Literatura

Cráneos podridos

Alex Gutiérrez Navarro

05/07/2021 - 04:45

 

Cráneos podridos
Foto: archivo PanoramaCultural.com.co

 

Era inflexible y débil al mismo tiempo. O, por lo menos, fue la impresión que siempre se tuvo de él. La rigidez en la exposición de los temas de la asignatura de cálculo era contrastada sólo por las disertaciones éticas y morales en las que, muchas veces, se extinguieron sus clases, en aquella casa de estudios de media vocacional ubicada, hasta hace algunos años, al frente de la plaza principal del municipio de Robles. Nunca se supo cuál fue el catalizador de la modorra y el sopor de su cátedra. ¿Su método de enseñanza? ¿La falta de disposición por parte de los estudiantes? ¡Vaya alguien a saber! Lo cierto es que muchos de sus aprendices llegaron a sentir aversión por esas operaciones en las que se requerían tres pizarrones para hallar la solución. Los muchachos pedían explicaciones y quedaban en la misma confusión numérica y de variables o, quizá, peor. Es más, los grandes sinvergüenzas propiciaban las condiciones para que, en vez de dictar los aburridos tópicos, se derramara en su prosa predilecta: la eterna frustración por no haber estudiado en la Universidad Nacional y la educación recibida por parte de sus padres que habían hecho de él, lo que era: un guajiro de bien, de principios, ¡su señoría ilustrísima! Para el colmo de la desfachatez, un grupo de garbosos estudiantes, conocidos como los ‘cráneos podridos’, esperaban ese momento que era el clímax de su melodrama: cuando se ponía a llorar, agachaba su cabeza, colocaba los dedos índice y pulgar sobre su frente, agarraba su morral y, sin más palabras, abandonaba el salón. Enseguida se miraban con caras de suspenso y complicidad maquiavélica. Soltaban carcajadas irreprensibles y aguzaban el retozo en los minutos restantes de la clase. ¡Qué alivio era saber que no había trabajo en esa materia!

Había otro selecto grupo de escolares poseídos por una inteligencia numérica sin precedentes. Nadie lograba explicarse por qué ese conocimiento parecía estar reservado a ellos, pues eran los únicos que discernían, con inusual clarividencia, los procesos resolutivos de los planteamientos matemáticos. La incertidumbre tomaba forma de tragedia, puesto que cuando el profesor colocaba los ejercicios en el tablero no era un simple concurso entre alumnos: significaban notas que podrían exonerarlos de los exámenes finales, esos mismos que producían dolor de vientre. La memoria se retrotrae y evoca las imágenes de los cráneos podridos rodeando a esos contados y conspicuos estudiantes, buscando ser iluminados por su entendimiento, a la manera de esa figura bíblica en la que los buitres se juntan cuando hay un cadáver cerca.

En el mes de julio del último año de preparatoria, el profesor frustrado llegó diciendo a sus educandos que, dentro de poco, su función sería reemplazada por otro docente. –Prepárense, porque en algunos días no me verán, afirmó, así como Jesús a sus discípulos. ¿Sus razones? Ya había soportado hasta el hastío estar en medio de tantos malagradecidos que echaban por tierra su trabajo. Varias veces encontró su vehículo rayado por algún resentido. Tuvo confrontaciones sinnúmero con acudientes; mejor dicho, toda una vida de penurias. –Yo no voy a poner en peligro mi integridad, aseguró. –Mejor me voy, sentenció, tal cual hace el cóndor herido en la canción vallenata. Dijo que hablaría con la máxima autoridad del colegio para formalizar su desvinculación. Algunos alumnos conmovidos le pidieron que no lo hiciera y hasta se disculparon por si en algún momento lo habían hecho sentir mal. El austero y sentimental dómine correspondía con un <> y un rostro de pudor fingido. Todos estaban a la expectativa del momento que, en definitiva, abandonaría el centro de estudios. Por esos días, sus detractores y partidarios advirtieron en su recorrido triste y melancólico por los pasillos y salones la inminencia de su salida.

Como si las circunstancias hubiesen querido dar cuenta de la desolación espiritual y anímica que sobrecogía a este atávico ser, un lunes de julio hubo una conflagración devastadora que hizo añicos el aula donde recibían clases los cráneos podridos. Para nadie fue un secreto que, en las lecciones de historia, filosofía o literatura, esos cráneos no se veían tan podridos; es más, tenían la propiedad de salir de su estado de descomposición y recobrar cada una de sus funciones naturales.

