Literatura

Lenine en las bananeras, un cuento de Francisco Gnecco Mozo

Clinton Ramírez C

08/02/2023 - 05:45

 

Lenine en las bananeras, un cuento de Francisco Gnecco Mozo

 

El cuento y el autor

«Lenine en las bananeras»[1] es un cuento del médico, periodista y escritor samario Francisco Gnecco Mozo (Santa Marta, 1904 - Washington, 1973).

Como hombre de ficción dejó una obra corta, extraviada en archivos y escritorios familiares. Alguna historia de la literatura regional destaca sus cuentos «Un beso lo hizo todo» (1923) y «Lenine en las bananeras» (1928). Los mayores esfuerzos los consagró, sin embargo, a la investigación médica y la docencia universitaria.

«Lenine en las bananeras», cuento objeto del presente análisis, lo escribió en pleno furor de la huelga y masacre de las bananeras (Ciénaga, 1928), episodio que cubrió como corresponsal del diario barranquillero La Prensa. El texto, fresco aún el trágico episodio (6 de diciembre), apareció una semana después en la revista bogotana Cromos.

Gnecco, de escasos 25 años, aborda un asunto álgido y conocido de primera mano. Además de vivir en el entorno regional del conflicto y conocer a los actores enfrentados, su hermano mayor, el también escritor José Gnecco Mozo (Santa Marta, 1902-Bogotá, 1999), formaba parte del gabinete de Núñez Rocca, gobernador del Magdalena.

Conocer el negocio bananero, sus conflictos y los intereses en disputa habilitaba al joven Gnecco para afrontar el relato. Escrito a tan temprana edad y sobre un fenómeno de la mayor trascendencia, el relato constituye un hito en la historia de la narrativa breve de esta fracción del país.

Los hechos centrales del cuento

El relato, en pocas páginas, cuenta la historia del mulato Rafaé, cortador de frutas en una finca bananera de Sevilla. Fortachón, conforme con el destino de obrero mal remunerado, deseoso de formar un hogar con una negrita vivaracha, se ve, sin más, involucrado en la huelga que miles de hombres como él declaran al serles negado el pliego en el que piden el mejoramiento de sus condiciones laborales y de salud. Envalentonados, conocedores del poder de la huelga, dirigidos al final por un líder experto y lector de libros rusos, el movimiento termina con la masacre de los obreros, entre ellos, Rafael, quien muere al recibir una bala en el corazón. Los hechos, escuetamente presentados, a ratos interferidos por cuenta de la visión ideológica del autor, escondido detrás del narrador de tercera persona, suceden en Sevilla, de donde es oriundo el mulato: el pueblo de la zona donde el sol brilla con más intensidad, según la voz narrativa.

Sevilla pertenecía al municipio de Ciénaga en el momento de la masacre. En inmediaciones de la estación del ferrocarril, escenario de enfrentamientos entre huelguistas, policías, Ejército y empleados armados de la compañía en 1928, tenía la empresa americana una de sus famosas ciudadelas enmalladas: los gallineros electrificados de los que hablará García Márquez en Cien años de soledad, novela publicada cuarenta años después de los luctuosos hechos.

Es natural, entonces, que el joven Gnecco, a la hora de transformar en ficción la huelga y masacre, tomara Sevilla como espacio nuclear de la narración, territorio localizado en el corazón de la zona bananera y uno de los centros intelectuales de la revuelta al lado de Guacamayal, pueblo al otro lado del río Sevilla.

Expuestos los hechos capitales y trazadas las coordenadas espacio-temporales del relato, me concentraré en la figura del protagonista, Rafaé, cuya evolución y desenlace constituye una metáfora candorosa, trágica y desoladora del movimiento de 1928 en la zona bananera de Colombia.

