Literatura
El último duelo del hombre pez o la parábola de Rodolfo Celis, sembrador de palabras

Dando continuidad al proyecto de presentar a los nuevos escritores del Caribe colombiano, destacamos este diálogo con Rodolfo Celis (El Copey, 1978); quien es profesional en Estudios Literarios y Magister en Escrituras Creativas de la Universidad Nacional, ha resultado ganador del Concurso Nacional de Crónica de la Universidad Externado de Colombia (2017) y del Primer Concurso departamental de crónica del Cesar (2020).
Su interesante novela, El último duelo del hombre pez, publicada por Impar editores, es un audaz y desgarrador retrato de las relaciones familiraes, de una sociedad que agoniza en medio de las crisis morales e identitarias y de la manera como la esperanza intenta subsistir en medio del dolor. Un autor imprescindible en actual panorama literario del Cesar.
…
[Luis Mario Araújo] Bueno, Rodolfo, intentemos esta entrevista imposible.
[Rodolfo Celis] ¿Imposible por qué compadre?
Bueno, porque me resultas un escritor atípico. A ver si me explico. Un muchacho marginal, que viene de una familia de campesinos nortesantandereanos que huyen de sus tierras a causa de la violencia y se instalan en una vereda marginal, Tierra Nueva, de un pueblo marginal del Caribe, llamado El Copey (Cesar). Llegas a Bogotá a estudiar y te ubicas en el margen sur, en Usme. Entonces, resultas ser del margen del margen, pero hoy, por esas cosas del destino, creo que te instalas en el centro de la letras del Cesar, con una novela relevante, varias crónicas premiadas y una carrera literaria ascendente. Háblanos de esos orígenes familiares.
Lo primero es reafirmar mi campesinidad. Yo soy un escritor campesino, quizá el escritor más campesino de este país. No tengo pruebas, ni dudas. Vengo de una montaña de la Sierra Nevada a cinco horas de El Copey, dos en carro, tres en mula. Mi familia es campesina de pura cepa, gente ligada al cultivo, las vacas, la religión, las tradiciones rurales. Te tiro este dato, por parte de mi familia materna somos 61 primos, de los cuales sólo dieciséis fuimos bachilleres y, apenas, seis profesionales. De esa minoría, fui el primero que llegó a la universidad, el primero que hizo un posgrado, el que abrió esa puerta. O sea, una anomalía.
Pasemos a esos años en Tierra Nueva. En una conversación sobre tu formación, me dijiste que en esa época no tenían televisión, ningún acceso a la electricidad y que tus primeras lecturas estaban lejos de ser obras clásicas. Más bien te remitiste a los “paquitos”, a los cómics. ¿Qué leías?
Yo leí lo único y lo poco que caía por azar en mis manos. Lecturas bastardas, basurita a tutiplén. Imagínate la situación, un niño enfermo por la lectura en medio de la sierra y en una casa donde no hay libros, ¿qué lee?, lo que caiga. Antes de ir al bachillerato yo leía cartillas como Alegría de leer, catecismos, la biblia, novenarios, manuales agrícolas, libros de recetas, algunas veces el periódico. Es que en la vereda solo había una persona que leía como pasatiempo: mi tía Lola. Ella era nuestra profesora, pero también era una luz en medio de tanta sombra. A mí me encantaba ir a su casa porque siempre tenía material de lectura. Nada literario, sí revistas como Vea y Cromos, fotonovelas, novelas rosas y paquitos de Kalimán, Águila solitaria o Memín. Luego, en bachillerato, leí literatura, no mucha, apenas veintidós libros. El primero: El viejo y el mar. Igual, la literatura seria no me gustaba tanto como la chatarra. En esos años me gastaba la mesada en cómics, novelitas del Oeste, y publicaciones periódicas como El Heraldo, Tv y Novelas, Deporte Gráfico, Nuevo Estadio. De eso vengo, del mero subsuelo.
¿Fue muy importante la tradición oral, esas historias en las noches oscuras con los hermanos?
