Literatura

La parada del bus

Alex Gutiérrez Navarro

29/09/2021 - 04:55

 

La parada del bus
El autor Alex Gutiérrez Navarro / Foto: archivo del autor

Ha caído la tarde del lunes. La penumbra es fresca y sosegada en La Paz. Espero en la oficina de transportes la hora del embarque. Voy a Pamplona, Norte de Santander. En condiciones normales, el viaje tiene una duración de 12 horas y atraviesa los municipios de San Diego, Codazzi, Becerril, La Jagua de Ibiríco, Curumaní, Pailitas, Pelaya, Aguachica, San Martín y San Alberto, para luego iniciar la ruta de los santanderes, por La Esperanza, El Playón, Rionegro, Bucaramanga, Berlín (donde está el páramo que comparte Santander del Norte y del Sur), Mutiscua y, finalmente, Pamplona, ciudad estudiantil y cultural de Colombia.

Viajo por una sencilla y saludable razón: querer estar allí, después de un año y medio de esta pandemia absurda. Sé que, desde que se dio apertura a los viajes interdepartamentales, varios compañeros de carrera han arribado a Pamplona con propósitos similares a los míos. Corría la segunda semana de marzo del 2020. Apenas había transcurrido un mes del inicio de mi sexto semestre cuando sobrevino el maremágnum del covid-19. Desconcertado y triste, abandoné la ciudad.

–Esto es quizá solo unos cuantos meses –me dije entonces–, mientras hacía un equipaje ligero y deploraba en jerga caribe de los titulares noticiosos, de las cifras aciagas de muertes y contagios, de las medidas de encierro.

–¿Y eso qué? ¿decidiste volver? –me pregunta Elibeth, la hija mayor de los Oviedo Contreras–. Hablamos vía WhatsApp. Es la noche del 13 de septiembre. En el bus, he transitado los primeros pueblos del Cesar. Es una visita multipropósito –le digo–. En principio, voy a conocer Bochalema, municipio al que me ha invitado, desde que cursaba cuarto semestre, mi entonces profesora de la materia de Prensa y ahora, directora de trabajo de grado, Viviana Esguerra Villamizar.

–Nos vemos mañana en Pamplona –le escribo a Elibeth–.

–Feliz viaje –contestó ella–. Nos vemos aquí.

Lo primero fue el reencuentro con esta agradable familia caraqueña que emigró de su país, dada la hecatombe social y política que produjo el gobierno dictatorial de Nicolás Maduro. Son residentes en Pamplona desde el 2019. Subsisten con la venta de pan integral y el arriendo de habitaciones a estudiantes de la Universidad. Vivo con ellos desde el segundo semestre de ese mismo año. Nuestra afinidad, más allá de las formas y maneras adventistas, se entiende por el diálogo respetuoso que, desde un buen inicio, pudimos entablar. Es martes, 14 de septiembre. Nueve de la mañana. Miguel, un taxista conocido, me lleva por la avenida Santander, frente al Batallón García Rovira. Casa 12- 220. Es la nueva vivienda de la familia. Se han trasteado dos veces durante la pandemia.

Eliana, la menor de los Oviedo Contreras, abre la puerta. Viene acompañada de Alaska, una canina mestiza de raza askal. Es la mascota de la casa. Me brinda un saludo comedido y me invita a pasar. Una vez adentro, el diálogo es fácil.

–Nos vinimos para acá por la tranquilidad del sitio –me dice Elizabeth, la madre de familia.

El saludo es efusivo con Elibeth y Elimelé, el padre de familia.

–¿Cuántos kilos de queso costeño me trajiste? –pregunta Elimelé, entre risas–. Chamo, si hubieses avisado que venías, te pido queso en cantidad –dijo en segunda instancia–.

En el día, recibo atenciones modestas: té de hierbabuena, caraotas al almuerzo, pan integral en la cena. Descanso y me preparo para el próximo destino.

–El bus a Bochalema sale a las 11 de la mañana –me había dicho la profesora.

–¿Con cuánto tiempo de anticipación debo llegar? –pregunté.

–Puedes llegar faltando 10 minutos y comprar el pasaje. El conductor se llama Arturo. Dile que te deje en la casa de la profe Esguerra. Él me conoce.

–¿Y cómo es el clima allá? –inquirí para asegurarme de llevar ropa adecuada.

–¡Es un clima de paraíso! –afirmó con ánimo resuelto.

Nunca duermo más de dos horas durante los desplazamientos en bus. Ni tomando pastillas. Me mantengo en una vigilia impasible que se consume en la lectura de mis clásicos, la contemplación nostálgica del paisaje nocturno y la observación del estado anímico de los pasajeros. Eventualmente, comparto el sillón bipersonal con otro viajero y busco el diálogo o el silencio, dependiendo la ocasión. No sufro de mareos, pero una vez concluye el recorrido siento la extenuación del insomnio. Debe llegar la noche, taciturna y serena, para lograr una recuperación. En el día, apenas puedo reposar. El sueño es reconfortante en el colchón que adquirí el primer semestre, con doble cobija, una de paño y otra de seda. Despunta el sol chispeante del 15 de septiembre. En el terminal, faltan 10 minutos para las 11 de la mañana. Pregunto y subo al único colectivo de la ruta Pamplona- Bochalema.