Rafaé el mulato

Rafael, el mulato cortador de guineo, vive en un tambo, en un campamento de casas de madera y techo de zinc, que la compañía construyó como sitio de habitación de miles de trabajadores vinculados al negocio a través de terceros. Allí vive en compañía de obreros generalmente procedentes de distintos lugares del país. Tiene 20 años, gana poco y, todavía en plenitud de fuerzas, está habituado al trabajo duro bajo el tórrido sol bananero, en zonas inhóspitas, entre cientos de hectáreas de selva transformadas en miles de lotes de banano. 

El acortamiento de su nombre —Rafael— es un hecho significativo y natural para el autor y el narrador, su vocero en el discurso ficticio. El Rafaé marca la procedencia étnica y geográfica del muchacho. Es, como muchos chicos contemporáneos suyos, hijo de la unión de una negra y de un blanco pobres, atraídos ambos, una generación atrás, por la fiebre del banano y los salarios relativamente mayores pagados en la denominada zona bananera.

Muchos negros, contingente al que pertenece la madre innominada del muchacho, vinieron de las sabanas de Bolívar en los primeros años del siglo XX para enrolarse en las fincas en calidad de cortadores de fruta, aguadores, desmachadores, entre otros oficios. Sucedió igual con miles de hombres blancos, campesinos la mayoría de ellos, oriundos de Antioquia, Boyacá, Santander y Tolima; todos deseosos de encontrar a última hora una oportunidad y un lugar. 

Rafaé es fuerte, vive contento con su vida dura de peón, aunque viva en un tambo y gane pocas monedas en comparación con los jóvenes que construyen vías para el ferrocarril, como anota el narrador, muy enterado de los pensamientos y aspiraciones del mulato. Tiene novia: Rosalía. Esta es «una negrita vivaracha de dientes blancos como pulpa de coco» (Gnecco Mozo, 2019 p. 7). Quisiera casarse con ella, aunque la paga apenas le alcance para sostener sus veleidades de muchacho. Sevilla, su pueblo de origen, polvoriento y soleado, aparece ante sus secretas aspiraciones como una suerte de prisión al aire libre en un paisaje voraz e impactante. Allí nació, allí vive, allí se divierte los fines de semana cuando hay paga, y allí, una vez la juventud decline, cederá al paludismo de las fincas e irá a parar a un hospital de la empresa, cuyo sostenimiento él cancela con una fracción que le descuentan del salario, como sucede con miles de obreros más. El futuro se antoja poco alentador para este joven. «Y entonces será uno de los muchos que en un jergón descuidado», tomarán «quinina hasta el último escalofrío invencible» (p. 7), puntualiza el narrador. Pero, a pesar del mal salario, de sobrevivir en condiciones estrechas, de no poder casarse, de visionar una vejez poco saludable en un hospital, Rafaé, nos dice el narrador, «vive en una feliz conformidad» (p.7).

Al cuadro de quejas y peticiones en el que es recreado el personaje, la historia del relato sumará dos ingredientes definitivos. El primero: la empresa tiene la política de rechazar parte de los racimos cortados por obreros como Rafaé. A él le botan con frecuencia al pie de la carrilera, de los vagones de carga, mucha de la fruta. El segundo, la empresa de los hombres rubios, señores de la producción, el transporte y el comercio del guineo, acaparó las tierras del país y priva de su usufructo y cultivo a hombres como Rafaé[2].   

Esta última noticia el mulato la oye de labios de la vieja Ramona, quien sin sacarse de la boca la calilla ancestral, cuenta el asunto para oídos entendidos. Ramona, además de resultar definitiva en la configuración del conflicto de la historia, es presentada con una economía de rasgos admirable.

Rafaé oyó contar a la vieja Ramona, la del tabaco delgadito, imprescindiblemente prendido a los labios, y la chancleta en inverosímil equilibrio sobre los dedos del pie, que esos hombres rubios que se llevaban el guineo eran los mismos que no hace mucho tiempo le quitaron un buen pedazo de tierra a Colombia! (p.7).