Sí, ya dije que en mi casa no había libros, ni televisión. Sólo teníamos una radio. Esa era nuestra única conexión con el mundo de afuera. Lo demás, la vida, las historias, la memoria pasaban por la oralidad. Yo crecí rodeado de historias. Nada me entretenía más que escuchar a los mayores contarlas. Las de espantos me aterrorizaban, me quitaban el sueño, pero eran mis favoritas. Mi mamá es una gran contadora de historias, una especie de Sherezada campesina. Siempre tiene una historia entre manos, pero no es sólo el acervo de relatos que recuerda y cuenta de memoria, sino la riqueza de sus descripciones, el gusto por los detalles, el manejo del suspenso o del humor. Yo siempre digo que si soy escritor es porque mi mamá, sin proponérselo, me inoculó el virus de la narración.
Pero Tierra Nueva no fue siempre un paraíso. Como a todo el Caribe, le tocó la violencia. La guerra entre paras, militares y guerrilla. ¿Perdiste muchos amigos? ¿Cómo viviste ese tiempo?
No, no fue un paraíso entonces ni lo es ahora. Sólo que yo era chico y no percibía los cambios históricos, no entendía las raíces de la matazón, los porqués. También es que no me interesaba demasiado la realidad, lo mío eran las ficciones, la lectura, la radio, el fanatismo futbolero. Debo decir que mi abuelo ensayó la neutralidad, ni con los unos ni con los otros, dijo, pero cuando murió de muerte natural fue como que todo saltó por los aires. Ahí fue cuando se nos vino un rosario de muertes, desplazamientos, huidas, miedos que no ha parado. Mis amigos, mis primos, los chicos que crecían conmigo fueron tomando partido, poniéndose este o aquél uniforme, optando por las armas. Mucha gente conocida se convirtió en víctima o en victimaria o en las dos cosas al tiempo. De golpe y porrazo se volvió costumbre temerle más a los vivos que a los muertos. Se hizo el silencio por la Sierra. Ya nadie contaba, nadie veía nada, nadie quería hablar porque hablar era comprometerse, se acabó la costumbre de quedarse conversando hasta tarde en la noche. Ahí fue cuando abrí los ojos y sentí que esa violencia se llevaba un cierto mundo que había sido mi mundo, y mi respuesta fue recordar de memoria. Lo que he intentado desde entonces ha sido eso, recordar para recordarme, escribir para recontarme lo que temo olvidar y para contar a otros en la cuenta de mis cuentos.
Una vez me dijiste que ser un perdedor te salvó la vida y me hablaste de 1993.
Sí, así lo veo ahora. A comienzos del noventa yo era un adolescente feo, tímido y temeroso. Un muchacho sin ningún atributo particular, excepto un gusto por la lectura que, más bien, estaba mal visto porque podía ser síntoma de locura o mariconería. Por lo demás, era un perdedor en todos los ámbitos de la vida. No tenía ninguna habilidad valorable. No era popular ni hablaba bien, siempre he sido lenguaesopa; no tenía novia ni me interesaban las chicas, no era buen trabajador, no sabía bailar, nadar o pelear, mucho menos, destacaba jugando fútbol o billar. En resumen, una mediocridad con patas. La paradoja es que esas carencias fueron las que me salvaron, porque los mejores chicos, los populares, los valientes, esos fueron los primeros que se fueron a hacer la guerra. Ellos tenían proyectos, querían tragarse al mundo, vivir aventuras, ser héroes. Yo no. Ellos están muertos, yo no. No todavía.
Tu primer libro de poemas recoge mucho de ese dolor; pero parece que también sentiste que en él se romantizaba o poetizaba ese mal. ¿Cómo es eso?
Mientras estudiaba literatura en la Universidad Nacional fui escribiendo una serie de poemas sin otra pretensión que la de darle forma escrita a esas historias que me atravesaban. En realidad, escribir era como una obligación impajaritable. Los muertos me visitaban en sueños, tenía pesadillas horribles, me despertaban la necesidad. Escribía poemas narrativos al amparo de Aurelio Arturo, Martán Góngora, Edgar Lee Masters, Gómez Jattin, Gabriel Celaya. Luego, en el año 2011, tuve la oportunidad de recoger todos esos textos sueltos bajo el título Memomía. El libro tuvo una edición casi clandestina, pero en mi tierra llegó a lectores que no buscaban literatura sino verdad. Gente que leía los poemas buscando los nombres familiares, las fechas, las imágenes de seres queridos, la reivindicación de su memoria. Ahí entendí que esas historias estaban en el genéro equivocado, entonces me propuse contarlas de nuevo, contarlas bien, ahora como crónicas, siendo fiel a la verdad de los hechos.