En línea con mi asiento se coloca un hombre de apariencia septuagenaria, con cabello y cejas blanquecinas. Usa vestimenta clásica y zapatos de charol. Le pregunto si es de Bochalema y qué historias conoce de allí. Me responde con un monosílabo afirmativo, acompasado al movimiento del rostro. Guarda silencio. –¡Hace mucho calor hoy! –dice algunos minutos después, con la expresión tímida de los andinos–. ¡Qué cosas!, –le respondo–. Yo vengo de sentir frío en tierras cálidas y usted ahora siente calor en tierras frías. Lo digo sin pensar, pero con la impresión certera de que las recientes lluvias en el Cesar han dejado una sensación parecida al viento helado de las riberas. También, aprovecho para contarle sobre mis orígenes y expectativas de conocer sobre el pueblo al que nos dirigimos. No hay más plática. Avanzo en la lectura de Memoria de mis putas tristes, de Gabo, hasta la entrada del pueblo.

Bochalema es un municipio perteneciente a la división político-administrativa de Norte de Santander y fronterizo con el país Venezuela. Dista una hora de Cúcuta, la capital del departamento. Es poseedor de generosas tierras, donde se cultiva gran variedad de productos de pancoger. Su clima es edénico y la mayoría de casas conservan la arquitectura colonial. Los pasillos del parque principal están guarnecidos con árboles de almendrón y cañahuate; plantas de croto, pinos y palmas; flores de cayena, parásita, orquídea, penitente y azucena del Paraguay. En el centro de la plaza, se erige el suntuoso árbol ‘El Samán, cuya semilla fue traída en 1888 de la población de Táriba (cerca de San Cristóbal, Venezuela) y plantada ese mismo año, en un acto simbólico, por el general Severo Olarte, el presbítero Ramón García y el ciudadano Mateo Morantes. Entre otros datos, Bochalema fue el lugar donde el libertador Simón Bolívar pasó la nochebuena de 1820, en pleno fragor de sus campañas.

–Es aquí la casa de la profe –me advierte el conductor–, en la intersección de la carrera tres con calle cuarta, en una de las esquinas del parque central.

–¡Bienvenido, Alex! –dice exultante la profesora Viviana, desde el vano de la puerta, con amplia sonrisa mientras descargo el equipaje.

–¡Gracias! –digo al tiempo para el conductor y para ella.

Me hace pasar. Enfilo mis ojos hacia ninguna y hacia todas las direcciones posibles, como queriendo apropiarme, en rápidas sucesiones, de cada elemento de la vivienda: el ventanal, la puerta, el mobiliario, la fotografía en negativo de la pared del fondo que parece tener vida en sí misma; es una mujer joven, con el rostro iluminado, mirada sutil y una leve seriedad, marcada por el pliegue de sus labios. También veo unas escaleras, con amplio rellano, que conducen a un segundo piso. Tengo la impresión de que han sido construidas recientemente. –Ahí es donde vas a dormir tú –dice mi profesora, apuntando con el índice hacia el techo–. Si quieres, sube de una vez, -me invita-, señalando ahora las escaleras. Refiere que ha mandado a sustituir la vieja estructura de la techumbre. Las tejas de adobe por tejas de zinc y el armazón de listones deteriorados de madera por un armazón de metal.

Subo las escalinatas. Echo un rápido vistazo a la segunda recámara. En la pared frontal hay dos ventanas tragaluces, abiertas desde el siglo XVIII. Al fondo, un boceto de arcángeles con trompetas y copas. Huele a pintura húmeda y a polvo: efectos de trabajos recientes. –Ahora viene mi hermano a pintar lo que hace falta –asegura mi profesora, mientras bajo los escalones y me siento en uno de los asientos vetustos de la sala principal.

–Todo me resulta sobrenatural –le digo con ahínco–. Las paredes, el olor de la casa, la silla donde estoy sentado, la canción ‘caballo viejo’, de Simón torres, que suena en el radio […].

–Es que esta casa tiene más de cien años de haber sido construida –dice–. La heredé de una tataratía.

En eso, entra un señor, espigado, enjuto, de nariz aguileña y cabello largo. –Es mi hermano, Óscar Esguerra –asevera mi profesora–. Es pintor. Nos hacemos la venia. Considere que su vida es una historia –le digo de entrada–, ¿qué título llevaría? Pensó unos segundos. –El pintor solitario de Bochalema –repuso–. Me invita a conocer el taller donde produce sus obras. Dice que está cerca. Ahí, nada más, pasos adelante de la casa de su hermana. Le prometo ir el jueves o viernes. 

