Música y folclor
El gavilán mayor

Bajo la influencia de Hollywood, se tiene una visión idealizada del tractorista de las vastas llanuras estadounidenses, montado en un lujoso John Deere climatizado, vistiendo una camisa de cuadros y con un termo de café en mano. Pero esta historia transcurre en La Guajira, bajo el implacable sol del mediodía y una temperatura cercana a los cincuenta grados. Hernando Marín, tractorista y poeta, se enfrenta al cielo abrasador con nada más que un sombrero de paja y una camisa de mangas largas como protección. Maneja una máquina desnuda y ardiente, equipada solo con lo indispensable para arar, sin una sola comodidad para el hombre.
El potrero está flanqueado por algunos árboles dispersos, mientras los cultivos de algodón han ido devastando los montes circundantes. Hernando detiene el tractor y baja, buscando alivio en la escasa sombra. Quienes viven lejos del trópico o en tierras altas tal vez no comprendan el inmenso valor que adquiere un rincón sombreado cuando el sol arde implacable en estas latitudes. Mientras se refresca, algo asombroso llama su atención: aves rapaces siguen el rastro del tractor, cazando serpientes y otros animales que el arado ha dejado heridos. "¡Son gavilanes!", se dice, maravillado. La escena lo envuelve; sabe que pocos seres humanos tienen el privilegio de presenciar algo así: no uno, sino varios gavilanes volando ante sus ojos. Estas aves, tan esquivas y cargadas de leyenda, han sido veneradas desde la antigüedad, asociadas con la diosa Juno, y suelen habitar cumbres inaccesibles o selvas remotas, lejos de la mirada humana. Hernando se siente afortunado, casi como el flautista de Hamelín, pero en lugar de ratones, lo siguen estos majestuosos gavilanes, símbolos de poder y misterio. Los cetreros medievales los llamaban «mosquete», debido a su pequeño tamaño.
Por la noche, se dirige a la tienda en busca de una cerveza. Para un cazador, aquella escena podría haber significado jaulas, escopetas y dinero; pero para el poeta, el mundo se ve de otra manera. La imagen romántica del tractorista seguido por los gavilanes ha estado revoloteando en su memoria, en su alma sensible, hasta llegar a sentirse parte de esa bandada. Solo necesita un suspiro para que la magia se manifieste, para que todo se transforme en poesía, en canción...
Yo soy, allá en mi tierra el enamorador
Soy buen amigo y valiente también
Porque, soy de las hembras el conquistador
De los claveles soy el chupaflor
Y en mi chinchorro me puedo mecer
Yo soy el gavilán mayor
Y en el espacio soy el rey
Marín se transforma en gavilán y se proclama jefe de la bandada: el Mayor. Su canto lo eleva al jardín de los dioses, adopta la mirada aguda y penetrante de la rapaz, y con vuelo majestuoso persigue a la tímida paloma. Como él, el gavilán es hijo del sol, capaz de surcar los cielos sin que el resplandor lo ciegue; es el rey indiscutible del espacio.
Esta es la historia del furor poeticus, del frenesí divino, de cómo el poeta convierte la agotadora labor del agricultor en poesía y canto. Pero hasta ahora solo hemos relatado la parte luminosa de esta historia, pues, como bien nos ha enseñado Hermann Hesse, la experiencia humana está marcada por la dualidad: siempre existen dos mundos entrelazados, el brillante y el oscuro. Para conocer esa otra faceta, la sombría, debemos situar al tractorista y sus gavilanes en los años setenta del siglo pasado, en pleno auge de la bonanza marimbera.
Por aquellos días, un joven cantante, Diomedes Díaz, experimenta un salto cualitativo en su carrera. Hasta ese momento, había intentado hacerse un lugar acompañando a acordeoneros de menor destreza. Su voz tenía potencial, pero aún carecía de la madurez y tesitura necesarias, y sus letras provenían de compositores menores. Aunque había logrado cierto éxito, no había llegado a amenazar el monopolio que mantenían Poncho Zuleta y Jorge Oñate, quienes dominaban la cima del vallenato.