El hecho de ser vieja y de fumar calilla parecieran conferirle a la negra autoridad sobrenatural entre sus escuchas: algo que aun sucede con este tipo de mujeres en comunidades rurales o en pueblos como el Sevilla recreado en el cuento de Gnecco Mozo. Voz de la experiencia, encarnación de pasado aún nítido, sabe de qué habla. Muy posiblemente sea una desplazada o vivió de cerca los efectos de la expansión y la explotación comercial de un negocio pensado a gran escala: la apropiación de las tierras antes incultas, baldías, comunales o sin propietarios probados.

La intervención de Ramona sirve, a la historia, para completar el cuadro de afrentas a los ojos y la mente del joven Rafaé. La feliz conformidad será sacudida. A este cambio, brusco en la historia y perceptible en el relato, le siguen dos hechos igual de cruciales: las peticiones de mejoras de los obreros y el estallido de la huelga al ser desatendido el pliego por empresa de los hombres rubios.

Entre las peticiones de los obreros, la negación a escucharlos y la decisión de parar, de no cortar más frutas, Rafaé sufre un cambio más brusco: toma conciencia de su condición de hombre explotado.  

Volverá a aparecer en el relato transformado en huelguista, en el plan de muchos otros jóvenes que, votada la huelga, liberados de la labor de cortar la fruta en los lotes húmedos y silenciosos, se visten de fiesta para desafiar en las calles polvorientas y soleadas de Sevilla a los opresores: los hombres rubios.

Es claro que detrás de la actitud provocadora de los obreros hay organizadores. Hombres encargados de dotar al movimiento de razones legales y de ofrecer a chicos como Rafaé consignas efectistas, como el propio relato develará más adelante.

«Abajo loj americano», gritará con todos sus pulmones y más de una vez Rafaé al tropezar con algún patanote rubio en alguna cantina (p.8).

En la ficción, como sucedió en la realidad, la huelga pasa a ser orientada en algún momento por un experto venido de otras latitudes. Rafaé oye decir que un hombre, «que leyó libros rusos», tomará en la noche «la dirección de nuestro movimiento» (p.8).

El narrador presenta al hombre como un individuo conocedor, milagroso, alguien que deriva de la lectura de unos libros rusos un poder capaz de situarlo por encima de la masa llamada a seguir sus instrucciones. Es llamado, con sorna, el superhombre, si bien es de físico esmirriado.

Rafaé, locuaz y dispuesto, acude a una población cercana —tal vez Ciénaga— a conocer y escuchar al superhombre.

Carentes de formación política, susceptibles a las voces de los agitadores profesionales, Rafaé y los demás huelguistas serán convencidos de formar parte de una ola revolucionaria encargada de liberarse de los explotadores para asumir un nuevo destino histórico, sin opresión, de igualdad. La lucha frontal, aunque sin mayor preparación para afrontarla, será la vía propuesta, una vez agotado el periodo legal de la huelga. El superhombre, desmirriado de físico, según reitera el narrador, invocará en el discurso, deliberadamente incoherente, los nombres de Lenine, Tolstoi, Cicerón y Napoleón, atribuyendo citas equivocadas a estos personajes históricos, especie de ángeles orientadores y vindicatorios del movimiento, según la lengua incendiaria del agitador.

Intenciones ideológicas

Salta a la vista, en este tramo del relato, la intención de ridiculizar la figura del agitador, de señalarlo como un actor desbordado, incoherente, inconsecuente, que juega con la inocencia y la bravuconería del oprimido, del pueblo sin malicia política.

Este agitador, profesional al servicio de intereses extranjeros, es visto en la ficción como una amenaza: un agente encargado de sembrar el comunismo en el país.

Las intenciones del autor, puestas en la voz del narrador, quedan manifiestas. Denunciar a los agitadores —el orador comunista del relato— como responsables de una conspiración internacional, de una huelga que deriva en masacre al lanzar contra las balas del Ejército nacional a una masa armada de machetes, de consignas y buenas intenciones.  «El formidable montón de gente sencilla que nunca había oído nombrar a Lenine, se abalanzó amenazante contra el cuartel del Ejército, mientras el superhombre se fue, hurtando a las balas el cuerpo desmirriado» (Gnecco Mozo, 2019, p. 8).  