Llegaste a Bogotá a estudiar literatura…
Al principio, vine a estudiar ingeniería civil. Cursé varios semestres, pero lo dejé. No me sentía a gusto, no sentía que los números me llenaran el alma. Es más, lo que hice en ese tiempo fue leer como un poseso todos los clásicos que pude. Ponerme al día con Dostoievski, Tolstoi, García Márquez, Borges, Hemingway. Además de ver mucho cine de autor, asistir a conciertos, ver teatro e, incluso, hacer teatro. Así que dejé la ingeniería, me tomé dos años de asueto y, al final, volví a la universidad a estudiar literatura. No porque quisiera ser escritor, que eso vino después, sino con la convicción de que las ficciones me daban vida.
Bueno, pero todo ese proceso, más la red distrital de talleres literarios te fue formando. Leíste a Hemingway, su precisión; conociste a Cristian Valencia, a Badrán. Leíste a Fernando Vallejo, su perorata. Habiendo vivido ese proceso y estando en Bogotá, ¿cómo empezaste a ver al Cesar? ¿Lo rural, la sierra?
Yo me sentí costeño, de agua dulce, pero costeño al fin y al cabo, en Bogotá. Al principio, un poco impostor. No tengo acento, conocía poco del Cesar y menos del Caribe, no había leído los referentes. Entonces, me puse a la labor. He construido mi identidad a partir de una suma de literatura, teoría, historia, música, viajes y fútbol. Igual, me asumo también desde la hibridez de mis herencias, en tanto soy un escritor cesarense, pero uno particular, campesino, hijo de santandereanos, criado en la Sierra Nevada y con media vida vivida en Bogotá.
¿Qué tanto sabes de los escritores del Cesar?
En verdad, he leído a algunos, a unos pocos conozco en persona y a la mayoría sólo de nombre. He leído un par de libros de Alonso Sánchez Baute, Lo que no borró el desierto, de Diana López Zuleta, y textos sueltos de Carlos Cesar Silva, Miguel Barrios Payares, William Jiménez y Luis Felipe Núñez.
Hablemos de tu novela. El último duelo del hombre pez es una historia sobre las tensas relaciones entre un padre al borde de la muerte y su hijo. Veo un referente en “Carta al padre”, de Kafka, y un antireferente en “El olvido que seremos”, de Abad Faciolince. Esta novela se cuenta con un tono intimista, simula una biografía. ¿Qué tanto hay de tu biografía en ella?
Esta novela está basada en hechos reales, pero no es la crónica de mi vida. Uso de la realidad la parte que me conviene para hacer literatura. Lo demás lo altero, adultero, retuerzo y tergiverso. Parafraseando el final borgeano del Emma Sunz, los hechos sustancialmente son ciertos. Verdaderos son el tono y el pudor, verdadero el odio. Verdadero también el ultraje padecido; sólo son falsas las circunstancias, las fechas y uno o dos nombres propios.
Es una novela con un lenguaje muy fluido y preciso, alimentado por la oralidad. El vallenato aparece mucho, como leitmotiv, casi como apoyo filosófico. En cierto punto tiene un tono de la Generación Beat; pero también tiene momentos de inmensa ternura.
En esta crítica que haces del lenguaje tienes mucha razón. Para mí el lenguaje, las palabras elegidas, la forma son tan importantes como la historia que se cuenta. Yo quería que la novela tuviera mucho ritmo, que se sintiera la oralidad que a ella subyace, los dichos, el fraseo del vallenato, los decires de la gente, las frases virales, la mixtura entre lo elevado y lo popular. Decía Mario Levrero que hay novelas que se fundan en el argumento y otras en el lenguaje. Yo quería que El último duelo del hombre pez fuera una novela basada en el lenguaje. En las maneras en que juega con el idioma. Y claro que eso no me lo invento yo, hay una tradición del uso de esas estrategias narrativas, como bien dices. Lo mío sólo es la manera como mezclo esos ingredientes.
En la novela, la cultura popular es protagonista. Es decir, no sólo se trata de una historia familiar sino que encuentro reflejadas las relaciones sociales, los momentos históricos, las falencias de una sociedad. ¿Es así?