La tarde avanza. Nos dirigimos a almorzar en la fonda de Omaira, una bochalemera que ofrece servicios de hospedaje y alimentación a propios y a visitantes. El menú es arroz con pollo, ensalada de piña y papas fritas. Mi profesora saluda a Omaira con vehemencia, como lo hacen dos viejos conocidos, y me presenta: –Un alumno de la universidad –profiere con orgullo–. –Mucho gusto –le expreso–. En los interludios del almuerzo, Omaira habla de sus buenas obras. Pertenece a la religión católica y se precia de su espíritu humanitario y servicial. Llama mi atención la historia que cuenta: la invitación que con frecuencia dice extender a Jesús (el de la Biblia) para que vaya a comer a su restaurante. Siempre coloca un almuerzo que nadie ha pedido y no pasan muchas horas antes que venga un menesteroso a recogerlo. Sus ojos se inundan de lágrimas y nos muestra sus vellos erizados.

Termina el almuerzo. Omaira vive en la calle cuarta, a un costado del parque principal. Es una mujer de perfil monástico, afable y de usos conservadores. Tengo la revelación momentánea de que, en algún tiempo, tuvo aspiraciones de castidad. Aparece su esposo, un hombre de baja estatura, cabello entrecano y nariz roma. No pregunto por su nombre. Me quedo con el remoquete: ‘el pollo’. Es el administrador de la taberna y la heladería, ubicadas en el zaguán de la posada.

La casona conserva sus paredes de barro cocido y tejas de adobe. Su arquitectura da una idea de cuadros superpuestos que inician en el jardín central (que sirve también de claraboya), seguido de los pasillos del primer y segundo piso. Finalmente, está la seguidilla de cabañas que Omaira ofrece en arriendo. Nos despedimos y buscamos la esquina de la calle cuarta con carrera tres. Subimos una decena de pasos. Estamos otra vez en el hogar de calor centenario. La vivienda de los Esguerra Villamizar. Las horas vespertinas se consumen mientras hablamos del anhelo de volver a nuestros orígenes que tiene la fuerza misma de la gravedad. Busco en el reproductor de mi teléfono móvil ‘Ausencia Sentimental’, de Silvio Brito, y lo comparto con mi profesora:

Que me traigan razones

Les pedí al venir mis compañeros

Las anécdotas y los cuentos buenos,

Que son costumbre de allá;

Razones pa’ mis viejos

Diciéndoles cuánto los recuerdo

Mi novia y los amigos aquellos

Con quien suelo frecuentar

***

Pronto asoma la claridad del nuevo día. Miro el reloj. 7 de la mañana. Leo a Nietzsche hasta las 8 y me dispongo para el desayuno: almojábanas de La Paz recalentadas, con chocolate y perico de huevo. En el diálogo previo, le manifiesto a la profesora mi deseo de salir a realizar las primeras entrevistas. Quiero conocer más sobre el árbol ‘El Samán’, el relato de ‘la pata del diablo’, las tradiciones religiosas y folclóricas, la narrativa fundacional del municipio, los artistas y personajes […].

–Saldré a caminar a ver con quienes me encuentro –le digo–.

–Me parece bien –responde–.

Andelfo es el sacristán de las dos iglesias católicas de Bochalema: la del Sagrado Corazón de Jesús y la de la Virgen de la Santa Cueva. Hablo con él, abrigado a la sombra del histórico Samán. Le refiero mi propósito de conocer los relatos del pueblo y me indica algunas fuentes: Anita Morantes y Pacho Bermúdez. –Vaya, en primera medida, donde Pacho Bermúdez, aquí, por esta esquina del parque (carrera 4), subiendo dos cuadras –me indica–. Le doy las gracias y quedamos en vernos más tarde. Él camina en dirección a la capilla de La Santa Cueva. Yo tomo algunas fotografías en el parque: a las iglesias, a una abeja polinizadora que se para en el pistilo de una flor, al anciano de cotizas y sombrero de ala ondulada que se sienta al borde del Samán a comer un pedazo de torta.

Emprendo mi marcha hacia la casa de Pacho Bermúdez. Es la hora tercera del día. Andelfo me ha dicho también que la fachada de la vivienda está tiznada con brochazos de una diversa gama de colores. No hubo pérdida. Por dentro, el atrio de su residencia es depositario de un archivo fotográfico que conserva parte de la historia del pueblo. Pacho es un hombre septuagenario que empieza a sentir los primeros rigores de la vejez. –Sufro de vértigo –dice–. La entrevista con él se extiende hasta después de las 12. Me asegura inicialmente que algunos datos no son de fácil recordación, pero, una vez en confianza, termina hablándome de todo: la pata del diablo, el paso del libertador, tradiciones religiosas, el relato fundacional. Me insiste en que haga la visita al poeta Eduardo Vélez, que vive a cinco cuadras de allí. Le agradezco en el alma su disposición y me despido de él.

