Literatura

El ungido

Simón Dähil

04/01/2022 - 05:05

 

El ungido
Ilustración: cortesía

 

"Ningún altar, ninguna creencia, ningún libro sagrado ha logrado nunca reconciliar ricos y pobres, explotador y explotado. Y si el mismo Jesús tuvo que tomar el látigo y sacarlos a la fuerza del templo es evidente que es porque ese es el único idioma que entienden"

Thomas Sankara

 

Habían pasado por lo menos veinte años desde aquel obligado e indeseado crimen que lo llevaría a la cárcel de máxima seguridad Las Dementias, lugar donde transcurriría los días más vigorosos de su vida. Su buena conducta, su actuar silencioso al interior del penal (durante la mayoría del encierro) le valió una serie de beneficios, entre esos, una rebaja de la condena y el acceso privilegiado a un curso personalizado de carpintería que tomaba junto a otros convictos de buen comportamiento.

Corría un año y un mes sin importancia. Los días eran idénticos, tanto adentro como afuera de la cárcel. Las gentes de la comarca no se volvían locos, porque la comarca era ya en sí un gran manicomio que rehabilitaba, in situ, con sus dosis diarias de narcosis y con su clínica rutina de vidas repetidas en hambre, miseria, desempleo, violencia, y corrupción… La vida era un gran río de mierda, detenido en sus meandros. La comarca es, per se, una fábrica de delincuentes. Todas las condiciones están dadas. Se privilegia la picardía por encima del talento; el plagio por encima de la originalidad; las monedas de plata por encima de la amistad. Los tahúres del tiempo y del espacio comercian, bajo la manga de la realidad, con la dignidad humana.

El reo número 1993109-1, de nombre José Santamaría, era el más habilidoso de los artesanos en Las Dementias y, el curso de ebanistería se enorgullecía de tenerlo como aprendiz estrella. Algunos lo llamaban el preso silencioso. El diseño de sus muebles era tan atractivo y el trabajo manual tan de buena calidad, que la Dirección de la penitenciaria lo contrató para arreglar la madera de todo el lugar, que ya estaba inexorablemente deteriorada por el tiempo y los intentos de escapatoria colectiva.

Muchos convictos comprendieron con el pasar de sus penas, enseñados por la cátedra contundente del tiempo, que era mejor quedarse a morir dentro de esa prisión ajena y fría, que salir nuevamente al mundo desigual que los había encerrado antes.

Conforme pasaba el tiempo en este nuevo trabajo redentor, su pena se conmutaba más rápido (cosa que en sus adentros no quería José). Finalmente, firmó su boleta de salida y regresó a casa, con un sentimiento de incertidumbre más fuerte que la misma alegría de haber salido a la libertad. Si bien la cárcel se había llevado sus mejores años, aún tenía fuerzas para las tareas más íntimas del hogar. Su abnegada compañera, María del Rosario, había esperado con fuerzas el regreso de José, para proveer su vientre al destino: en labor para la consumación de su sueño de traer a un nuevo miembro de la familia como premio de libertad para ambos; porque, era evidente, que su esposa también estaba presa: su alma era como un espejo que reflejaba las penas y los dolores de encierro del marido.

Durante todo el tiempo de cautiverio mutuo, las visitas conyugales en la cárcel nunca faltaron; pero la posibilidad de tener un hijo y criarlo juntos sólo se podría presentar cuando José, efectivamente, estuviese libre como un conejo. Y como conejos empezaron a recuperar sus años mozos; a celebrar la libertad de haber caído preso nuevamente en los barrotes de la injusticia del más acá, donde ya nada depende de Dios, sino de los hombres pecadores del mundo.

La pareja rápidamente tuvo trabajo. A los diez meses de haber sido liberado José, nació su primogénito: Jesús Manuel; más por la necesidad de aprovechar el tiempo fértil que quedaba a ambos que por el verdadero convencimiento de sus padres (de José, principalmente) de procrear y criar un hijo juntos. Eran tiempos difíciles. La vida era una mercancía imposible de pagar para la mayoría de los habitantes de la comarca, y traer un niño o una niña al mundo era condenarla a la miseria y al olvido estatal; en libertad, para José, la vida dependía (irónicamente) de la libertad.

La llegada del pequeño Jesús supuso un gran reto a sus padres. El curso de carpintería había dejado en Santamaría las herramientas y habilidades básicas para rebuscarse dentro del gran ejército de trabajadores informales que, día a día, poblaba las calles de la comarca buscando dinero o comida; pero, la realidad después de la cárcel era cruda como los pedazos de yuca que había comido al desayuno. Daba la impresión de que no hubiese pasado el tiempo o mejor: que pasó en vano.

