Literatura
El hermano rector
El hermano rector no está tranquilo. Su celda en la segunda planta del colegio antes acogedora es una prisión de la cual escapa noche tras noche, recorre en silencio los oscuros jardines del claustro, sus arrastraderas pierden el espacio y se adosan con cada avance del robusto cuerpo al piso encementado. Las noches son realmente frías, pero eso no le importa. Recoge sus brazos y los cruza sobre el pecho debajo de una ancha ruana. El “pum” de la escopeta se repite con el silencio que engulle pasos y sosiegos. Una mancha roja se extiende lenta emergiendo de un cuerpo que yace sin signos de vida. El hermano rector todo lo ha mirado desde la segunda planta, desde la ventana que da a los patios, a la piscina, a las canchas de fútbol. Todo. Es testigo. Las ojeras despiertan inquietas preocupaciones en sus colegas. El grosor del cuerpo, cálculo equívoco, los tranquiliza. Está comiendo. El hermano rector come por impulsos, el “pum” despierta un vacío agónico en el estómago que calma atragantándose. Come. Enfermo que come no muere. El hermano-rector reúne pedazos de circunstancias que antecedieron al “pum” dejando de lado un libro inédito, uno de tantos libros prohibidos que justo aquella aciaga noche lo había dejado absorto, tan concentrado en la lectura, descifrando la impronta actual del habitante de esta acogedora ciudad a la cual llegó como si fuera un castigo; el tesón, la valentía que no distinguió género ni edad para defender lo que consideraron justo, unos leones indomables en el siglo del olvido. Esa noche, aquella noche se levantó negando, comparando esta raza con la suya, la del carriel y las montañas, la del machete y las ganas de conquistar mundo, la pujanza del paisa; había caminado hasta la ventana no sin antes deleitarse con cierta aprehensión en la vista intrascendente de la hermosa escopeta que reposaba en una esquina de su habitación, obsequiada por un comandante de la Policía Nacional recién llegado a la ciudad y cuyo hijo compartía un pupitre con alumnos del quinto grado de bachillerato. “Está cargada Hermano” le había advertido. Y él: ¿Por qué debería estar cargada? Y el comandante: “Nunca se sabe Hermano, nunca se sabe” Ahora mira por la ventana, ya la sotana está pulcramente doblada sobre una silla, las ropas en sendos ganchos dentro del armario, el pijama de dulce abrigo a cuadros escoceses igual que aquella maldita noche. Su frente arrugada desdeñó el frío vidrio, a través del marco de la ventana desfilaron acontecimientos que quizá terminaron minando la fortaleza de estas “buenas gentes”. Historia Patria de los textos prohibidos conseguidos bajo cuerda para hacerse una idea de a dónde llegaba. Pueblo raro éste, se dijo. Masacres de siglos pasados, espaldas encorvadas, sumisas, el tono cantarín al hablar, diferente a los paisas, eh ave maría. Ahora la una muerte a sus espaldas es una indefinida opresión de serpiente que lo agobia.