Con el pronóstico de almorzar, al estilo vegetariano, en Gelva, la escuela ecléctica de transformación interior que existe en Bochalema, salgo en compañía de mi profesora Viviana. Caminamos por la carrera cuarta. Ruedan las manecillas hasta alcanzar las dos de la tarde. Avanzamos hasta el final, donde hay una división de caminos: uno conduce hacia el Sendero Ecológico Aguablanca, por donde pasa también una quebrada con el mismo nombre. Según me cuenta, después de 20 minutos de recorrido, antes de cruzar un primer puente, está incrustada la ‘pata del diablo’ en una roca de gran tamaño. El otro camino conduce hacia el mirador de Cristo Rey, la vereda Buena Vista y a Gelva.

Optamos por ir, en primer lugar, al sendero ecológico. -Me causa expectativa el encuentro con la supuesta pata del diablo –digo a mi acompañante–. Pasan 30, 45 minutos. –O estamos muy cerca o ya nos pasamos –arguye mi profesora–. Sabemos que es lo segundo por algunos lugareños que circulan y nos indican que es cerca del primer puente. Hemos llegado a otro puente que dista 10 o 15 minutos del primero. Emprendemos la marcha de vuelta. Pienso en lo ingenuo de la película que le han sacado a una formación rocosa que puede explicarse meteorológica o geológicamente, pero valoro el relato como materia prima del imaginario popular. Ahí veo la huella. –¡El diablo sí es patón! –digo en argot tropical y entre risas–. En la misma piedra, ha sido colocada una cruz, metros arriba de la ‘pata del diablo’. –Es para contrarrestar los efectos del mal –dice mi profesora con socarronería–.

Van a ser las cuatro de la tarde. El hambre apremia. Vamos en camino a Gelva. Puedo apreciar, a la vera del sendero, las estaciones del viacrucis forjadas con material ferroso. La estación XIV está a unos cuantos pasos del mirador desde donde se divisa magnánimamente toda la estructura urbanística de la población. Preguntamos a unas personas que realizan labor extractiva en la falda del cerro cuánta distancia nos separa del lugar. –Alrededor de 300 metros –responde uno de ellos–. La profesora y yo nos miramos, como diciéndonos: “quién espera lo mucho, aguarda lo poco”.

Continuamos el recorrido. Al llegar, la noticia no es más alentadora: “no hay almuerzo”. La recepcionista del lugar nos hace saber que solo se prepara alimentos para estudiantes. Resolvemos quedarnos. La quietud del sitio reemplaza ahora la idea del hambre. Sin embargo, prometemos el desquite a la hora de la cena. Sandra, guía del lugar, nos abraza. Tiene interés en enseñarnos cada uno de los espacios. Mi profesora prefiere quedarse sentada. Habla con un cura que recibe clases en la escuela.

Entretanto, Sandra me enseña algunas prácticas espirituales que allí se realizan: Reiki, Chu King, Tao del amor, retiro de los cuatro elementos... En el recorrido, veo figuras de monjes orientales, la flor de loto, la arquitectura del comedor diseñada a la manera de una embarcación. Todo cumple una finalidad sensitiva. Llegamos al salón Reiki. Un estudiante me abraza. –Eres bienvenido a este lugar –me dice–. Por último, entramos al salón Chu King, el más grande de todos, donde se pide permiso, para el ingreso, al maestro principal. Observo figuras de Jesús, San Francisco, La Virgen María, Buda y piedras de cuarzo. Al culminar la caminata, estoy con mi profesora en la entrada del lugar. Nos despedimos de Sandra con un abrazo y agradecemos su atención. De regreso, apreciamos la vista desde el mirador y pronto nos hallamos en el pueblo, en el restaurante de Omaira. El alumbrado público se ha encendido. Falta poco para las 7 de la noche.

–Hay hamburguesas y picadas –asegura un maestresala hasta entonces conocido–.

–Hamburguesa –sugerí sin rodeos–. Y si es doble carne, mucho mejor.

–Bueno, pidamos hamburguesa –sentenció mi profesora.

Comemos hasta la saciedad. Sostenemos una breve tertulia sobre actualidad noticiosa y nos disponemos a ir al hogar. –¡Gracias! –le decimos a Omaira casi al unísono–. Ella está en la cocina. Nos corresponde con la simpática sonrisa de siempre. En casa, mi profesora prepara algo de té. Le digo que mañana haré el resto de entrevistas: a su hermano, Óscar Esguerra, a Anita Morantes, al poeta Eduardo Vélez. Es perentorio. Quiero llevarme la mayor cantidad de relatos posible. La estadía en Bochalema está por terminar. Nada me conmueve más que apropiarme del imaginario de los pueblos. Con esa convicción de reportero acucioso, le digo a mi profe buenas noches y hasta mañana.

