Literatura
Encuentros
La hora se vuelve cada vez más puntual en cada uno de ellos que resisten, se diría, el arrastre de los pies mientras caminan a su destino y sí por ventura lo hacen, corrigen lo que parece ser inevitable, ensayando la flexión de los dedos de los pies y las rodillas -así, carajo, que todavía no estamos viejos- dando una transitoria sensación de paso firme. Se cuidan de mantener la frente en alto y el pecho henchido a despecho de la cifosis cada vez más acentuada. Sus edades ya no se cocinan en dos hervores como uno de ellos le reitera en cada encuentro, las nostalgias de los años de colegio son soportes vitales. Llegan al círculo de una de las mesas exteriores de la amigable cafetería, desde cinco diferentes puntos de la ciudad con el libreto preparado para soportar sin temblar la taza de café en su mano derecha que será ofrecido por la bonachona cara del mesero, ¿o será esta vez una mesera? Hola, cavilará uno de ellos para sí, todos somos diestros al menos en el acto simple de llevarnos un sorbo de café a la boca, de pronto solo para patear culos con las botas puntudas asome en uno de ellos la siniestra (ya las ilusiones se han marchado) Cuatro en punto para los cinco cumplidos, el lejano Big Ben marcará la noche en las 11 horas. También los saludos son calcados, una mano extendida cambiada por un efusivo abrazo, el abrazo de la amistad no tan sincera cuando de colores políticos e inclinaciones se trata. Disimulan optando por ser condescendientes -qué ya estamos viejos para idioteces. ¿Al fin qué, estamos viejos o no? - Tarde apacible con vientos de agosto que ahora se antojan suaves, lo justo para mecer canas y de pronto cabellos largos de chicas bulliciosas y chicos afines prestos a ocupar las mesas circundantes de la cafetería. Los ven llegar, las ven llegar, los cinco pares de ojos intentan concentrarse en el rol aprendido después de saludarse, preguntas anodinas de cajón, del baúl, de la salud, de la bicicleta, de los viajes, de las lecturas, de los hijos que ya se casaron y de alguien, la hija de uno de los amigos intentando hacerlo con vientos de agosto en otros países. Ah, viajas entonces. La conversación se nutre de experiencias de habitantes de esos lares, de la expectativa por cómo va a transcurrir la velada, se habla de túnicas, de turbantes, de pipas, de muselinas, de ensayos de bailes, de puntos rojos en la frente y la lucha interior por conocer su significado; eso en frentes ligeramente arrugadas mostrando interés en uno de los cinco, las comisuras labiales de los cuatro queriendo ser encerradas entre paréntesis. Mi hija se casa con un hindú. Cinco cafés, uno latée le llaman ahora y alguien corrige “café con leche, carajo, sin extranjerismos que bastante tenemos con las aberraciones del lenguaje escrito y hablado” mientras extrañan a Carreño. Cosas de la memoria, dos quimbolitos, una torta de chocolate y dos porciones de empanadas todas de añejo por si acaso. Eso es todo, joven. Se acomodan en la tarde fresca, el ruido monótono de los carros en la avenida no ceja, por tanto, pierden todo interés por la calle salvo cuando algún desadaptado pasa raudo en una moto de alto cilindraje, rompiendo el hilo de susurros de los otros comensales. La vista al cielo y el tema de nubes ralas, de pedazos de cielo brillante, de un sol esplendoroso y la incitación a un “frasco”, una media botella para no chumarnos, la negativa con sonrisas, la falta de atrevimiento. Cobardes. La idea queda en suspenso entre el acceder al impulso o tontamente fingir recato en la tarde. Repasan los pedidos en las mesas circundantes. Vaya, nadie está tomando licor. Nosotros no haremos pues la excepción. Idea muerta. Tan muerta como la mujer echada a morirse a plazos años atrás en su casa de penumbras después de jubilarse en un negocio que en su momento todo lo ofreció, desde electrodomésticos, así