Literatura
Esta herida que duele y asombra
Reseña de la novela “Esta herida llena de peces”, de Lorena Salazar Masso. Angosta Editores, 2021.
Leí esta novela tan lento como me fue posible porque no quería llegar al final (que suponía desolador). También lo hice porque quería paladear imágenes, texturas, olores y sabores que explotan como juegos artificiales. Si me pidieran resumir la novela, diría que es un mango biche al que se le agrega miel de abejas, sal y limón.
Es sorprendente que exista tanta belleza y tanta profundidad en una historia que se puede resumir en una mujer que viaja para encontrarse con la mamá de su hijo. El conflicto se presenta inmediatamente: la convergencia de la mujer que le dio vida a un niño y la que lo crio. La que lo llevó en su vientre hasta que brotó como hierba en tierra húmeda y la que lo llevó de la mano hasta que él pudo avanzar con su propio equilibrio. Bien lo dice la protagonista: “Yo soy la mamá: yo le canté, le di de comer, le limpié los oídos. También le enseñé a ser un buen niño. Quizás lo único que he hecho todo este tiempo es prepararlo para que perdone a su madre” (Pág.142).
En buena medida la novela gira en torno a la pregunta de la maternidad. El sólo hecho de preguntárselo rompe con la idea de que la maternidad se presenta natural como el hambre o el sueño. No es suficiente tener un hijo en el vientre para ser mamá. Hay que construir el afán y el temor, el amor y la esperanza, las cicatrices y las dudas.
Obviamente, la novela no ofrece respuestas porque la literatura no es el territorio de sentencias ni de teoremas. Por el contrario: la literatura es la región en la que las preguntas crecen igual que enredaderas cargadas de flores.
A pesar de esto, la narradora aventura respuestas volátiles como las aves que cantan desde las copas de los árboles:
“Una madre es algo que duele. Es herida y cicatriz. Para un niño, una mamá es la persona que pregunta si quiere leche con chocolate, la que regaña cuando camina descalzo por la casa, la que prueba la sopa primero, se quema la lengua y espera a que se enfríe un poco. Una mamá es la persona que está” (Pág.20).
O
“Tener un hijo es buscar, todo el tiempo, formas de explicar el mundo. Poner palabras terribles, milagros, presentimientos” (Pág.130).
Entre preguntas y viajes, entre paisajes y lluvias, se presenta el río en toda su potencia: “el Atrato no espejea como el Amazonas, no se parece al verde Cauca ni al Magdalena que recorre el país enfurecido y espumoso. A veces pardo, a veces canelo, tiene el olor que brota de un álbum de fotos que se abren después de mucho tiempo” (Pág.10). Tal vez el Atrato es la metáfora de la vida que se pierde en los recovecos de la muerte. También cabe la posibilidad de que sea la metáfora de Colombia, el país que parece un río en el que nadan muertos y sombras. Incluso es posible que no sea una metáfora sino la presentación del río que “lava ropa, da de comer, sostiene niños, baña mujeres, esconde muertos […] El río no discrimina: bendice y ahoga” (Pág.86). Lo único cierto es que después de la novela tengo la certeza de que el Atrato es una herida llena de peces (igual que la vida, igual que Colombia).
Diego Niño
Sobre el autor
Diego Niño
Palabras que piden orillas
Bogotá, 1979. Lector entusiasta y autor del blog Tejiendo Naufragios de El Espectador.
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