Foto: Alex Gutiérrez Navarro

***

Las horas matutinas del 17 de septiembre se esfumaron en reuniones y trabajos académicos a distancia. Parte de las horas vespertinas, también. Falta poco para las cinco de la tarde. Me dirijo al taller de pintura de Óscar Esguerra. Toco la puerta con el corazón en la mano. -Ojalá no haya salido, pienso. La puerta se abre. –¡Qué hubo, viejo! Te estaba esperando –afirma–. En su rostro se dibuja una sonrisa timorata. Me invita a pasar. En las paredes se hallan colgados un sinnúmero de cuadros pintorescos: paisajes, rinocerontes, pobladores indígenas, agujeros negros, figuras tridimensionales. Tiene una trastienda cerca del atrio que le sirve de laboratorio. Me dice que sus trabajos predilectos son los paisajes. Óscar también realiza grabados en madera: me enseña la figura de una guitarra sin terminar. Es egresado de la Universidad Nacional y ha participado en diferentes exposiciones artísticas en la ciudad de Bogotá. Sobre las 6 de la tarde, llevamos más de una hora de conversación. Finaliza la entrevista con un intercambio audaz y hasta una próxima.

–¿Cree usted en la necesidad de dejar un legado? –inquiero–.

–Sí, pero lo más importante es el trabajo artístico, la creación permanente. Si lo han de recordar a uno, que sea por eso.

Acelero mis pasos hacia la calle cuarta. Diviso al ‘pollo’ sentado en la terraza. Le pregunto por Anita Morantes. –Vive ahí, –dice–, señalando una casa próxima a la suya, sobre la misma cera, al margen de la plaza. Al posarme frente a la puerta principal y hacerme notar con el saludo de rigor de los desconocidos, veo a quien parece ser la criada de la casa en el postigo del pasillo. –Sí, a la orden, –dice. –Vengo a hablar con Anita Morantes –respondo–. ¿Se encuentra? Sí, pero ella no recibe ninguna clase de visitas a esta hora –dice terminantemente–. Le agradezco con un aire de incertidumbre y me dispongo a ir a la casa del poeta Eduardo Vélez.

Atravieso el parque en diagonal hasta llegar a la intersección de la carrera cuarta con calle primera. Siete menos cuarto de la noche. Para cerciorarme, pregunto a un vecino del sector que está sentado en la terraza de su vivienda. -El poeta Eduardo Vélez, ahí –asegura–, apuntando con su dedo al portón de la que parece ser una quinta espaciosa y confortable. Le agradezco y pronto estoy tocando el timbre de la enorme vivienda donde vive el poeta. Me atiende un joven de estatura promedio que no sobrepasa los 20 años de edad. Es de modales corteses. Horas después habría de saber que era su hijo.

–Vengo a hablar con el señor Eduardo Vélez. Me han dicho que conoce muy bien la historia de Bochalema y, además, es poeta, -expreso con circunspección-.

–Espere un momento –me dice. Camina en dirección a la vivienda, ubicada al fondo, como a consultarlo directamente con él.

–Que venga a las 8:30, a esa hora lo puede atender –me notifica al regresar.

–¡Gracias! Entonces, dentro de poco nos vemos –le afirmo.

Mientras llega la hora acordada para el encuentro con Eduardo Vélez, decido ir de regreso a casa. Mi profesora prepara aromática. Descanso en el sillón. Le describo todos los incidentes de mi andar. –Te propongo ir a caminar y pasamos por tu iglesia (refiriéndose a la Iglesia Adventista) –declara. Le gusta el jardín que, en el pórtico de ese templo conservan con esmero. –A veces, quisiera llevarme una de esas rosas que traspasan el enrejado del lugar, pero no lo hago para que otros disfruten de ellas –asevera con inusual delicadeza–. Tenemos intenciones de entrar y llamamos. Al interior, las luces permanecen encendidas. Percibimos que algunos feligreses han estado hace poco. –Los señores que vienen ahí a orar viven en la otra calle –nos advierte un residente en el sector–. –Gracias –le decimos–, y zanjamos el retorno por la intersección de la carrera dos con calle tres, para luego subir hasta la casa por la carrera tres. Son las 7: 40.

–No pude visitar a mi mamá hoy, -menciona mi profesora-. La señora que tiene las llaves del cementerio no estaba en su casa.

–Podrá hacerlo mañana, antes de irse a Bogotá, su vuelo es después de mediodía, -le digo-.

–Sí, mañana iré nuevamente.

–¿Su mamá murió aquí en Bochalema? -pregunto-.

–No, murió en Bogotá. Yo me traje sus cenizas para acá, -expresa con aire lúgubre-.