escueto, para abreviar; amoblados desde sala hasta el último rincón de una casa, bueno con la elegancia para todos los gustos; artículos de cocina, mejor dicho, dijo quien contaba, el “menaje” completo. Ella cumplidora de los horarios, de sus obligaciones, de la honradez y la pulcritud con los Kardex, cuentas a rajatabla y los patrones satisfechos y confidentes con ella mientras permaneciera soltera, reglamento obligaba, fiel a su certeza de ser para sí misma, nada de parejas ni pendejadas del amor y sexo. Impoluta e invicta. ¿A quién contaba sus cuitas? No necesariamente a uno de sus hermanos menores escogido sin azares, el único quien mostró semblanza de hermandad y compañerismo; perezoso, “bueno para nada”; a él no le iba a contar sus intimidades ni el sitio donde por años atesoró sus salarios casi intactos gracias a la mesura en sus hábitos por demás sencillos. Al jubilarse, contó uno de los cinco, ella se rodeó de una gruesa capa de ostracismo y abandono; cerró cortinas magnificando la ya de por sí inveterada penumbra, se apertrechó de olores guardados de alcanfor, alcohol de 90 grados, cera de residuos de veladoras, orines esmaltados olvidados en bacinillas esmaltadas de bordes pellizcados por los golpes de años corridos bajo la cama, telarañas en los rincones donde convergían remates de paredes, cortineros, muebles casi adosados al frio muro; un recio armario atiborrado de vestidos, uniformes, ropa interior, zapatos y naftalina dejó el uso para el placer de las ratas que no tuvieron inconveniente en formar sus nidos y las crías entonces proliferaron sin mengua. La cafetería recibe más clientes, las conversaciones elevan un tanto el tono sin por ellos entrometer los “qué tal vos, como vas” de una mesa con “fijate -así sin tilde, con nuestro acento- lo que me dijo ese estúpido” de otra mesa de chicas que ríen con la ocurrencia, ni con el silencioso sorbo de un café de una dama que espera el abandono o quizá la ilusión en otra mesa; los refrigerios casi desaparecen de la escena y los cinco se atenazan en la anécdota. ¿Y…qué pasó entonces? Uno de los cinco se limpia con la servilleta las migas del quimbolito de la comisura, la coloca con cuidado debajo del plato -para que no se vuele- mira de frente y retoma el fresco de la tarde con la palabra “ratas” no pudiendo evitar la alusión a los corruptos políticos que por estos días de campaña electoral andan alborotados. Los familiares de la dama preguntaron al hermano por ella, él se encogió de hombros dibujando la rutina de todos los días, levantarse, bañarse, preparar los desayunos, almuerzos y cenas para los dos, barrer a medias los pasillos, su propia alcoba, la escalera, la sala, el comedor y la cocina. Cuidar de taparse la nariz al entrar a la habitación de su hermana y sobre todo no preguntar, no hablar, no inquirir. No a un simple cruce de algo que pudiera semejar una conversación. Se lo había prohibido y él sabia de sumisiones. Un día, el algo afloró y lo puso alerta, llamó a la familia, una hermana acudió presurosa, entró decidida a la nauseabunda habitación donde percibió el algo más, un olor a óleos definitivamente no santos; abrió cortinas y ventanas, un aire pesado se negó a moverse, un aire limpio se resignó a no entrar y un quejido surgió de entre las almohadas lamentando la violenta luz de una mañana cualquiera que no pidió permiso para hacerlo. Con un pañuelo en la nariz se acercó a la hermana cuya cabeza asomaba de entre gruesas cobijas, el cabello blanco greñudo, la piel cadavérica, un frio en las mejillas adosadas a los cigomáticos. El sumiso hermano esperaba al pie de la cama y solo se movió cuando la visitante urgió llevarla al hospital. El hermano procedió con una prisa inusual desapareciendo de la escena, mientras la solícita mujer sopesó situaciones, posibilidades, premoniciones; al final pensó que tal como estaba la