Literatura

Relatos de Gloria Bernal Acevedo sobre la violencia en Colombia

Redacción

09/03/2023 - 03:45

 

Relatos de Gloria Bernal Acevedo sobre la violencia en Colombia
Gloria Bernal, autora de El tercer crimen / Foto: cortesía

 

Los siguientes relatos de la reconocida escritora antioqueña Gloria Bernal están incluidos en su libro El tercer crimen, en el que retrata, de manera original y contundente, algunos escenarios y personajes de las últimas épocas de la violencia en Colombia. Los ofrecemos a los lectores de PanoramaCultural.com.co como un aporte a la reflexión sobre nuestra historia.

 

FUEGO CONTRA JUEGO

El batallón del ejército mantiene una relación tensa con la población. Si los soldados llegan para comprar víveres, útiles de aseo, carne o cualquier otra cosa, no todos les venden ni los saludan de buena manera. Hay días en que las cosas cambian y logran abastecerse, cuando la misma gente cae en los campos minados como sucedió el mes pasado.

Cuando una enfermera caminaba por un sendero con una niña, les explota una mina antipersona. Un soldado iba más atrás. Al ver que la niña cae hacia un lado, trata de reanimarla, la lleva en brazos a la plaza, abre por las malas una droguería porque el puesto de salud no tenía nada en el botiquín. Trata con la enfer­mera de salvar a la niña, lo logran. La gente dice que, por los campos minados de la guerrilla, ellos mismos están muriendo.

El entrenamiento de las tropas del ejército y de la guerrilla es el mismo. Un escuadrón de profesionales en la parte alta, un destacamento de regulares en la parte baja y en el intermedio, en el cerro Santa Cruz, un grupo especial de la guerrilla con varios menores de edad en sus filas. Alrededor, campos minados. Campe­sinos, pescadores, niños, madres, ancianos, montañas, reptiles y árboles. Nadie combate desde abajo del cerro hasta arriba, no se ven señales de enfrentamiento.

En ese mismo cerro pocos días atrás, un operario pisa una mina y muere. La explosión hiere a Lucio, un ingeniero que está cerca. El equipo de exploración lo auxilia. Un enfermero en su grupo le hace un tor­niquete, buscan cómo sacarlo de la zona para llevarlo a un hospital.

El Presidente había llegado al lugar en un avión militar. Le piden el favor de trasladarlo, pero no lo llevan. En ese instante, Lucio odió tanto a ese Presi­dente indolente como a los guerrilleros que pusieron la mina antipersona.

La empresa contrata un avión particular. En el transcurso del viaje, Lucio piensa en los campesinos que han caído en esas minas y no tienen la posibilidad de ser llevados a una clínica donde puedan operarlos. Lucio pudo regresar a trabajar a la empresa, pero no a los campos para hacer exploraciones. Era lo que más le apasionaba.

El ave que anuncia los ecos invisibles de las desgra­cias también llega en la navidad. En medio de novenas y cánticos, la tragedia alcanza al zapatero, quien antes de salir a entregar un pedido, había dejado bajo el árbol de navidad un regalo para su hijo Simón de siete años. Unos patines y unas rodilleras.

Simón, al levantarse, toma el desayuno servido en la mesa. Estaba algo frío. Al mediodía sale a visitar a sus tres primos para ir a recoger mangos. Cuando regresan a la casa, voltean el talego para repartirse los frutos encontrados. Entre ellos ven un objeto que les llama la atención por su textura. Es brillante, tiene la forma de una piña de pino. A Simón le parece tan bonito que los primos lo acompañan a ponerlo de adorno en el árbol de navidad de su casa.

El árbol cae al suelo entre los juegos y correrías. Se escucha una explosión. Al llegar el padre de Simón a la casa, en el árbol de navidad al lado de su hijo, ve los dos patines ensangrentados como si hubieran sido lanzados por los aires para descender y encontrar unas piernas sin pies. El padre de Simón contiene la indignación como si su garganta fuera aprisionada por una tenaza y las palabras se represaran como la sangre en las piernas de su hijo. Tal vez, su corazón late allí.

Desde ese día aquel zapatero deja de hacer zapatos, ya no existen para él pies para cuidar. Ni los suyos. Comienza a arrastrar los zapatos al caminar hasta pulverizar las suelas. Simón y su padre no dejan de asistir cada domingo a misa, rezan con fervor. Por fin, sus plegarias son escuchadas por la virgen María Auxiliadora, patrona del pueblo.