No se conseguía empleo en la comarca con esas habilidades; el hierro era la materia principal de los nuevos empleos; la madera, sólo parecía usarse para construir los ataúdes donde enterraban, uno a uno, a los buenos muertos que, en vida, habían alzado la voz o la mano cerrada, para señalar al cielo en busca de misericordia; pero que en su lugar encontraban una pesada cruz que los condenaba: perfecta para su calvario colectivo.

Nada había cambiado desde aquella redada inesperada, donde aquellos impíos agentes del des-orden acabarían con la libertad de José. Como pan de cada día, los niños seguían muriéndose de hambre en todas las esquinas de la comarca; como si un omnipotente Herodes ordenase envenenarlos a todos con drogas sintéticas y pegamentos industriales, para evitar de ellos el mesiánico futuro de la alegría y la renovación de ideas.  

Nada había cambiado. Excepto el nombre de quienes malversaban los recursos vitales de la comarca; sólo los nombres, porque los apellidos seguían siendo los mismos, incluso antes de caer preso José Santamaría. La llamaban la monarca comarca.  

José veía el futuro de su pequeño Jesús, truncado. Pensaba, como una mala idea, el regreso obligado a las actividades ilegales que lo habían hecho preso una vez; para conseguir un poco de dignidad robada para él, su pequeño Jesús y su esposa María del Rosario.

Las oportunidades laborales provenientes de su habilidad con la madera disminuían progresivamente a medida que se enteraban de su pasado judicial. Era ya la era de las consultas de antecedentes penales, como requisitos para otorgar trabajos a los pobres porque, se suponía, venían adoctrinados de sindicalismo soviético.

José Santamaría nunca pensó en tener un hijo. Su ideal siempre fue la libertad (libertad que soñaba desde la cárcel), libertad que no coincidía con los grilletes que amarraban su voluntad a las necesidades de un niño. Todo el tiempo se dijo a él mismo que había sido un milagro producto de la fe de su mujer, la cual no quería pasar a la eternidad sin dejar semilla. Estuvo convencido que la vida actual era incompatible con un niño pobre; pero a pesar de todos los avatares. siempre supo, de alguna forma, que su hijo había sido encargado por el mismo Dios para redimir a la comarca, pero no alcanzó a saber de qué…

Cuando el pequeño Jesús tenía apenas doce años, murió su padre, de trabajar en oficios distintos al de la madera; el viento se lo llevó como a una montaña de aserrín. Una paloma blanca visitó, durante doce días, la casa donde feneció Santamaría. Los recuerdos quedaron suspendidos en el aire como madera pulverizada.

María del Rosario, de luto y entrada en años, sintió que la vida de los dos vivos llegaba a su final. Su vejez ya canosa y enfermiza, era impedimento principal para que le dieran algún trabajo; veía no sólo su ropa, sino su futuro negro. El pequeño Jesús tuvo que salir a los mercados públicos a trabajar, para evitar que su madre muriese de física hambre, como los niños de la comarca. El mundo era hambre.

Por eso, ayudado por su ingenio innato, el pequeño Jesús aprendió a multiplicar los panes, los peces y cuanto alimento caía en sus manos; compartía casi todo lo que se ganaba en las plazas de mercado, con los demás niños, llevando más de lo justo siempre a casa.

Nada aprendió Jesús de su padre sobre el oficio de la madera; por el contrario, el pequeño se dedicó a estudiar y leer de forma agresiva, con los pocos libros que podía conseguir o robar, la historia remota y actual de la comarca: se especializó en el uso de la palabra y en la gestión que resultaba de la magia de sus discursos en las plazas de mercado, los mismos lugares donde machacaba sus impúberes hombros con pesados sacos llenos de verduras, hortalizas y tubérculos con formas de garrote.

Eran las plazas de mercado el lugar ideal para la proliferación de pobres pordioseros que, como peludas ratas malolientes, salían de todas las esquinas de la comarca, para deambular por las calles empedradas buscando comida en los lugares donde se supone debería haber basura. Niños, ancianos, mujeres y hombres pobres.

Por debajo de la comarca se podía sentir que unas manos negras manejaban todos los hilos de la gente y las plazas de mercado. Los mismos apellidos de siempre controlaban el destino de los nombres de nunca. Los dueños ilegítimos de la comarca, al ver cómo los pobres crecían en número (como sus hectáreas de tierra robada) ordenaron construir sórdidos lugares donde encerrar a todo aquel que oliese mal y mostrara al mundo, sin que nadie se lo hubiese pedido, sus carnes negras de tierra y sol. Surgen así, como grandes casas del mal, modelos de cárceles donde van a parar los humillados de la comarca: huérfanos de dios padre.