enferma iba a contaminar la ambulancia. Alistó una vieja toalla, ordenó el escenario en la ducha, jabón, estropajo – claro, sin ello no voy a poder sacarle la mugre de años- champú, y agua atemperada. La mujer volvió a quejarse al sentirse levantada de su cama, los férreos brazos debajo de las axilas la arrastraron hasta la ducha donde el reloj corrió largos momentos antes de certificar una aceptable condición de higiene; la volvió a llevar a la cama para colocarle un pijama decente, la buscó en el armario y un grito la impulsó atrás, varias ratas con sus ratoncitos saltaron despavoridos en busca de agujeros donde poner a salvo sus vidas; ella, agitada, con el corazón en la boca seca se volvió para disculparse con su hermana, el grito quizá la habría asustado, desechó la idea de seguir buscando el pijama, regresó a su lado donde plácida dormía, o eso creyó. “Vamos a ponerte un vestido” No hubo quejidos, no hubo respuesta, ella flácida atrajo la cara de la hermana a la suya, dejó que indagara en sus fosas nasales la presencia de vida, se dejó tocar el pulso y finalmente quiso abrazarla cuando el oído de la angustiada hermana se apoyó contra su pecho. La visitante tomó el móvil y marcó, al otro lado de la línea su hija respondió que enseguida llegaba. Madre e hija repitieron la búsqueda de vida en la enferma, la hija - ¿era de pronto una de las que había dicho en la cafetería cerca a los cinco, algo acerca de un estúpido? – indagó a la madre por detalles, la sufrida levantada, las piernas arrastrándose, la ducha enérgica para remover las costras de mugre en las arrugas, la piel rojiza, casi limpia, si vieras hija como corría el agua negra al desagüe, las piernas arrastradas hasta la cama… hija, ¿sería que la asusté con mi grito? ¿cuál grito mami? Ah, pues el armario, las ratas y eso, la hija presente en la habitación estaba corriendo hacia la puerta y desde allá ¡ratas! ¡carajo! Pppero… y ¿cuánto la tuviste en el baño, mami? Me acabas de contar que no se bañaba desde hace años. Los cinco solidarios en la vejez se sienten aludidos rechazando la indirecta y asienten en lo del baño diario, ríen con el gracejo y animan al portador de la anécdota a continuar. La hija vuelve lenta y dubitativa cerca de su madre quien no deja de alternar la angustia entre su hija y la enferma, ella rígida al pie de la cama, la enferma rígida en la cama, la hija casi rígida intenta una caricia al dedo gordo de la pierna desnuda de la enferma, mira sin parpadear los ojos cerrados de la tía, ahora gira hacía su madre, el reclamo, el agua sucia corriendo con los últimos suspiros a la alcantarilla, la ducha cerrada, el espejo del baño empañado, el grito que no fue cómplice, y la paradoja del aseo con el escenario a sus pies. “Marica, la mataste”
No, nadie quiere a esa hora un trago, el atardecer mece suave las hojas de un árbol frondoso que esquiva un camino ondulado de cemento y ladrillo en el centro de la avenida, se levantan, piden disculpas sin pedirlas a quienes sienten sus carcajadas y casi llorando, pagan la cuenta y se prometen nuevo encuentro en fecha incierta con las manos cerrando en el aire el grifo de la vida.
Edgar Arcos Palma
Médico y escritor nariñense. Sus cuentos han sido publicados, entre otros medios, en la Revista Estafeta (San Juan de Pasto-Nariño). En 2021 publicó su celebrada novela, Yaguargo
1 Comentarios
Historia breve con final libre que da cada uno quiera dar, en medio de una tarde tranquila como parece el tráfico de la ciudad... desde el bullicio las mesas vecinas hasta el armario lleno de ropas viejas y ratas con críos recién paridos, Edgar anima al lector a fantasear con una habitación en penumbra y fétidos olores... termina cuestionando los secretos y temores de las canas de los cumplidos y viejos amigos... Me gusto...felicitaciones Edgar...
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