Literatura

El ser más rico de la Tierra

Andrés Elías Flórez Brum

19/12/2022 - 04:40

 

El ser más rico de la Tierra

 

Un día cualquiera Adriel Dadil se dio cuenta que era el ser más rico de la Tierra.

Era más rico que Ardila Lule y Luis Carlos Sarmiento, juntos. Y con más monedas que el rico de Sahagún José María Bula, de quien cinco mujeres alegres, decían que era el que tenía más plata en la región. Tenía vacas y terneros, potreros y terrenos baldíos.

Hasta que una mujer cercana a él, a Adriel, lo bajó de las nubes.

––Tú no tienes nada ––le dijo imperativa––, las cosas que piensas que son tuyas no son tuyas.

––Tengo casas y apartamentos.

––Nada es tuyo. La casa de tres pisos de Villa del Prado es de tu esposa. La casa de Santa Elena aparece a nombre de la mamá de tus otros hijos.

––Tengo varios apartamentos ––dijo Adriel Dadil con cierta vaguedad.

––Tuviste varios apartamentos. Éste en el que vivimos está a nombre de los dos y yo guardo las escrituras ––le dijo Lida Raquel, la mujer con quien vivía y hablaba a viva voz.

Adriel Dadil se quedó mudo mirando al suelo y pensó que un día había invitado en el pensamiento a Jesús, el nazareno, a compartir un plato de lentejas que la mujer prepara con esmero, pues su sazón es de excelencia. Esperaba que Jesús probara la sazón del momento. Siempre se preguntaba con el plato de lenteja al frente, cómo se las prepararía María Santísima a Jesús en aquella época. Al compartir el plato de lentejas le argumentaría sobre sus bienes. Y la parábola del posible paso de un rico a su reino.

Se sintió catar unos granos de café. Los labios se le despertaron. Adriel Dadil intentó escupir en el piso como cuando era preadolescente que escupía y bostezaba a menudo. La época cuando se le brotó el acné y se le puso el rostro monstruoso. No contaba con mamá ni papá a su lado. Cursó el quinto año de primaria en la escuela urbana de varones y sólo contaba con una muda del uniforme, pantalón caqui y camisa caqui que se ponía todos los días de la semana.

La prima Orfila, la otra prima que él tenía, le lavaba los domingos por 1 o 5 pesos aquel uniforme de dril caqui, que Adriel no sabía de donde los adquiría, para pagar a Orfila por ser la lavandera de su uniforme escolar.

En esta aflicción le revoleteó en la cabeza un cuento de Las mil y una noches. No era erótico. Era el cuento del hombre que visita un palacio y le pide a los de la corte y a la guardia que lo dejen entrar, que va para donde el rey a pedirle unas monedas para volverse rico. Lo dejan pasar y cuando el rey le ve la cara de jocosidad lo pide que se acerque y lo invita a comer un banquete. El rey manda a los súbditos que sirvan… un banquete de mentira. Y luego de que los dos simularan comer, la cocina sirvió de verdad comida. El hombre come con el rey hasta saciarse y, por cierto, le regala un saco a reventar de monedas de oro.

La pausa de Lida Raquel le trajo más ímpetu a la conversación.

––Bueno, hay otros y otras cosas ––dijo en desahogo Adriel.

––Imaginación ––dijo Lida Raquel con desidia.

––Acéptalo. El apartamento de Casa Blanca en Kennedy, el apartamento de La Guaca en Santa Rica. El apartamento de la Avenida Suba junto a la gasolinera.

Y la casa en Monte Blanco al final de la Avenida Caracas.

––Falso. Todos los vendiste.

Adriel Dadil meditó a solas en este lapso y se dio a la tarea de recurrir a la suerte y de ganarse la lotería, o el loto, el baloto.  Escriturarse para sí un lote o una unidad en un gran edificio.

Vio a las dos de la madrugada pasando a su lado un visaje. Recordó que estaba enamorado de una amiga de Puerto Colombia. De nombre Esperanza o Consuelo. Hallábase entre la esperanza y el consuelo. Que este futuro amor le vendería uno de sus predios a la orilla del mar. Y de fortuna tendría algo (algo es algo, dijo la señora de la pollera azul cuando el gato le pasó la cola por las arandelas de la falda sentada en la mecedora). Adriel se encontraba a las dos de la madrugada en el comedor, entre la cocina y la sala. Sentía un tanto de miedo y sintió ganas de orinar. Pero no se paró de la silla en torno a la mesa. Acaso por miedo.

Entonces, en el acto, se le presentó San Pedro. Canoso. Y de pelo largo apuntado con un cintillo. Vestía un batolón de lino blanco, pero estaba medio sucia. En sus manos, al costado del bolsillo, una llave como de un candado gigante.

Uno de los dos espabiló.

––¡Pendejo!, oye…  ––le dijo a Adriel usando una expresión terrestre––. vente conmigo para el cielo.

––¿Para el cielo? ––preguntó Adriel Dadil tembloroso.

––Sí, para el cielo, qué más esperas, estás próximo a cumplir setenta octubres.

––Noo ––se negó Adriel––, déjame en Tierra hasta cumplir los 116 años.

     

Andrés Elías Flórez Brum

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