El movimiento evasivo del superhombre, del orador comunista, pasa inadvertido: no es percibido ni sospechado por la masa inflamada que sigue el camino del cuartel, al lado de sus compañeros.

Rafaé, contagiado del entusiasmo loco de la muchedumbre, iba adelante gritando: —¡Abajo loj americano!...

Los soldados colombianos, defendiéndose, descargaron sus fusiles contra las masas de obreros ensoberbecidos, y Rafaé, el más fornido mocetón de Sevilla, oyó el silbido de la bala de acero que le partió el corazón...; y apretando con la mano formidable la boca roja de la herida, en un murmullo que fue casi un sollozo, se preguntaba:

-Pero...Y por qué me matan?...

Al caer, sus ojos estupefactos se quedaron mirando la bandera tricolor que tremolaba a la puerta del cuartel... El rojo de la sangre manchó la camisa amarilla de los días de fiesta, y el pantalón azul: Rafaé era, en el suelo, una bandera colombiana caída (p. 8).

El desenlace resulta la parte más débil del relato, la más patética. En este tramo, la impericia narrativa del joven autor y la reivindicación de una postura ideológica de clase se dan las manos.

Regresa la voz del narrador al expediente idealizador del obrero agrícola, ensoberbecido, enloquecido, víctima del juego político del superhombre. Este pareciera ser el responsable único del trágico episodio. El autor desplaza el foco hacia la figura condenada del agitador, agente de una conspiración comunista que urge atajar, aunque los muertos sean obreros. La empresa de hombres rubios, señalados al principio de pagar mal, de usurpar tierras nacionales, queda fuera del foco narrativo. El Ejército actúa en defensa propia.

Esta posición, la de bautizar la huelga de los obreros bananeros como una conspiración roja, la esgrimieron, en la realidad histórica de 1928, los potentados del banano, la compañía bananera y miembros del gobierno de Abadía Méndez al legitimar la intervención sangrienta del Ejército. El obrero, metáfora de una Colombia rural idealizada, deriva víctima de la fuerza demoniaca del comunismo ruso.

A este discurso sobre una amenaza externa, auspiciado para reprimir las huelgas de los trabajadores portuarios y petroleros en Barranca en los años veinte, había echado el Gobierno para adecuar la legislación y otorgar facultades plenas al Ejército. En este contexto de agitaciones sociales y de huelgas apoyadas por el recién creado Partido Socialista (1926), que igual estaba detrás de la huelga bananera de 1928, el gobierno de Abadía Méndez tramitó la Ley 69 de 1928, la denominada Ley Heroica. El propósito de la ley estaba claro: perseguir y destruir la movilización obrera y social en el país, como advirtieron en el momento caliente de su trámite y aprobación el Partido Liberal, el Partido Socialista e incluso los conservadores republicanos (Colmenares, 1989). Vigente entonces la Ley Heroica, al gobierno de Abadía Méndez y partidarios le quedó fácil desbaratar la huelga de obreros de Ciénaga al expedir, a través del Ministerio de Guerra, el decreto que le confiere a Carlos Cortés Vargas poderes para desplazar a las autoridades civiles y sofocar el movimiento huelguístico al precio de la sangre, la persecución y la condena.  

La oposición entre «el montón de gente sencilla» y «el superhombre, esmirriado, orador comunista», agente de la conjura, se antoja demasiado esquemática, simplista. El agitador, señalado como lector de libros rusos, orador comunista, representa a un extranjero que, para cumplir con su mandato político desestabilizador, sacrifica al montón de gente sencilla, colombianos, mulatos como Rafaé, que mueren sin saber por qué. El Ejército, en esta disyuntiva, se ve obligado a disparar. El equivalente entre bandera colombiana caída y los colores de las ropas de Rafaé refuerza la oposición, pero deja fuera del cuadro a los causantes del desastre: a los rubios americanos, a quienes el Ejército de la ficción protege, como sucedió de hecho en la realidad histórica de la estación de Ciénaga en la madrugada del 6 de diciembre de 1928. 