Este gran avance se produce al unirse a Colacho Mendoza. Su encuentro podría compararse con un espectáculo pirotécnico: dos cohetes que se cruzan en direcciones opuestas, uno que desciende y otro que asciende. Colacho, ya coronado como rey del acordeón y con varios discos de oro en su haber, disfrutaba de cierta fama, pero había dejado de estar en el centro de atención. Había brillado en los grandes escenarios, pero su tiempo de protagonismo estaba quedando atrás, siendo reemplazado por acordeoneros más jóvenes, como Juancho Rois.
No obstante, para Diomedes, Colacho representa la figura de autoridad que necesita: alguien que lo guíe, lo corrija cuando sea necesario, le enseñe los tiempos y la modulación de la voz, le asegure un buen conjunto y seleccione las canciones adecuadas. Y así fue. Colacho, con su experiencia y sus amigos influyentes, recurrió a compositores legendarios como Rafael Escalona, Leandro Díaz e Isaac Carrillo para armar el repertorio. Diomedes comprendió perfectamente el momento que vivía el veterano acordeonero, y lo expresó con una frase que quedó para la historia: «esto es prueba de que mi compadre Colacho no ha bajado una línea, va pa’lante».
Entre las canciones elegidas, "La canción del tractorista" logró colarse por mérito propio, tanto que fue colocada como la primera del álbum. Diomedes cantó con sobriedad, con una voz aflautada, juvenil, pero llena de inspiración y maravilla. Colacho, por su parte, tocó el acordeón con maestría y contención, sin los arrebatos de juventud, sino con esa madurez que solo otorga la experiencia. El conjunto, bajo el mando de Colacho, respetó los tiempos y los roles, dando lugar a una obra impecable. El LP, titulado Dos Grandes, fue un éxito rotundo. Le abrió las puertas a Diomedes al más alto escalón del vallenato, y tanto Jorge como Poncho, sorprendidos, apenas podían soportar el aroma a trupillo del recién llegado que se imponía en la escena.
"El Gavilán Mayor" es una obra maestra en la ejecución del acordeón en clave vallenata, un torrente de notas impecablemente cuidadas que fluyen de manera armónica durante cuatro minutos y medio, sin excesos ni arrebatos. En ella, Colacho mezcla los antiguos arpegios de Chico Bolaños con las notas maduras de su propia creación. El conjunto acompañante, formado por músicos virtuosos, interpreta sus instrumentos con precisión y orden, como si fueran guiados por un metrónomo invisible, todos bajo la dirección del comandante en jefe. Diomedes, con una voz clara y dulce, ahora más pulida y técnica, canta con el entusiasmo y el ansia de triunfo de un joven de provincia.
La gente del Cesar y La Guajira se rinde a sus pies, mientras Barranquilla contiene sus prejuicios sobre la música de la provincia de Padilla y Bogotá comienza a mostrarse un poco menos indiferente. Es un fenómeno desbordante. En esos días, La Guajira y gran parte de la costa caribeña vivían una prosperidad ilusoria alimentada por la Bonanza Marimbera. El Estado y la sociedad en Colombia han estado largamente divorciados. Una de las manifestaciones más evidentes de esta fractura es el contrabando. A pocos les gusta pagar impuestos cuando saben que otros los roban o, en el mejor de los casos, los malversan. El contrabando crece a medida que el Estado se desvanece hacia los márgenes. La Guajira, con una tradición contrabandista que data de los tiempos de Francis Drake, nunca se ha detenido a cuestionar si la mercancía que maneja es considerada lícita o ilícita por las élites. Cuando los estadounidenses perdieron el control del comercio de opio en la península de Indochina, La Guajira no encontró ningún reparo en sustituirla como proveedor de drogas heroicas. Desde su perspectiva, era simplemente otra mercancía más.
La bonanza trajo consigo nuevos capos. En Colombia, debajo de cada piedra hay un compadre listo para liderar cualquier contrabando. «Pa’ las que sea, mano». Sea en Arauca, Medellín o Riohacha. Y se hace lo que haga falta, sin remordimientos ni miedo. Así emergió El Gavilán, uno de los grandes de la bonanza marimbera. Celso Guerra, columnista de El Pilón, lo describe como «un hombre de baja estatura, piel morena, ignorante pero astuto, un mujeriego extravagante, capaz de quemar una caja de Marlboro llena de dólares solo para demostrar que era el marimbero más rico de La Guajira».