A pocos metros de la casa, en la esquina del parque, saludamos a dos conciudadanas que traban conversación. Me despido de la profesora e invito a una de las mujeres a que me enseñe la variedad botánica, presente en los pasillos del parque. Es una señora de baja estatura, piel morena y ojos aindiados. Camina conmigo. –Lo que más hay aquí es croto –me dice–, tocando las hojas lanceoladas de una planta de hojas moradas y amarillas. Rápidamente, me señala árboles de almendrón, cañahuate, pinos, palmas; flores de cayena, parásita, orquídea, penitente y azucena del Paraguay, también conocida ésta última como ‘ayer, hoy y mañana’. –Yo sembré esa planta –dice un señor de perfil erudito que en ese momento se aproxima a nosotros–. Se llama así porque sus flores brotan en cualquier época del año –concluye–. Me separo de ambos con una aserción de gratitud. Ya es hora de ir donde el poeta.

Hubiera sido mejor esta visita en otro horario, digo para mis adentros. Siento pena. A estas horas ya se piensa en el descanso. Es apenas entendible la desconfianza que prima en el joven que abre el portón y me permite el ingreso, pero se mantiene amable y con buena voluntad. Cruzamos la entrada de la quinta que es, al mismo tiempo, un corredor a cielo abierto, patio y garaje. También, hay un desaliñado jardín en el costado derecho del porche. Ya dentro, en la estructura habitacional, el reflejo de la luz blanca en las paredes de ébano, da lugar a tonos pálidos que penetran hondo en los sentidos, como si la vivienda fuese en sí misma un candil en medio de un camino oscuro. Veo a un señor sentado en una de las poltronas de la sala. Tiene actitud de espera.

–¿Poeta Eduardo Vélez? –pregunto retóricamente.

–Sí señor, yo soy, ¿quién es usted?

–Alex Gutiérrez, estudiante de la Universidad de Pamplona, -le digo con efusividad-. Vengo a escuchar de su viva voz algunos relatos del Municipio.

–Siéntese, por favor –me indica.

Faltan pocos minutos para las 10 de la noche. Me despido de Eduardo Vélez y de su hijo, agradeciendo sobremanera la amabilidad de atenderme en ese horario. Apenas hicieron falta unas cuantas preguntas de improviso para que me hablara de lo inimaginable en más de una hora de tertulia: manuscritos perdidos en diferentes circunstancias, como el episodio en que sus padres incineraron algunos de sus textos por pensar que eran papeles inservibles, o el de un compañero de estudios de origen antioqueño que, para un viaje definitivo, empacó en su equipaje otros de sus escritos; también me habló de su amigo, José Rozo Contreras, el arreglista musical del himno de Colombia, que también hizo lo propio con el himno de Bochalema. Camino a través del parque recordando el preámbulo de la elegía que compuso en ocasión de la muerte de las 22 estudiantes del colegio La Presentación, en el año 1968:

A vosotras, pequeñas silenciarias

Que marchasteis tan pronto

Sin dejar que entonásemos un himno a vuestra juventud, virtudes e inocencia

Cómo emergen las musas nigromantes

Plañideras al verse sorprendidas

Por la fatalidad insospechada

Como asolan las horas post- fracaso

Cuando vemos marchar hacia otro mundo

Lo que fuera ilusión, iluso ensueño

Y el coro del himno de Bochalema, construido, en versos endecasílabos, intercalando sílabas graves y agudas:

Bochalema, pujante comarca

De ilusiones, de fe y porvenir

Ante ti, vuestros hijos te cantan

De tus dones, la gloria sin fin

Al llegar a la casa en la que ya he pernoctado dos noches, a falta de una tercera, todo está listo: los libros El diablo se idiotiza y Los cuervos tienen hambre, del escritor Carlos Esguerra, desparecido padre de mi profesora, Viviana Esguerra. También hay cervezas. Ella enciende una vela a su madre, frente a su retrato, colocado en un tocador sin espejo. El ambiente es espiritual y sobrecogedor. Nos sentamos a uno y a otro lado de la mesa que sirve de comedor y escritorio, al pie de la cocina.

–Ahora sí, voy a contarte el proyecto que tengo –declara–, como si se hubiera preparado de antemano para ese momento.

–¿Cuál? –pregunto.

–No dejar morir la memoria de mi padre –concluye–, señalando los libros.

–Es una gran empresa –continúo–.

–El actual alcalde no se interesó en mi propuesta, pero si el de Durania (población cercana a Bochalema). Vendré en enero a reunirme con él. Por otra parte, en Cúcuta están reeditando Los cuervos tienen hambre, para una segunda impresión –repone de un solo tajo.

Abrimos las primeras cervezas y brindamos. A su salud. Mi profesora inicia la lectura del primer capítulo de Los cuervos tienen hambre. Es la narrativa de la orografía, la arquitectura del paisaje social, los sistemas de caminos y las principales actividades agrarias y comerciales de la Bochalema del siglo XX. Nos intercambiamos la lectura. Después de dos cervezas, caigo en el vicio de omisión de sílabas. Página 16. Hemos atravesado el primer tramo de la novela. La profesora se ofrece a resumirla.