***

La madre del pequeño Jesús muere algunos meses después de caer gravemente enferma por la mala alimentación y el dolor ontológico de perder a su marido. Ningún hospital (ya no existía hospitalidad) de la comarca quiso recibirla para atenderla porque estaba contagiada del virus más mortal: la pobreza.

La vida de pobreza y la miseria expandida por todo el lugar, le había quitado hace mucho tiempo el miedo al joven Jesús, quien ya sabía, gracias a uno de sus primos (uno muerto de hambre) que el hambre general de la comarca tenía dueños como el río tiene nacimiento en la montaña.

Huérfano de padre y madre, ahora, el pequeño predicador, era sólo un niño más de la comarca próximo a morir de filo. Antes de cumplir los quince años ayunó, obligado por la necesidad estricta de hacerlo, por cuarenta días, los cuales aprovechó para leer entre delirio y esperanza, las Sagradas Leyes de la Comarca. Aprendió la Constitución de su terruño; conoció el espíritu de las leyes del más acá y las del más allá; aprendió que al hambriento se le daba pan y al sediento, agua.

El pequeño Jesús, movido por su estómago y sus lecturas de las Sagradas Leyes, empieza a reclutar niños a través de sus prédicas en las plazas de mercado y en todos los lugares de miseria donde se concentra la pobreza de la comarca. Se hace llamar, ante todos, el hijo del dios hambre y el que ha venido a salvar vivos y muertos de entre el olvido. Los niños que recluta los provee de alimentos y algunas ropas de segunda que logran robar o pedir. Rápidamente, las historias del pequeño remolino y su séquito son sensación cotidiana en la pequeña comarca del hambre.

Los resignados habitantes de la comarca, pusilánimes de la tierra y del cielo, vociferaban a los cuatro vientos que el pequeño Jesús no alcanzaría la mayoría de edad; que moriría antes de sacar la cédula por andar quitándole el hambre a quien no debía. Y para alcanzar a sacar la cédula en la comarca hay que bajar la voz y subir el hambre: cosa a la cual no está dispuesto el pequeño gigante.

Cuando ya tuvo un grupo organizado con los mejores doce niños de la comarca, los más ágiles, inteligentes y hambrientos, decidió organizar un gran golpe para acabar con el hambre de todos los niños. Dijo, delante de todos sus discípulos, que, para los dueños de la comarca, habría una noche que sería la última, la última cena donde comiesen panes tranquilos.

Organizó y ejecutó así, el robo de grandes centros de acopio de alimentos (mientras, afuera de los palacios del despilfarro y la gula, los niños pobres de la comarca caían, como mosquitos fenecidos, a la tierra yerma); junto a todos sus doce pequeños discípulos, repartía el botín comestible en las bocas abiertas de la niñez hambrienta. La comarca respiraba cada vez que el pequeño Jesús cometía tales actos de rebeldía.

Quienes controlaban los hilos del mundo terrenal no respetaban ni siquiera los lugares sagrados de la comarca. Los monasterios, los sitios de oración, los templos de la fe habían sido convertidos en grandes vitrinas vulgares y profanadas para exponer mercancías mundanas con poco valor de uso, pero sí con mucho valor de cambio. En las Sagradas Leyes de la Comarca estaba escrito con letra importante que los templos y sitios sagrados se debían respetar como a los padres; el pequeño Jesús, evidentemente molesto por esta situación, decide emprender el retiro de tanta mercancía voluptuosa que no dejaba observar los mensajes de Dios en la tierra. Con sus pequeños compañeros de unción, ya un poco más entrenados y curtidos, expulsan, utilizando métodos de violencia sofisticada, a los mercaderes usurpadores. Los pobres, aunque con hambre, nuevamente pueden ir a alimentarse el alma todos los días (especialmente los domingos) en los lugares que deben ser para ello… la comarca feligresa agradece el gesto del niño Jesús; pero sus dueños no. El pequeño se ha robado la simpatía de los pobres y los rumores vociferan que el salvador ha llegado: el mesías.

***

Inmediatamente desde los dueños del hambre y la comarca se emprende, a través de un decreto oficial, una gran campaña de persecución, una cruzada despiadada en todo sentido, que termina con el asesinato de niños y la oferta de dinero como recompensa a quien ofrezca información del pequeño y sus discípulos a las autoridades.