Gnecco Mozo, como otros intelectuales de Santa Marta, Ciénaga y la región, responsabilizaron a los orientadores de la huelga, entre ellos a Raúl Eduardo Mahecha —posiblemente el superhombre, el esmirriado lector de libros rusos— del desenlace fatal. Mahecha, curtido dirigente sindical y político, alineado ideológicamente con la Internacional Socialista en 1924, y el Partido Socialista de Colombia, que ayudó a fundar, se comprometió a regirse por las directrices y programas del líder ruso Vladimir U. Lenin, de ahí el título del cuento —«Lenine en las bananeras»— y que el narrador señale al superhombre como lector de libros rusos. Era, sin duda, un ideólogo de izquierda varias veces encarcelado, líder indiscutido de los movimientos sindicales portuarios de los años veinte contra la TROCO (Tropical Oil Company), empresa estadounidense encargada de la explotación petrolera del país. Su conexión con el comunismo casaba con la agenda de los interesados en avivar el fantasma de una conspiración internacional contra el país para reprimir la huelga y desestimar las peticiones legales de los obreros y sus representantes[3], quienes, en la realidad histórica, fueron desconocidos por la United Fruit Company y los terratenientes bananeros, al alegar que no eran trabajadores suyos, que los obreros tampoco eran sus obreros, ya que los subcontrataban con terceros. Se entiende entonces por qué, en la huelga de «Lenine en las bananeras», el Ejército colombiano aparece al frente del cuartel en Sevilla, presto a defender los intereses de los hombres rubios. La represión, además de justificada, estaba amparada legalmente.  

Culpar de la masacre a los dirigentes sindicales, anarquistas y militantes del naciente Partido Socialista involucrados en la huelga prevaleció entre la clase de los terratenientes y bananeros aliados de la United Fruit Company. Detrás de la huelga estaban los enemigos de la propiedad privada, los conspiradores rojos, los ateos, los agentes del comunismo ruso. Esa amenaza debía ser destruida.

Los organizadores de la huelga, sobre todo los nacionales (María Cano, Ignacio Torres Giraldo, Raúl Eduardo Mahecha, Alberto Castrillón, etc.) y los extranjeros (G. Russo, Erasmo Coronel), fueron responsabilizados de la tragedia, cuyo número de muertos es motivo de batallas inconclusas. García Márquez, en Cien años de soledad (1967), fijó los muertos en 3000, encendiendo con la hiperbólica cifra la mecha entre historiadores, académicos, políticos y sindicalistas sobre un episodio condenado al cuarto de la desmemoria. El centroamericano Erasmo Coronel cayó al lado de 29 obreros más en Sevilla, al tratar de tomarse la ciudadela de la United. Alberto Castrillón sería arrestado y condenado en uno de los consejos verbales realizados en el palacio de gobierno de Ciénaga a partir de marzo de 1929. Suerte idéntica corrió Ignacio Torres Giraldo, viejo amigo y orientador de los agites de trabajadores y sindicalistas de la zona bananera en la primera mitad de los años veinte. 

La vida real pareciera darle la razón a quienes piensan todavía en una huelga manipulada y en unos obreros sacrificados en un tablero de disputa mucho más vasto. Mahecha, ciertamente, huye de Ciénaga a tiempo, en las horas previas a la masacre. Supo, emitido el decreto que nombró jefe civil y militar a Cortés Vargas, que el Ejército iría tras ellos y dispararía contra los obreros congregados con sus familias en la estación de ferrocarril de Ciénaga. Huyó, sin poder salvar su legendaria imprenta portátil, a través de ciénagas y pantanos hasta una orilla del río Magdalena, siguió luego a Cartagena y allí embarcó para Panamá, país en donde ofició de soldado en víspera de la separación del Istmo de Colombia, como puede leer quien quiera en algunas de sus biografías[4]. En La casa grande (1962) de Cepeda, uno de los anónimos dirigentes de la huelga huye en la víspera de los cruentos hechos, sordo a la reprensión de su interlocutor:

—Usted no puede irse.

