Literatura

Después de la pesca

Edgar Arcos Palma

31/01/2023 - 04:50

 

Después de la pesca

 

A esa hora temprana el mar parece quieto, desde donde estoy sus aguas hacen soledad y silencio; nada se mueve, por momentos algo atrae mi atención, pronto se desvanece en la nada. El aire acondicionado de la habitación de un onceavo piso se escapa al balcón ahora entreabierto chocando con el cálido despertar de una ciudad costera. Contrario a lo pensado, sé con convicción que el mar bulle, se mueve en vaivén plateado reflejado en la playa solitaria, los peces estarán recorriendo los espacios provistos de algas allá, lejos de la playa; ningún buque de calado asoma en el horizonte difuminado por un resplandor cobrizo, ningún ser humano hasta el alcance de la vista.

El embrujo del mar adormece los sentidos dejándose llevar por sus oscuros vericuetos, rumores lejanos de carros en ambas direcciones en la carretera de construcción reciente, doble calzada entre la edificación y el mar; a mi izquierda se alimenta de dos vías, una procedente de la ciudad, la otra a manera de puente de algún poblado cercano al aeropuerto; a mi derecha la vía es de un trazado recto aburridor. El día anterior había caminado paralelo a esa carretera, desde ahí conté once pisos y ubiqué nuestra habitación no sin antes ser advertido que la alta reja que protege el edificio ocultaba lo que alguna vez fueron duchas y caminos en dirección al mar devorados por plantas trepadoras y rastreras siempre proclives a ocupar espacios abandonados; caminos ahora abortados por el progreso por donde transitaban vehículos en ambas direcciones. La playa seguía desierta, algunas gaviotas alertadas por una canoa avistada ahora en mi visual, era eso el punto de mira de algunos minutos antes; el tiempo perezoso sin embargo la acerca a la solitaria playa. Una pareja en plan de ejercicio físico entra al recuadro, camina paralela a la carretera, desdeñando la canoa que se acerca.

Es un simple amago por querer volver a la cama, ahora la canoa está ya con la proa en la arena; hago la pregunta, aventuro una posibilidad en la sucesiva acción. La carretera, la canoa, la caja de icopor con el producido de la pesca con una gruesa cuerda acomodada en uno de los hombros, el hombre de piel negra, fuerte contextura, maduro, camiseta blanca de esqueleto que a la distancia dibuja músculos hipertróficos en sus bíceps, pantalón hasta un poco abajo de las rodillas. Camina hasta el borde de la carretera. La posibilidad de un jeep con remolque donde se acomodaría la canoa se esfuma con la realidad apabullante, me flagelé con esa estupidez.

La caja queda a unos pasos de la carretera, el hombre se aleja en dirección a la canoa mientras la segunda posibilidad emerge de mis interrogantes para dejarla al cuidado de nadie en una tierra donde todo desaparece (¿el robo nuestro deporte nacional?) pero la respuesta no se deja esperar con un atisbo de sorpresa pues el hombre se agacha, desde dentro saca el remo y un rodillo compacto de recia madera, se lo echa al hombro, el mismo que soportó la cuerda de la caja, camina con el remo en la otra mano. Ahora la escena es curiosa, una caja de icopor, un remo y un rodillo. El ruido del motor de un pesado camión nos distrae a él y a mí, va en dirección a la ciudad con carga pesada, a no más de veinte kilómetros por hora. El sol pide permiso para asomar sus refulgencias en el horizonte ahora diáfano justo cuando el hombre empuja la canoa que se desliza por la arena hasta los cachivaches en el borde de la carretera, por si acaso la punta de la canoa limitando con milimétrica diligencia el asfalto. Quedo entonces anclado al piso del balcón y cierro la lista de posibilidades estúpidas en mi cabeza.

Entonces -¿cabe esta secuencia?- veo al hombre priorizando su producido, la caja soportada con la cuerda en el mismo hombro, el remo en la mano libre, mira a su izquierda calculando la velocidad de un automóvil que se aproxima, avanza hasta el sardinel central, ahora la visual a su derecha, del puente y de la otra vía que convergen no avizora carro alguno, gana la margen opuesta, sus pies desnudos dejaron el asfalto frio de la mañana y ahora perciben la caricia del corto césped, camina hasta una hilera de arbustos de alguna planta ornamental que no logro distinguir ni falta que hace dada mi ignorancia en botánica; se agacha cerciorando seguridad a su alrededor y con movimiento ágil esconde caja y remo en medio de esos arbustos. Es un ritual, ahora todo está claro, vuelve previsivo sorteando el asfalto hasta donde dejó la canoa, toma el rodillo, camina al borde de la carretera, mira a la izquierda; no hay carros, lo atraviesa debajo de la canoa en su porción delantera y raudo la empuja ayudado del rodillo que poco a poco se desliza a la popa. Está en la mitad de la vía y yo ruego con los dedos apretados que no aparezca ningún vehículo; sudo acaso con el calor que comienza a subir reverberando, el hombre obra con rapidez acicateado por mi estado animoso, digo el hombre obra con una calma desesperante propia del habitante de estas regiones, cuenta -eso creo- pasos como midiendo desde el centro de la vía hasta el sardinel central, el rodillo de nuevo adelante vuelve a deslizarse hacia atrás y la canoa supera el primer obstáculo. Los carros le hicieron la venia al pescador y le dejaron hacer. El otro tramo fue un mecánico accionar de lo hecho en la otra vía, acostumbrado a esta tarea desde hace mucho tiempo desdeñó el peligro inminente, una motocicleta surgió de la nada en la curva del puente, el hombre se detuvo con la canoa a mitad del segundo trayecto, se irguió, miró sin sorpresa, desafiante a la moto que se acercó peligrosa, yo tragué saliva justo cuando el conductor maniobró para sortear ese curioso obstáculo, por poco da contra el sardinel central. Canoa y rodillo ahora descansaban en el césped próximo a los arbustos.

Pensé en la figura del hombre echándose la canoa de cuatro metros de longitud a su cabeza, atravesando la carretera, brazos en ángulo recto en formidable esfuerzo, cabeza engullida por la canoa, caminando, trastabillando, un paso, otro y pronto un chirrido estruendoso, frenos, gritos, golpe seco del carro contra el sardinel, humo en el motor, conductor ileso viendo como el hombre era lanzado al piso, la canoa suspendida en fracciones de segundo en el aire, luego despidiendo trozos de madera en todas direcciones, rodando destrozada en un espacio de asfalto descomunal, el hombre boca abajo, inmóvil. El suceso fue desechado de mi cabeza mientras el ritual de canoa, caja, remo, rodillo y hombre se alejaban allá abajo desapareciendo del borde vertical del edificio.

Volví a la habitación, me acosté al lado de mi pareja. A mediodía tendríamos almuerzo con pescado fresco. Hoy hubo buena pesca.

 

Edgar Arcos Palma

Médico y escritor nariñense. Sus cuentos han sido publicados, entre otros medios, en la Revista Estafeta (San Juan de Pasto-Nariño). En 2021 publicó su celebrada novela, Yaguargo.

1 Comentarios


Nelly Insuasty Santacruz 10-05-2023 05:36 PM

Vaya un gran ejemplo de lo que es estar suponiendo cosas, igualmente admiro ese hilo conductor que no pierde detalle y atrapa la atención en la lectura. Felicitaciones a un prometedor Escritor

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