–Es una historia de amor en la que un padre asesina a su hija y el novio de esta termina pagando los platos rotos. Todo, en el contexto de la violencia política de mediados del siglo XX, -arguye con destreza-.

Compartimos algunas perspectivas de forma y de fondo y enseguida abrimos El diablo se idiotiza, del cual leemos apenas el prólogo y la primera página. Bordeamos las horas del alba. Se ha extinguido la media docena de cervezas. Siento deseos de dormir. Antes de las buenas noches y subir al segundo piso, digo a mi profesora, queriendo cazar alguna pista, que Arturo, personaje principal de El diablo se idiotiza, es el alter ego de su padre, Carlos, como el Zaratustra de Nietzsche. –Tal vez –dice–. Tienes que leerla.

***

Bajo corriendo del sendero Aguablanca. Es sábado 18 de septiembre. Seis de la mañana. Sé que el único bus hacia Pamplona sale a esa hora. Es el mismo que conduce Arturo, quien me trajo el miércoles pasado. Ya tengo la toma de video que me hace falta: la del último tramo hasta llegar a ‘la pata del diablo’. Anteayer, jueves, mi profesora borró, accidentalmente, los videos recientes de su celular. Ahí tenía ese registro. Lo había hecho así porque, entonces, mi cámara digital se descargó. Por eso voy otra vez a Aguablanca, a las 5: 15 de la madrugada, de hoy, 18 de septiembre: para hacer una nueva pero rápida documentación.

–¿Ya pasó Arturo? -Pregunto a la propietaria de un local cerca del parque, transcurridos los primeros tres minutos de las seis.

–El de Pamplona, sí. Él siempre pasa a las seis –me asegura.

Corro hasta la casa. Seis y cuatro minutos. –Creo que me dejó Arturo –digo a la profe. Suena un pito estridente. Parece el carro de Arturo. –¿Acaso no es Ése? Sal a ver –me apremia mi profesora. Arturo apenas pasa. La mujer a la que pregunté hace poco, erró en el dato. No hay tiempo para despidos formales. Brinco, de cualquier forma, con maleta en mano y mochila en el lomo. Dentro de poco, divisaré Pamplona...

A las nueve de la mañana, estoy listo para ir al templo adventista Galilea, al que asisto cada sábado desde que inicié mi formación académica. En la mayoría de lugares a los que voy establezco contacto, en primera medida, con feligreses adventistas. Fui educado en ese sistema de creencias y no hay manera de resistir ese polo de atracción. Por más que lea a Gabo, a Camus o a Nietzsche, y mis familiares y algunos amigos piensen que estoy separado de Dios, no contemplo separarme del colegaje con los guardadores del sábado.

En ese espacio de encuentro y koinonía tengo grandes amistades. Allí, sentado, mientras se expone el sermón habitual, recuerdo, con un dejo de añoranza, los sábados de los primeros semestres, la camaradería con jóvenes y viejos, los juegos sociales, la clase de escuela sabática… En fin, todo aquello de lo que la pandemia nos sustrajo. ¿En qué momento pasó?

En el éter, ya se impone la noche. La plazuela Almeida es el punto de encuentro con entrañables compañeros del quehacer académico: el compadre Meneses, pamplonés de tuerca y tornillo; Karen Fuentes, la monteriana; y mi comadre Heidy Rodríguez, la valduparense. Se celebra el día de amor y amistad. A las discotecas populares no les cabe un alma más: Hypnotic, Canet, Gurú, La oficina… En todas se respira la tufarada de alcohol, cigarrillo y sudor humano. Desistimos de la búsqueda de un sitio propicio para bailar y, al fin consentimos en la propuesta de Meneses de compartir unas copas en un lugar cerca al puente Chapinero que es a la vez campo de tejo, billar, restaurante y bebedero.

¿Qué más vamos a inventar? Meneses está con otros dos amigos. Entre todos aportamos para la de Ron Caldas y uno de ellos, el más bebedor de todos, rollizo, de piel blanca y acento ladino, nos hace la cortesía de varias rondas de Poker. A hablar paja -como dice Meneses- y a reír a borbotones hasta rayar el alba. ¡Qué cosas! Sin menoscabo del aplomo de otros años, hubiese querido vivir y hacer cosas que dejé de hacer por simples complejos morales. Esas cosas que en Pamplona se resumen en una sola frase: ir a rumbear a la plazuela los fines de semana. Creo que tengo en común este sobresalto del alma con el resto de la humanidad: el presentimiento aterrador de la vida que transcurre inexorablemente. En tono sugestivo, Karen me dice: “bueno, todavía tienes tiempo”. Nos abrimos paso a trompicones y bailamos un par de merengues clásicos y vallenatos infaltables. A las 2: 30 de la madrugada, con un temple sazonado, nos despedimos. Cada quien para su casa.

