Literatura

Delirio

Néstor Quiroz

30/12/2022 - 05:30

 

Delirio

 

A José Luis Molina “El Turry”

Cuando llegamos, todo parecía tranquilo en el jardín zoológico. Incluso, el comportamiento de los visitantes y de los animales en cautiverio era normal, hasta esa hora. Frente a las instalaciones de las fieras encontramos a un pintor tratando de acomodar su caballete junto a la jaula en que permanecía echado un tigre de bengala. Los ijares de la enorme bestia se le veían ligeramente excitados, tal vez por el calor.

Abatida, ronroneaba, y el artista, en cambio, se esmeraba por hallar su mejor ángulo de visión. Para ello, hacía uso de todo su poder de concentración con el fin de lograrlo. Igual el tigre de bengala que, desde el fondo de su celda, tuvo que emplear su instinto animal para no dejar de acecharlo a él, con su mirada asesina.

Muy cerca del improvisado estudio, los patos y los gansos divertían, a toda hora, en el aviario, a chicos y grandes con sus graznidos; la manada de monos, con sus piruetas acrobáticas, arrancaban carcajadas a un pelotón de inquietos pequeños; otro grupo de párvulos, desde sus puestos, aprovecharon su estadía en el parque para ir a recrearse con el zootecnista y sus muchachos que, juntos, intentaban derribar a un ejemplar de avestruz, para curarle un dedo de su pie hendido.

El bullicio asediaba al maestro. Aun así, siguió imperturbable ordenando los utensilios del taller portátil y empezó a combinar los pigmentos sobre la paleta, sin que nada pudiera distraerlo. Después de una pausa, apuntó la mirada hacia el modelo. Luego, la boina guevarista que llevaba, la escurrió levemente hacia la izquierda y se la ajustó en la parte posterior de la cabeza.  

––¡Silencio! ––murmuró alguien.

En ese preciso momento, el pintor iniciaba su rutina. Haciendo uso de su particular estilo, amusgó el ojo izquierdo y reculó unos dos metros con el pincel entre los dedos de su brazo extendido. Ya con la vista puesta en el bastidor, y justo con la velocidad de un rayo, mancilló el fondo inmaculado del lienzo con el primer trazo.

De allí en adelante, nada interrumpiría el trabajo febril del pintor. Antes, por el contrario, con sus pinceladas, empezó a llamar la atención de los curiosos que, en torno suyo, fuimos estrechando el círculo humano. Cada quien sintió encontrar su verdadero puesto, cuando estuvo lo más cerca posible de donde se había instalado el estudio móvil.

Enseguida del forcejeo, por alcanzarlo, un aguacero de miradas cayó sobre el cuerpo naranja, que acabó erizado de rayas negras.

––¡This is diabolical! ––vociferó el turista inglés, que se abrió paso entre los numerosos mirones, que disfrutaban viendo el buen desempeño del artista.

El enigmático personaje, que lo había expresado, en voz muy alta, al igual que algunos espectadores, hubo de haber sentido escalofrío con la exótica fisonomía que había tomado la bestia. También pudo experimentarlo el galo que irrumpió en los patios gritando del susto: “¡Oh, mon dieu!”, mientras el pintor exaltado por el escándalo, habría padecido lo mismo, pero solo vino a experimentarlo a partir del momento en que la fiera cobró vida con los contrastes del claroscuro que le daban una verdadera actitud de embate y volumen a la artillería de su boca expandida.

Al poco tiempo estampó, con mano temblorosa, la firma sobre el lienzo, se apartó a un lado y, de ahí en adelante, se le vio meditabundo. Parecía estar completamente ido. Nadie lograba entender el origen de su comportamiento.

De vez en cuando miraba de soslayo al cuadro y enseguida al tigre de bengala, que seguía sin dejarlo de mirar a él. Con esa actitud, el pintor figuraba estar atrapado por la atmósfera de su obra artística. En tanto éramos testigos de la fascinación del maestro, los ojos vidriosos con los que nos miraba, resplandecían casi desorbitados y conmovían a quienes permanecíamos embelesados, observando su anormal proceder.

De pronto, dejó de mirarnos para gozarse la tela, asimismo para disfrutar de la exquisitez de su locura. A la sazón, escuchaba enfervorecido aplausos lejanos y agónicos rugidos, mezclándose con el alboroto de los primates, que entraron a hacer parte, de un momento a otro, de la nueva escena pictórica, que empezó a representarse en las instalaciones del zoológico.

Colgando de las ramas de los árboles, la manada de monos se columpiaba, haciéndose acompañar de un ruido feroz, cada vez que castañeteaban los dientes. Delante tenían a un hombre revolcándose sobre el césped. A un ser poseído por una fuerza interna, sobrenatural, que ya le impedía distinguir el rugido de las fieras de la algarabía de los animales que empezaron a rodearlo por ambos lados.

En el aviario, lo que se alcanzó a escuchar fueron gritos agudos que expresaban terror, que demandaban auxilio. La voz reclamaba, por el amor a dios, que le arrancáramos de encima a la fiera, que se había fugado del lienzo para devorarlo.

 

Néstor Quiroz

Néstor Quiróz nació en Curumaní, Cesar, en 1955. Es abogado, catedrático y columnista. En el 2009 publicó su primer libro de cuentos con la editorial El Perro y La Rana de Venezuela: La monja del hospital y otros relatos.

*Este cuento hace parte del próximo libro del autor: "Cuentos dispersos para leer de afán y Diez minicuentos sin títulos".

2 Comentarios


ANA ROCIO Jiménez solano 30-12-2022 09:44 AM

Excelsa pluma del doctor Nestor Quiroz, felicitaciones.

Javier Quiñonez Quiroz 03-01-2023 08:39 PM

El final inesperado, surreal hace del relato una pieza llena de imaginación.

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