Sí, cierto. Alguien dijo que la diferencia entre el cuento y a novela es que el cuento siempre cuenta una historia, mientras a la novela le interesa crear un mundo. En las novelas que me gustan busco algo más que un argumento. Y así, creo que para los lectores es evidente que en mi novela no me interesa sólo contar la historia de las relaciones problemáticas, fallidas, de un hijo con un papá borracho, violento y aborrecible. Más bien, esa es la excusa para hablar de un mundo más amplio, un mundo de orfandades históricas, violencias atávicas, imaginarios paterno-filiales y patriarcado, mucho patriarcado.
Me sorprende como describes Valledupar en El último duelo del hombre pez. Sobre todo porque entiendo que no era una ciudad muy visitada cuando eras niño, que para ti era más una ciudad literaria. ¿Cómo descubriste literariamente a Valledupar y cómo pudiste aprovecharla en tu obra?
Valledupar no es para mí una ciudad realista, experiencial, cotidiana. No tengo recuerdos de infancia asociados a sus esquinas, parques o colegios. No hay un barrio donde haya vivido, ni un árbol donde haya escrito mi nombre con un cuchillo. Es más, diría que no conozco a Valledupar más de lo que conozco a París o Nueva York, lugares adonde nunca estuve. Mi Valledupar es una ciudad entrevista de lejos, fantaseada, soñada, cantada en los versos de Gustavo Gutiérrez o en las imágenes de telenovelas antiguas. Y me gusta que eso sea así, porque cuanto menos conoces un lugar, más puedes imaginarlo. Es lo que hice en mi novela, rellenar los vacíos de la experiencia citadina con literatura.
Alguna vez mencionaste El baile rojo y Libranos del bien al hablar de Valledupar. ¿Por qué esos libros te la evocan?, ¿hay algo de ellos en tu novela?
Bueno, la ciudad también tiene una zona de sombras que me interesa, que la hace más interesante. Me interesa entender su historia, las voces silenciadas, las verdades a medias, las violencias que la hicieron posible, eso de lo que no se habla, el secreto. Ya ves que decía Walter Benjamin que todo documento de cultura es un documento de barbarie, que detrás de la belleza de las pirámides está el dolor y el sudor y la explotación de quienes las construyeron. Así, por ejemplo, me interesan esos libros y algunos otros similares porque muestran que detrás del reclamo publicitario de las agencias turísticas y la nostalgia que exhudan las canciones que hablan de Valledupar, hay también un valle de lágrimas y represiones que afloran con tal de que rasques un poquito la capa superficial de lo real. De eso también quería hablar, al menos un poquito.
Por último, háblame de tu gestión cultural, de la feria del libro y de la revista Surgente que hacen en Usme.
Esa es una historia larga de muchos años haciendo caminos. Nomás diré que vivo en un sector popular de Bogotá donde, con otra gente, soñamos proyectos, clubes de lectura, cineclubes, talleres de escritura, fanzines, revistas, ferias, podcasts y otras cosas por el estilo, que luego se hacen realidad. Sólo eso: siembro palabras, cosecho esperanza. Sólo eso.
Luis Mario Araújo
Sobre el autor

Luis Mario Araújo Becerra
La reserva
Abogado, escritor y docente universitario. Autor de El Asombroso y otros relatos (cuentos), Literatura del Cesar: identidad y memoria (ensayo), Tras los pasos de un médico rural (ensayo), Las miradas a la guerra y La aldea (novela). Ha sido incluido en las antologías Cuentos Felinos 5, Tercera antología del cuento corto colombiano y Antología de cuento y poesía de escritores del Cesar.
5 Comentarios
Una entrevista excelente, con la sensibilidad y la agudeza del escritor. Invita a leer a Rodolfo Celis, sus opiniones son una motivación…
Excelente entrevista. Es un espejo de nuestro pasado. Hay pedazos de vida de Celis en nosotros. Felicitaciones. Mi tarea, leer su novela.
Bonita entrevista. Importante, además, porque nos da a conocer estos talentos del Caribe.
Excelente oportunidad nos ofrece el profesor Luís Mario Araujo, con esta entrevista llena de calidad y detalles, además de la sensibilidad que como entrevistador logra retratar.
Interesante entrevista. Nos incita a leer, incluso a escribir nuestros sueños. ¡Felicitaciones!
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