Llegado ocaso del 19 de septiembre, he grabado el programa radial para la dependencia de la Universidad en la que realizo la práctica interna. Permanezco en casa todo el día y me dispongo a recuperar horas de sueño. Se aproxima el viaje de regreso a La Paz y eso significa un nuevo desvelo. Me acuesto bien temprano. El sueño es placentero y vivificante. El lunes 20, soy un hombre nuevo.  

Al fin, llega el momento de hacer maletas y empacar enseres que había dejado desde el inicio de la pandemia del covid. De algunas cosas no tenía ni el más leve recuerdo. En el curso de nuestra existencia vamos aprendiendo a vivir con lo justo y lo necesario, a ir ligeros de equipaje.

Me dirijo al terminal de transportes con el tiquete que compré desde bien temprano. Puesto 16. 9:30 p.m. A través de la ventana del taxi observo la noche gélida y con rescoldos de una lluvia reciente. Mis ojos se mantienen impávidos y estoicos, pero mi alma sensible se apropia de todas las calles, los andenes, los árboles, el malecón, las iglesias; en fin, todo cuanto hace entrañable a aquella ciudad.

Espero el bus en la zona de cargue y descargue. Coincido en la mirada con una linda toledana (lo sabría después, en el transcurso del viaje), espigada, de cabello largo y ojos negros. Ojos negros tan divinos que se clavan en mi alma cada vez que tú me miras. También, puedo apreciar un lunar debajo de su nariz. Enseguida, tengo la expectativa feliz de viajar a su lado, más por las posibilidades inciertas de canjear mi puesto con otro pasajero que por la realidad de tener sillas compartidas. Ella va hasta Aguachica a visitar a un familiar. Me propongo sortear las incidencias para lograr el cometido. De Pamplona a Bucaramanga no fue asignado el puesto contiguo al de ella y sin pensarlo dos veces, abandono la silla 16 y caigo, destempladamente, en el puesto 1, a su lado. Por las primeras palabras que cruzamos, me entero de que quiere dormir todo el viaje.

–Las cosas no siempre salen como uno quiere –asesto el primer zarpazo al caer en la silla–. Ella Sonríe. Pero, tranquila, podrás dormirte en el momento que quieras –le aseguro. En lo posterior, durante las vigilias de la noche, intercambiamos los primeros datos de rigor, compartimos gustos literarios, experiencias académicas, las proyecciones en la vida… Ella estudia psicología en la Universidad de Pamplona, cursa séptimo semestre.

Son diálogos lacónicos en medio de los cuales ella cae dormida una y otra vez de forma imperceptible. Al levantarse, de manera súbita, por cualquier factor inadvertido, se ve recostada en mi rostro o en mis hombros y se reacomoda rápidamente (tal vez, en un intento de remediar la incomodidad que cree haber causado). Me acuerdo de El avión de la bella durmiente, de Gabo. Se lo narro y le hago saber que, a diferencia del protagonista del cuento, yo sí tengo la dicha de hablar y dormir con la bella. Lo que ella no sabe es que vislumbro la utopía de que el viaje no termine. En una de esas, hago gala de una franqueza inusual y le digo: “no te preocupes, puedes recostarte las veces que sea necesario”. Ella calla, no como los que rechazan sino como los que otorgan.

–Ya te hace falta poco para llegar –le advierto, transcurridas 6 horas de viaje.

–¿Cuánto? –pregunta ella.

–Hora y media, aproximadamente –respondo.

–¡Oh! ¡Eso es mucho!

–Relativamente –repuse–. Para mí es poco.

–¿Porqué? –inquirió–.

–Ya sabes porqué –le afirmo–, dando lugar a su intuición.

El bus hace su parada otra vez. Ya lo ha hecho muchas veces y lo seguirá haciendo: recoger y dejar a los pasajeros de esta vida huidiza. Ella se baja. ¡Qué guayabo! La parada del bus espolea mi ilusión congénita de lo eterno y luego la hace jirones. El bus transporta, al fin y al cabo, a quienes llevan dentro de sí el germen de lo efímero. La parada del bus es inicio y también final. Es el símil de la vida humana. “Un día dejarás este mundo atrás, así que vive una vida que recuerdes”, escuché hace poco en una canción de Avicii. Ahora lo entiendo: la parada del bus es el sentido y el sinsentido de nuestra existencia, el eterno retorno, ese ir y venir del carajo que quién sabe lo que hará de nosotros.

 

Alex Gutiérrez Navarro

Sobre el autor

Alex Gutiérrez Navarro

Alex Gutiérrez Navarro

Zarpazos de la nostalgia

Nacido en La Paz, Cesar y criado en Macondo, la sede del mundo jamás conocido. Escribe para imprimir fuerza a los relatos ordinarios a través de la extraordinaria conquista de la palabra impresa. Lector asiduo. Estudiante de la vida. Periodista y Comunicador Social en formación. 

@Que_manito

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