Se vivieron momentos vertiginosos en todo el plantel. Habían transcurrido treinta minutos de la clase de cálculo cuando se presentó el conato de incendio. Al salón nunca se le diseñó una salida de emergencia. Por primera vez, los cráneos podridos y el docente indeseado se miraban con afecto entrañable y con la tristeza del destino fatal. Aferrados a una de las paredes, a través de los calados, lanzaban con desespero y vehemencia gritos de auxilio. Se oyó la voz de la máxima autoridad del colegio impeler al profesor de Educación Física, otro guajiro, cimarrón, que corriera al cuarto de las herramientas, ubicado cerca del estéril laboratorio de química, con el fin de romper parte de la estructura del salón que no había sido alcanzada por el fuego y que los estudiantes y el docente pudieran evacuar. Si no se actuaba pronto, los cráneos estarían en verdad podridos y el profesor, para siempre frustrado.

Aquello fue una réplica escolástica del 9 de abril de 1948. El resto de bachilleres en formación y los docentes que desarrollaban sus clases abandonaron los salones en segundos, avivados por la conmoción. Iba siendo mediodía. A esa hora, la canícula reverberaba en cada esquina y andén del municipio en que el contrabando de gasolina había cobrado víctimas sinnúmero en el pasado. Cuando el instructor de Educación Física se dispuso a derribar la pared, uno de los cráneos podridos dijo a voz en cuello desde dentro del ardiente recinto: ¡conserve la calma! –Aquí lo único que pasó fue que prendí un fósforo para encender un porro. El rector había llamado a la estación de bomberos del municipio, cuyo patrimonio constaba de un modesto carro tanque y algunos socorristas empíricos con vocación de servicio. La fama del camión cisterna se extendió en la localidad debido a que hizo frente, cual gladiador troyano, a las voraces deflagraciones que se volvieron rutinarias en la época del comercio ilegal de hidrocarburos. Las llamas amenazaban con destruir el salón contiguo, donde estaban depositados los inveterados instrumentos de la banda marcial, cubiertos por una espesa capa de polvo y relegados por el olvido y la desidia. Cuando el cuerpo de bomberos, dirigidos por el capitán Ortega, arribó al sitio de la conflagración para atender la contingencia, los socorristas entendieron muy bien que no habrían de esparcir una sola gota de agua ni, mucho menos, salvar vidas. Nadie estaba en peligro. Fue entonces cuando los miembros de la comunidad educativa y los vecinos que salieron a presenciar los hechos se percataron de que el incendio era una alucinación del profesor, causada por una fiebre terciana. Que aquello había sido otra de sus hipérboles pueriles.

Los jóvenes que siempre recriminaron su metodología de enseñanza, sin ambages, aún a pesar de su pronta salida, celebraron la decisión del profesor. Sabían muy bien que lo único que había dejado era una pléyade de alumnos frustrados, así como él, como si de un círculo vicioso se tratara. Porque les emputaba quedar perdidos en sus tétricas clases. Les costaba creer que eran cráneos podridos y le adjudicaban este epíteto a su instructor por sus conductos retrógrados al impartir las clases.

Los días transcurrieron y el catedrático siguió llegando a cumplir sus jornadas laborales. Se supo que había dialogado con el rector y que éste le pidió que lo pensara muy bien. Todo resultó ser un infundio. ¿Qué motivó su permanencia? Es probable que no haya tenido otra opción por parte del Ministerio de Educación o que, a la postre, haya querido revertir su decisión. Lo innegable es que sus alumnos sólo pudieron elaborar conjeturas al respecto. El docente continuó participando, también, en los eventos culturales y religiosos del instituto. Otra de sus facetas, tal vez más agradable, era la interpretación de coros eclesiásticos con su voz y su guitarra. Muchos hacían mofas solapadas de él cuando salía a escena. Era, quizá, porque ejecutaba el instrumento y cantaba con el ceño fruncido. En el último mes del año escolar, resolvió aprobar la asignatura a sus estudiantes con una fórmula muy poco cuantitativa pero eficaz: colocar al frente de cada nombre en lista la nota mínima aprobatoria.

––Relájense, expresó con sarcasmo, ya todos ustedes pasaron conmigo.

––¡Y nosotros guapos! ––replicaron con alborozo los cráneos podridos.

 

Alexander Gutierrez

Sobre el autor

Alex Gutiérrez Navarro

Alex Gutiérrez Navarro

Zarpazos de la nostalgia

Nacido en La Paz, Cesar y criado en Macondo, la sede del mundo jamás conocido. Escribe para imprimir fuerza a los relatos ordinarios a través de la extraordinaria conquista de la palabra impresa. Lector asiduo. Estudiante de la vida. Periodista y Comunicador Social en formación. 

@Que_manito

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