—Yo terminé ya: lo demás es cosa de ellos.

—Ellos ya no cuentan; ahora tenemos que proteger al pueblo. Ellos dieron la plata porque querían acabar con los comisariatos: usted lo sabe perfectamente.

—Sí, pero no es cosa mía.

—Claro que es cosa nuestra. Nosotros metimos al pueblo en esto. A ellos solamente les interesa quitarse la competencia de los comisariatos de encima.

—De todas maneras, el pueblo va a salir ganando algo.

—¿Ganando qué: muertos?

—A mí me trajeron para organizar una huelga, no para proteger a nadie. Como se lo digo: aquí va a haber bala y yo me voy esta noche (Cepeda, 2015, pp. 202-203).

 

El ellos invocado en la conversación de los dos anónimos dirigentes del conflicto en la novela de Cepeda son los comerciantes de Ciénaga y la Zona, interesados en eliminar la competencia desleal de los comisariatos de la United, que vendía más barato y amarraba a los obreros a los vales, un sistema de pago por adelantado en especie. Eliminar los comisariatos y los vales fueron dos puntos de los nueve del pliego petitorio. El agitador a punto de huir deja claro el sentido específico de su misión: a él lo trajeron para organizar una huelga, no para quedarse a esperar sus consecuencias funestas.

Escrita más de tres décadas después, La casa grande de Cepeda recoge la figura del organizador que, cumplida su misión, huye de las autoridades y las balas del desastre final.

El otro dirigente del diálogo cepediano es consciente de las implicaciones de la huelga y de la responsabilidad que les cabe a los organizadores de proteger a los huelguistas, al pueblo. Este elemento de responsabilidad, que encaró buena parte de la dirigencia de la huelga —algunos pagaron con la vida y otros sufrieron persecución y cárcel­— está ausente en el texto pionero de Gnecco Mozo.  

En la ficción del joven Gnecco Mozo, el Ejército se defiende de la masa enardecida que carga contra el cuartel. Los soldados colombianos disparan en defensa propia. En la realidad real las acciones fueron diferentes. En la postura de Gnecco, enardecer a la masa, predisponerla para una batalla condenada, equivale literalmente a lanzarla contra las balas. La masa actuó «locamente», no es responsable de sus actos, ha sido manipulada por el agitador profesional, el superhombre, quien la utiliza como piezas de un ajedrez de intereses más amplios, menos visibles.  

Esa visión simplificada de los hechos, aunque comprensible, será resignificada, en la década de los sesenta, por Álvaro Cepeda Samudio y Gabriel García Márquez, cuando en La casa grande (1962) y Cien años de soledad (1967) retomen el tema en sus distintas aristas, en toda su complejidad, liberados de la inmediatez histórica en la que actuó el joven médico y periodista Francisco Gnecco Mozo.

En Cepeda y García Márquez, igual de comprometidos ideológicamente, situados en orillas distintas a las de Gnecco Mozo, más camaleónicos a la hora de contar y elegir las perspectivas, prevalecerán las concepciones narrativas, marcando una diferencia sustancial de grado. Estaban prevenidos contra los desastres literarios de una narrativa nacional a merced de los excesos partidistas y las visiones restringidas de los conflictos. Habían analizado las consecuencias de la literatura de la Violencia, adicta a las escenas truculentas, a las tramas superficiales, a los ataques políticos, juiciosa y sistemática en la condena del adversario, en donde conflictos y personajes equivalían a meros pretextos. Se propusieron, incluso, civilizarla. Lectores más preparados, al tanto de los avances de la narrativa en otras latitudes, sobre todo el operado en la literatura norteamericana, echarán mano, en desarrollo de su programa, a un instrumental técnico ausente en el joven Gnecco Mozo y parte de la literatura colombiana de los años veinte y de las dos décadas siguientes, afecta al conservadurismo político, las fórmulas del costumbrismo sobreviviente y las imposiciones de un realismo social sin imaginación narrativa.