Condición de religioso, vislumbra una procesión de curas desterrados de la ciudad, de su país, sin rumbo conocido, todas sus propiedades confiscadas, bastantes que tenían los curas de ese entonces. Se ve asimismo desfilando con esa procesión de desterrados, -pero yo no soy jesuita-con un cartelito colgando del cuello “asesino” De nuevo en su celda, el libro abierto encima de su cama, la ventana y su insondable noche de realidades, lee a intervalos mientras un pañuelo seca el sudor de su grueso cuello y se lamenta. ¿Acaso importan los genes de estas “buenas gentes”? No merece un solo comentario frente a lo ocurrido allá abajo en el patio. Al final sonríe con tristeza al sentirse también atrapado en ese estúpido episodio. Recuerda la procesión de desterrados en la noche, apenas alumbrado por escasas antorchas, una linterna abajo en el andén exterior junto a las canchas de fútbol, los cánticos lúgubres de los curas expulsados dándose ánimos en los aleluyas y Dios es Grande, los ojos asombrados puestos en la sombra que sigilosa se desliza pegada a la pared, los gritos ambiguos de la muchedumbre a lado y lado de la culebra que serpentea sigilosa en busca de nuevos territorios, siempre invencible, siempre victoriosa a pesar de la historia, la sombra deteniéndose ante una puerta con la intención de violar el candado y la procesión de repente ausente dio paso a la sorpresa de un malandro en el interior del colegio. Las preguntas se sucedieron rápido, sin percatarse de lo que hacía corrió al rincón de su habitación y tomó la escopeta, volvió presto a la ventana, abrió el postigo, asomó su ancha y rubicunda cara, gritó “¿Quién anda ahí? La sombra rígida tomada in fraganti soltó una herramienta, dirigió la linterna a la ancha cara y quedó quieto, la boca de la escopeta asomó entonces, la sombra en pánico sin apagar la linterna corrió convirtiéndose en perfecto blanco. “Pum” La mancha alrededor del cuerpo inerte crece a sus ojos incrédulos desde arriba, desde su ventana musita sin escucharse. Un terrible crimen. Las manchas rojas se extienden ahora, los hábitos ya son sangre y paño, ya no bastaron las amenazas de destierro; ahora matan y la tragedia se cierne de nuevo sobre el hermano-rector. Ya no fue más desde aquel día, la culebra reptó, avasalló conventos, iglesias, capillas, casas de recogimiento; mató, confiscó, avergonzó, mostró el lado vil y se apoderó de su espacio, de su propio espacio. Eran unas gallinas quizá, eran un marrano quizá, eso no compensa el “pum”. Es un ladrón, era un ladrón. Lo vio y no se equivocó. Un estremecimiento lo aleja ahora de la ventana limpiándose la sudorosa frente. No duerme aun con el alivio de la bendición de las autoridades militares con un “no se preocupe Hermano-rector” El ladrón recibió cristiana sepultura, la tierra se encargó de cubrir el homicidio. Eso es lo malo, recriminación culposa, el poder del hombre no es superado por la constricción ni por el arrepentimiento. Soy el rector. Las noches se suceden unas tras otras, la sangre ya se está secando y luego no pasará de ser una tenue señal de que algo ocurrió en el colegio. Los niños de la primaria harán mohines, preguntarán con inocencia a quien le reventaron la nariz, los deditos índices mostrando la mancha ocre en el piso encementado negándose a desaparecer. Cuanta sangre ¿no? Las noches siguen siendo largas, agobiantes mientras el mundo recobra una paz para nada real. El hermano-rector pidió traslado y viajó a su pueblo natal con el asombro del cambio brutal en su carácter, ahora lo ven agachado, caminando como esas “buenas gentes” anhelando que por fin esa huella sangrienta se haya borrado, su memoria en tanto persistirá riendo malévola en el vejamen hecho a una ciudad que jamás olvidaría.
Un hombre camina en las noches por el empedrado de angostas calles de su pueblo. Un “pum” hace estragos. Una sombra tiende su figura y gime acurrucada.
Edgar Arcos Palma
Médico y escritor nariñense. Sus cuentos han sido publicados, entre otros medios, en la Revista Estafeta (San Juan de Pasto-Nariño). Ha publicado las novelas Yaguargo y Escalera al vacío.
5 Comentarios
Muchas felicitaciones por el escrito. Un abrazo.
Lindo y melancólico poema, me encanto
Hola, buen día, interesante reflexión literaria sobre la existencia humana, las armas y los pesos de la impunidad. Felicitaciones,
Felicitaciones Edgar
Excelente narrativa de hechos reales que nos tocó vivir en el colegio De mi parte escuche y seguí mi rutina diaria sin importarme lo grave de la situación seguí guardándole respeto y temor al Hernano Rector.
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