Literatura
La sombra dorada de los guayacanes
Guayacanal no será la joya de la corona en el corpus de la extensa obra de William Ospina, pero de seguro es el mejor esfuerzo por redimir su contrato personal con su niñez y su adolescencia. No es innecesario decir que su deuda con el pasado familiar queda totalmente pagada, incluso con esa serie de fotos familiares que ilustran el libro, sino también porque queda en claro que, en definitiva, la memoria es la contracarátula de la historia.
Lo singular de este texto no consiste en el intento de abarcar la totalidad sin reducirla, sino al contrario: reconfigurándola en pasajes en los que coexisten, inseparables, el recuerdo y su expresión literaria. Son tan diáfanas las vivencias de la juventud que la construcción de la novela se va organizando como si se moviera en una alfombra mágica de evocaciones, sazonadas con un lenguaje riquísimo en expresiones que se ensamblan casi en forma inadvertida. En efecto, hay escritores tan confusos e impenetrables que pareciera que uno pudiera ahogarse en sus párrafos; en este caso de Ospina, su relato gana por nocaut lo que otros novelistas deben ganar por puntos, como decía Cortázar.
Puede tomarse en cuenta esta novela para destacar la escasa presencia de una literatura sobre la colonización del eje cafetero —panorama al cual irrumpen más los historiadores que los novelistas–. Hacer un inventario sobre las obras narrativas que se han ocupado de este proceso económico y social es una tarea posible dado el corto inventario que, a mi juicio, se tiene de tales obras. Hablamos principalmente de Benjamín Baena Hoyos y de Jaime Buitrago, para citar unos pocos, que abrieron el camino, cada uno a su manera, por esa misma senda por donde se describe una novela de Almudena Grandes sobre el franquismo definida como “una cascada de soberbia ficción y de palpitante verosimilitud”. Para empezar, asumo dicha frase como un préstamo porque eso es Guayacanal, ni más ni menos: soberbia ficción y palpitante verosimilitud.
En verdad, parece probable que este libro de Ospina haga más parte de la escasez que de la abundancia —aunque se ubique desde ahora en la cúspide de la primera–. Me explico: en una breve (y arriesgada) comparación con la epopeya del oeste norteamericano en el siglo XIX, es frecuente que el cine de ese país se ocupe de la historia del tren y la construcción de los telégrafos, de la vida en las fincas y los descampados, de las luchas entre ganaderos y agricultores, de las historias sobre venganzas y duelos en la calle, de la “domesticación” de los baldíos, de la leyenda de los salteadores y, en fin, de los comisarios o sheriffs que de igual manera impulsaron, mutatis mutandi, la trama del poblamiento caldense y tolimense.
Aquí, en el eje cafetero, tenemos forajidos como el Palomo Aguirre, que robaba a los ricos para los pobres en el cable aéreo a Mariquita; bribones como Leocadio Salazar en Ulloa que comercializaba los baldíos e importaba putas para fundar los poblados; comisarios torcidos que acataban a los terratenientes como Luis Tabares, el amigo de Burila, además de propietarios terribles como las arbitrariedades cometidas por Elías Gonzalez en los alrededores de Neira. Sólo que, en verdad, aún no existen narraciones significativas ni mucho menos películas con aquellos contextos que tan rica variedad ofrecen a los cineastas.
No decimos que William Ospina, que conoce su región de Padua y alrededores como nadie, se atreviera a cubrir todo el abanico de situaciones posibles en la época de Benedicto y Rafaela, sus bisabuelos, sino que hizo el recorrido de recuerdos para situar los más gratos y, de paso, ir nombrando a otros actores de la gesta colonizadora de tal modo que una sustancia particular de su familia pudiese ser el marco de unas gentes y un período importante en la sociología y la historia colombianas. Este es el alcance que, a mi juicio, adquiere la novela al hacer el inventario de las obras narrativas que se ocuparon de dicho tema. Sólo que, como dijimos antes, no podemos encontrar semejanzas con La diligencia de John Ford porque la abrupta geografía de los abuelos no permitía sino las recuas y las turegas; ni las guerras con los indios, que evocarían a Howard Hawks, porque ya los habían sacrificado a todos; ni las armas de Anthony Mann y sus Winchesters que hicieron parte de una guerra de verdad en el oeste norteamericano, si abusamos de la comparación con este ejemplo de realizaciones foráneas.
Si antes señalábamos a algunos escritores como las cabeceras del inventario sobre la novelística de la colonización (Baena y Buitrago), no me queda ninguna duda de que es indiscutible el lugar de primera línea ocupado ahora por Guayacanal, que, al decir de un amigo, es la síntesis del tono familiar con el cual estamos contagiados todos los habitantes de esta franja colombiana —lo cual nos hace acercarnos más emocionalmente a esta obra por el conjuro de tan particular realidad. Sin embargo, tampoco es el momento de soslayar la tarea de Euclides Jaramillo Arango (Campesino sin tierra), Tomás González (Los caballitos del diablo), Alister Ramírez Márquez (Mi vestido verde esmeralda) y Octavio Escobar Giraldo (1851. Folletín de Cabo Roto), entre otros, quienes han dado un paso enorme en la catalogación de este género que aún puede tener nuevos intérpretes y lectores en el abundante panorama de la colonización.
Aparecerán nuevos descifradores de William Ospina con enfoques menos ortodoxos, pero lo único cierto es que mi opinión acerca de este tipo de novelas se ha visto ennoblecida por el estilo, el meticuloso trabajo interior y la enorme visión literaria que le dan pleno sentido a sus otras obras sobre la Conquista. En fin, su novela es una muestra de que por estos pagos hubo muchos personajes discretos que cambiaron la existencia de muchas gentes —sobre los tapetes amarillos de los guayacanes en el entorno— y que sus resonancias son la esencia de lo que, mal o bien, somos ahora.
Jaime Lopera
Escritor, historiador y periodista colombiano (1936)
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