Seis monedas de plata es la recompensa por el pequeño Jesús; y una por cada uno de los discípulos. Mucho dinero para cualquier pobre desalmado de la comarca. Aunque la recompensa es elevada, nadie dice nada, nadie abre la boca sino es para comer, nadie sabe dónde están el pequeño y sus doce discípulos.

El terror se adueña de los días y las noches de la comarca. Los agentes de la muerte a decreto buscan y rebuscan al pequeño Jesús y su combo. Torturas, asesinatos, desapariciones, amenazas, desplazamientos… ese es el precio que hay que pagar por querer erradicar el hambre en la comarca y; como siempre, el elevado precio, lo pagan los más pobres. Aumenta el negro de la noche y el rojo de la sangre, pero nadie dice nada, nadie sabe dónde está Jesús y su docena de colaboradores.

Entre la persecución despiadada, el pequeño Jesús decide asestar su último gran golpe. Será la última cena de los dueños corruptos de la comarca. Organiza entonces el ataque a las fuentes de agua principales, de las cuales bebe la aristocracia local; envenena con cianuro los pozos que alimentan el acueducto privado; luego, ataca con fuego las grandes estancias donde guardan los alimentos; todo esto casi de manera simultánea. En cuestión de unas horas, la comarca es un río de candela y agua envenenada.

Mueren los hijos de los dueños de la comarca, envenenados por el agua cristalina. La abundancia trae escasez a las cocinas aristócratas y el mundo asimétrico empieza a balancearse de acuerdo con el hambre general. En respuesta, el decreto oficial de persecución duplica la recompensa que hay por Jesús: doce monedas de plata. Una cifra increíble en tiempos del apocalipsis de la comarca.

Sin esperar traición de sus discípulos, el pequeño gigante sigue conspirando para finalmente acabar con los dueños del hambre; se planean golpes y operaciones mucho más contundentes, organizan campañas de reclutamiento para fortalecer la tentativa, pero uno de sus doce colaboradores, quizá el más mediocre de todos, decide aceptar de forma vil y clandestina la recompensa oficial de las doce monedas y pone en venta la cabeza de su mentor.

Sin siquiera sospechar, el grupo avanza a un nuevo golpe, donde los espera una emboscada que termina con la captura de Jesús y el asesinato de algunos niños discípulos, mientras que otros logran escaparse. La noticia de la captura del pequeño gigante es un asunto inmediato de todos en la comarca. El viento transporta los rumores del hecho con la velocidad de la mala hora; mala hora que se acerca para la comarca y el pequeño Jesús. Malos tiempos se acercan, mala hambre se adviene.

En ningún tiempo de la comarca había sucedido que alguien se atreviese a rebelarse en contra del hambre y sus dueños; era un hecho inédito lo que acontecía con el actuar del pequeño Jesús; para cortar de raíz la influencia que tenía sobre otros, por decreto, los dueños del hambre deciden crucificar al pequeño Jesús; como forma de demostrar que ante ellos nadie puede rebelarse y ese será el destino que ha de tocarles si no se someten a las leyes del hambre.

Clavado de manos y pies, el pequeño Jesús es transportado hacia la muerte por decisión oficial de los dueños impíos de la comarca; lo ubican junto a otros vulgares delincuentes, queriéndolo exponer a la ignominia general del mundo. Se sabe que los demás discípulos, en su mayoría, han sido muertos, alcanzados por las manos negras de los agentes de la muerte en la comarca. Mientras Jesús se desangra, es vilipendiado, torturado y apuñalado; muere al cabo de unos dolorosos minutos entre el delirio y la traición.

El llanto general del cielo despierta a quienes aún no sabían que acababa de morir la única esperanza que tenían muchos en la tierra.

 

A Joanny Alvarado Cuadro.

 

Andrés Cuadro

Sobre el autor

Simón Dähil

Simón Dähil

El charlatán

Simón Dähil es el seudónimo de Andrés Cuadro (Agustín Codazzi, 1993) Novel escritor caribeño, estudiante de derecho de la Universidad Popular del Cesar; autor de los libros inéditos: La avenida de los vencidos (Relatos); Ensayos de prosa rebuscada (Poesía). De igual forma ha publicado la serie "Vallenato bravo", junto a artículos y ensayos de opinión juvenil. Es miembro fundador del Colectivo Literario El Manjol, donde publicó artesanalmente las plaquettes de poesía "Chinchurrias para el alma"; actualmente trabaja en su libro de narrativa "Pesadillas de un niño cuando se despierta".

@butifarraloca

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