La canción de Marín, que resonaba a todo volumen en cada camioneta y cada casa de La Guajira, le cayó como anillo al dedo. Pasar de ser un gavilán común, uno más entre tantos, a convertirse en el Gavilán Mayor significaba una explosión de gloria y triunfos entre sus amigos y enemigos. Era un salto a la popularidad regional que, aunque su «ignorancia» no le permitiera comprenderlo del todo, lo catapultaría al mito y a la posteridad. Solo le faltaba actuar rápido y con «inteligencia»: seleccionó a sus mejores gatilleros y los envió en dos Land Cruiser a San Juan del Cesar, por Marín.
Lo encontraron subido en su tractor, pero no repararon en los gavilanes que lo seguían. Lo bajaron a punta de pistola, lo envolvieron en un saco de dos rayas y lo metieron en el maletero de una de las camionetas.
—No me maten, por Dios —suplicó Marín—, tengo hijos pequeños.
—Usted cállese —le ordenó uno de los matones.
Lo llevaron hasta un desierto sin nombre, en algún rincón de la Alta Guajira. Le dijeron que entrara en un cuarto y que se preparara, pues iba a ver al jefe. Al notar los lujos de la habitación, comprendió que no lo iban a matar. Había aire acondicionado, baños enchapados, y para él dispusieron dos mudas de ropa Yves Saint Laurent, dos pares de zapatos Bally, una botella de Old Parr y otra de María Farina. En la mesa de noche reposaba una faja de billetes, y apoyada contra una de las paredes, una guitarra española de fina madera.
—Alístese, ¿qué hubo?, salga —apremiaba el guardaespaldas desde el otro lado de la puerta.
El Gavilán no esperó a que el compositor terminara de sacudirse la arena del desierto; irrumpió en la habitación como una tromba.
—¿Usted es Hernando Marín?
—Sí señor, yo soy.
—¿Le gustan los carros?
—Pues mire, le voy a ser sincero: si me gusta mi tractor, imagínese cómo me gustarán los carros.
—Asómese por la ventana —le ordenó.
A través del visillo, Marín vio una docena de camionetas, entre Ranger y Toyotas macho.
—Todos esos carros que ve ahí son suyos —sentenció El Gavilán.
—¿Míos cómo?
—Sí, todos son suyos —confirmó con firmeza. Luego le puso precio:—Lo único que tiene que hacer es decir, allá en esa parranda, donde están mis amigos, que esa canción, El Gavilán Mayor, me la compuso a mí.
La respuesta de Marín fue digna de un príncipe. Según la leyenda, el último príncipe hindú, en una visita a Londres, fue invitado a contemplar el Koh-i-Noor, uno de los diamantes más grandes del mundo, que había pertenecido por generaciones a su familia hasta que el Imperio Británico lo expropió. El príncipe tomó el diamante, se acercó a la ventana para observarlo mejor bajo la luz, y los guardias se inquietaron, temiendo que en un acto patriótico lo estrellara contra el pavimento. Tras unos largos segundos, el príncipe se lo devolvió a la reina con estas palabras: «acepte este diamante en calidad de regalo, para que no quede como un robo».
—Vea, le voy a decir una cosa —dijo Marín—, yo soy un hombre serio: esa canción se la hice a usted.
—¿De verdad, Nando?
—Claro, esa canción es suya, lo que pasa es que no había tenido oportunidad de decírselo, de encontrármelo así, frente a frente.
Y fue así como Hernando Marín cedió su membresía de mosquetero a Raúl Gómez Castrillón, su secuestrador.
Amador Ovalle
Médico y escritor nacido en San Diego (Cesar). Fue uno de los fundadores del grupo Café Literario Vargas Vila, en dicha municipalidad. Autor del libro Latinofobia, un interesante ensayo sobre la discriminación cultural.
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