comentarios


Édgar Sánchez 28-06-2021 10:10 AM

La creación vista con ojos del alma y adornada literariamente con esa pluma prodigiosa , como sólo sabe hacerlo Roberto Molinares, excelente buen relato.

ANGELAMOLINARES 01-07-2021 03:28 PM

Maravilloso relato, didáctico, combina ecología y fe. Me encantó. Sigue escribiendo que me gusta leerte.

Joel Peñuela Quintero 28-09-2021 04:39 PM

Excelente manera de acercarnos al texto bíblico sin sonar religioso. Gracias a Dios por la literatura y por los buenos escritores. Gracias por compartir este hermoso relato.

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