Las limitaciones del precursor

A Gnecco Mozo, con este temprano relato sobre la huelga de 1928, le cabe el mérito de haber descubierto un filón para las letras colombianas. Conocía el tema y los intereses en juego, siguió los hechos de cerca y tomó partido según una visión de clase atenta a idealizar al mulato Rafaé y ridiculizar y condenar al superhombre, al agitador profesional.

Esta apuesta suya tiene repercusiones en la estructura del relato. La función de contar queda subordinada a las reflexiones, informaciones y explicaciones. Este sesgo juega en detrimento de la tensión que el cuento exige, arrastra el efecto de opacar el material narrativo estructurado en torno a la figura de Rafaé y de apresurar los hechos en la pretensión de ajustarlos a los presupuestos ideológicos condenatorios del autor.  

Estaba sujeto a las limitaciones del espacio literario colombiano de la época, al que nacía como intelectual y escritor. La literatura el país, salvo excepciones incipientes, desconectada de las vanguardias y habituada a ofrecer las espaldas a la renovación de la novela y el cuento, sobre todo la experimentada en el ámbito norteamericano, era fácil presa de las encerronas de cafetín de querer, al mismo tiempo, idealizar al oprimido (Rafaé), cuestionar a sus conductores (el superhombre), denunciar el poder opresor de la compañía extranjera (los hombres rubios) y limpiar de toda mancha a las instituciones estatales (el Ejército colombiano). Esta perspectiva, dominante y compartida entre las élites cultas del interior, solo podía ser desafiada y rota, vuelta añicos, por espíritus con una visión amplia e intensa de la literatura y atentos a los retos de los géneros, cuya autonomía finalmente debía prevalecer más allá de las posturas éticas y políticas innegables e inherentes a toda obra de creación.   

Rescate y valoración

Roberto Montes (2019), quien rescata y publica el cuento en la edición citada de Magazín del Caribe, ofrece una valoración cuidadosa de «Lenine en las bananeras»:

Aunque con deficiencias estructurales, su valor es innegable, revela ya el interés de nuestros autores por la problemática social y la historia. Más de treinta años después el tema será recurrente en José Francisco Socarrás, Álvaro Cepeda Samudio, Efraín Tovar Mozo, Gabriel García Márquez, Néstor Madrid-Malo, Javier Auqué Lara y Ramón Illán Bacca (p. 5).

Gnecco Mozo abrió para la literatura una temática que mantiene en constante desacuerdo a críticos, académicos e historiadores de las más diversas tendencias y orientaciones, tal como sucedió hace noventa años con los actores de un episodio que marcó y marca la historia colombiana.  

A noventa años de su escritura, el relato es legible. Más allá de sus fallos estructurales, de la visión esquemática de los hechos, de las encerronas ideológicas presentes en el texto, a uno le queda difícil examinar sin una dosis de simpatía al mulato Rafaé y a la negra Ramona, tan efímeros y entrañables. Ellos, el joven y la anciana, son las sombras de una cifra histórica y social con la que aún podemos tropezarnos en algunos de los muchos pueblos del Caribe, en cuyas calles, esquinas y plazas la historia, grande y pequeña, a veces persiste en jugar a la vuelta a la manzana y la candelita. En tanto expresiones de una historia y una literatura, reclaman una atención más fina.

Su interrogante final, en la agonía, ingenuo y manipulado por la voz excesiva del narrador o el autor, constituye una advertencia en la medida en que denota el esfuerzo del personaje por recuperar su individualidad, por sustraerse de la corriente de intereses en pugna entendidos a medias, más allá de las razones objetivas alegadas para sumarse a la protesta, a la ola suicida.    