Hace tres semanas, una fundación les ha prometido donar un par de prótesis para Simón, quien se despla­za sobre un tablón de madera con ruedas. Su padre lo ha fabricado. Todos están a la espera del día en que puedan ver a Simón patinar mirando su futuro.

 

DEL OTRO LADO

«Somos paramilitares y venimos buscando guerri­lleros», es lo que gritan. En horas de la mañana, los golpes despiertan a Rosa, ella se levanta con cuidado para no despertar a sus niños que duermen en la misma habitación donde un mes atrás, fue asesinado su esposo.

Del lado opuesto de la puerta, la llamaban por su nombre. «Ábranos la puerta o la tumbamos», al tiem­po que la patean. Ella abre, entran varios hombres armados, encapuchados. Como los niños se despiertan asustados, llorando y gritando, Rosa toma a su bebé en brazos y mete a su niña entre sus piernas.

El hombre que enciende la luz está vestido igual que los otros: botas, camisa y pasamontañas negros, algunos tenían una pañoleta roja tapando la cara y una gorra negra.

Él le pregunta por su marido. Hace un mes lo han venido a matar ellos mismos. «Ah, por eso tiene mie­do». Resopla como un toro en cólera, una saliva espesa le sale entre los dientes, le escupe su cara. Cuando Rosa agacha la cabeza ellos le ponen un arma por encima, la estrujan, ella siente el frío de ese hierro que la paraliza hasta las uñas de los pies.

Los niños se esconden debajo de la cama, sin parar de llorar. «Calle a esos niños. Se callan o los matamos». Ella suplica que no les hagan daño, solo son unas cria­turas. Uno de ellos le apunta al bebé, ella se le lanza diciéndole que no. «Entonces venga que tengo que hablar con usted».

Él sienta a Rosa sobre la cama «Me va a decir la ver­dad o le meto un tiro». Le pregunta en qué trabaja. Es enfermera en el hospital. «Mentirosa, usted trabaja en algo más. ¿Dónde tiene la droga y el armamento?». Ella responde que no tiene nada. Siente el hierro restregar su cabeza. Le gritan. Debajo de la cama, los niños han dejado de llorar.

Cada vez le hace más duro en la cabeza, mientras tanto los otros hombres revuelcan el apartamento, buscan, tiran la ropa por el piso. «Cuidadito se mueve o la mato», y le rasga la falda. Entre sus senos, bajo la blusa tricolor como la bandera, le pasa el arma, los toca con el cañón, los raspa y le revienta el sostén.

«Dígame la verdad, si no la mato a usted y a sus niños, ¿dónde están las armas?». Ella no sabe de qué le habla, no las tiene. Le grita que es una mentirosa, auxiliadora de la guerrilla como su marido. «Somos paramilitares y venimos matando guerrilleros».

«Bueno, tú sabes dónde está el armamento». Le ha­bla con acento sureño. Es más grande que ella, obeso, tiene guantes negros, mira su mano morena cuando se quita uno. «Cómo no me vas a hablar, te voy a hacer el amor». Se pone un guante blanco de aquellos que usan los médicos, le pregunta hacía cuánto tiempo no se lo han hecho.

Le dice que se quite la blusa, Rosa suplica que la deje quieta, comienza a llorar sin gritar para no alterar a los niños bajo la cama, él le insiste que hable o la mata y que si grita desnuca a los niños. La acuesta sobre la cama, le quita de un solo golpe los interiores, le abre las piernas, con una mano sostiene el fusil, en la otra tiene el guante de cirugía.

La pone como en posición de parto. «Si no se deja, la mato». Él introduce los dedos en la vagina, le estruja duro al tiempo que le pregunta por las armas, por la droga que tiene escondida. Ella le jura que no tiene nada en su casa, lo jura por Dios. «Bueno listo, si esto es lo que quiere». Se le lanza encima, la penetra, la deja toda bañada de semen.

Los otros hombres dicen «Vamos, vamos», y son varios los que la penetran. Ella se queda paralizada, no dice nada, no grita, llora en silencio, fija su pensa­miento en su bebé que su hija bajo la cama trata de consolar. El final tiene que llegar.

 

Gloria Bernal Acevedo

(La Ceja, Antioquia)

Abogada penalista, docente universitaria y escritora. Autora de los libros de poesía “Los cuatro círculos”, “Sinfonía para un ser anclado en un sofá”; las novelas “El círculo perverso de Eric” y “La muerte y los perros” y los libros de relatos “Las lenguas cortadas”, “El tercer crimen” y “Las astillas del deseo”.

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