«¿Pero… por qué me matan?»

El interrogante de Rafaé encierra distintos desafíos. Es una notificación para los examinadores de la historia, los críticos literarios y los escritores mismos.  

En una etapa histórica en donde los sujetos empiezan a ser las grandes empresas anónimas y las colectividades —los monopolios, los sindicatos, los movimientos sociales­—, el grito individual, aun audible y rescatable a último momento, abre una grieta en el tiempo de los hombres. Este grito de la individualidad pareciera estar recordándole a la literatura su independencia de los excesos de autonomía de los autores y las imposiciones sociales, ideológicas y políticas de las épocas.  

El grito de Rafaé cuenta, así sea la protesta de un peón en un ajedrez extraviado o víctima de un ajedrez que lo ignora con olímpica displicencia. Peón en los juegos de la historia, peón en la recreación del autor, este Rafaé asume su dominio confusa y agónicamente. Su grito ingenuo encierra una ironía. Su grito quizá deba entenderse como: «¿y por qué me tienen que matar?» o más directo: «¿por qué me matas?». 

El sujeto encuentra los caminos a la hora de reclamar su modo concreto de estar en el mundo.

El cuento de Gnecco Mozo es una forma artística vacilante, escrito en una época de confusiones y en un país cuyas costuras ceden al experimentar, en pueblos y ciudades, los efectos del enfrentamiento entre el capitalismo imperialista y el comunismo internacional. El uso desproporcionado de la fuerza del Ejército será activado en nombre de la soberanía y la defensa de la propiedad y el orden. Será una salida recurrente de conocidas y costosas consecuencias en las siguientes décadas: la Violencia de mediados del siglo, la irrupción de las guerrillas en los sesenta, la violencia institucionalizada y la arremetida paramilitar de finales del siglo, cuyos remanentes niegan las fórmulas de paz.      

 

Clinton Ramírez C.

 

Referencias bibliográficas

Cepeda, Á (2015). Obra literaria: edición crítica. F. Rodríguez Amaya y J. Gilard (Coords.). Alción.

Colmenares, G. (1989). Ospina y Abadía: la política en el decenio de los veinte. En Á. Tirado (Ed.), Nueva Historia de Colombia, tomo I: Historia política, 1886-1948 (pp. 243-268) Planeta.

Gnecco Mozo, F. (2019) «Lenine en las bananeras». Magazín del Caribe, (72), 7-8.

Montes, R. (2019). Magazín del Caribe, (72), 7-8.

 

 

[1] Publicado en Magazín del Caribe núm. 72, Bogotá, abril de 2019. Todas las citas corresponden a esta edición, en homenaje al autor y su hermano José Gnecco Mozo.

 

[2] La United tuvo conflictos por la tierra con propietarios, el Estado y colonos. El gobierno de Rafael Reyes le concedió 10.000 hectáreas, compró tierra a familias de viejos apellidos y despojó a colonos de terrenos ejidales civilizados. Recomiendo consultar, entre otros textos sobre el tema, el ensayo «Campesinos y asalariados en la Zona Bananera, 1900-1935», de la investigadora canadiense Catherine LeGrand. «La tensión más sobresaliente entre la Compañía y el campesinado giró en torno al control de la tierra. La expansión de la economía bananera entre 1908 y 1929 precipitó la privatización masiva de las tierras públicas y la consiguiente expropiación de cientos, y tal vez miles de colonos» (p. 238).

[3] En la realidad real, los representantes de los trabajadores para negociar el pliego petitorio de nueve puntos fueron: Erasmo Coronel, Nicanor Serrano y Pedro del Río. La United Fruit Company los desconoció. 

[4] Enciclopedia del Banco de la República. Nació en El Guamo (Tolima) en 1884. Murió en Bogotá en 1940. La figura más destacada del sindicalismo colombiano de los agitados años veinte.

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