Música y folclor
El último domingo con Diomedes Díaz en festival vallenato

La brisa caliente de Valledupar, espesa y aromática como el café mañanero del Cesar, se colaba entre las banderas tricolor que decoraban el Parque de la Leyenda Vallenata. Era el 28 de abril de 2013, noche inaugural del Festival de la Leyenda Vallenata, una de las citas más importantes para los seguidores del folclor colombiano. Aquel domingo, más que música, se respiraba expectativa. Todos sabían que Diomedes Díaz, el cantante más polémico, querido y mítico del vallenato, se presentaría por última vez ante su gente.
Desde las cinco de la tarde, el parque comenzó a llenarse de vida. Vendedores ambulantes ofrecían cervezas frías, chuzos humeantes y arepas de queso envueltas en hojas de bijao. Las calles circundantes eran un hervidero de camisetas con el rostro de Diomedes, pósters improvisados y parlantes que no paraban de sonar “Oye Bonita” y “Tú eres la reina”. Era como si la ciudad entera se hubiera vestido de recuerdo y reverencia.
El público, una mezcla fascinante de generaciones, comenzaba a ocupar sus lugares con una devoción casi religiosa. Había jóvenes nacidos cuando él ya era leyenda, que aprendieron a amar sus canciones por sus padres; viejos parranderos de piel curtida por el sol guajiro, mujeres que coreaban cada verso con lágrimas, niños en brazos que bailaban al ritmo de un tambor invisible. Todos esperaban al Cacique de La Junta como se espera a un dios cansado, pero aún capaz de conceder un último milagro.
A las 8:30 de la noche, las luces del escenario estallaron en una mezcla de azules y dorados. El sonido de los acordeones, dirigido esa noche por el joven Rolando Ochoa, se mezclaba con el murmullo expectante y el aroma dulzón del ron. El grito fue unánime, ancestral, visceral: “¡Cacique, Cacique!”. Cuando apareció, el tiempo pareció detenerse.
Vestía un saco blanco de lentejuelas, camisa de seda crema y unos zapatos color marfil que brillaban bajo los reflectores. Caminaba lento, pero firme. Sus movimientos, aunque algo torpes, aún conservaban la cadencia de quien se sabe dueño de la escena. La enfermedad, el paso del tiempo y los excesos habían dejado huellas visibles: estaba más delgado, su rostro lucía agotado, pero su mirada seguía teniendo ese fulgor de loco hermoso que siempre lo caracterizó.
“¡Buenas noches, mi gente!”, exclamó con la voz entrecortada, pero llena de alma. El estallido de gritos y aplausos fue tal que por unos segundos se perdió el sonido del acordeón. Era más que un saludo: era la reafirmación de un vínculo sagrado entre él y su pueblo. Era como si cada palabra, cada nota, tuviera el peso de la despedida.
Comenzó cantando Bonita, luego siguieron Sin medir distancias, Mi primera cana, La Ventana Marroncita y otras joyas de su vasto repertorio. Hubo momentos de gloria y otros de silencio emocional: se le notaba fatigado, su voz se quebraba, sus ojos se perdían en algún rincón del escenario como si buscara entre sombras a su madre, a sus amigos muertos o al joven campesino que un día salió de La Junta con un sueño y un acordeón. En un instante, tras cantar Mi muchacho, detuvo la música y dijo con voz temblorosa: “Esta va por Martín Elías, ese hijo mío que también va a ser grande, ya lo verán…”.
A su alrededor, vallenateros consagrados y nuevos talentos se turnaban para acompañarlo. Estaban ahí como discípulos frente a un maestro. Poncho Zuleta, Jorge Oñate, Iván Villazón y Peter Manjarrés lo rodearon en distintos momentos. Todos sabían que esa noche no era una más, y se notaba en sus gestos, en la forma en que lo miraban, como si quisieran robarle un último instante de gloria, una frase, un abrazo, una mirada.
El público cantaba con él, lo sostenía con la voz, con los aplausos, con las lágrimas. En medio de la multitud, un hombre se puso de pie sobre una silla, levantó una botella de aguardiente y gritó: “¡El último juglar vivo!”. Las cámaras lo enfocaron y su imagen apareció en las pantallas gigantes: un rostro empapado de sudor y emoción, un símbolo del fervor popular que Diomedes generaba.
Uno de los momentos más simbólicos ocurrió al interpretar Tres canciones, una obra melancólica que parece predecir adioses. Al finalizar, una rosa roja fue arrojada desde el público al escenario. Diomedes se agachó, la recogió con lentitud, la besó con ternura y la guardó en el bolsillo interior del saco, junto al corazón. Fue un gesto silencioso pero inolvidable, un adorno final para una noche cargada de significados.
A las 10:30 de la misma noche, con una voz ya consumida pero aún vibrante, se despidió. “Gracias, Valledupar, los quiero mucho”, gritó con la poca voz que le quedaba mientras alzaba su mano derecha. Esa fue su última frase ante un público. Algunos intentaron acercarse mientras bajaba la tarima, pero los escoltas lo rodearon de inmediato. Aún así, él sonrió y volvió a alzar la mano como un viejo rey que saluda a su pueblo por última vez.
Muchos aseguran que, al salir del Parque de la Leyenda, la brisa de esa madrugada tenía un olor dulce a guayaba madura, como en las mañanas de La Junta, su tierra natal. Otros dicen que fue un viento que trajo presagios. Lo cierto es que nunca más volvió a cantar en público. El 22 de diciembre de 2013, menos de ocho meses después, su voz se apagó para siempre en una habitación de su casa en Bogotá.
Hoy, su tumba en el cementerio de La Junta, en La Guajira, se ha convertido en lugar de peregrinación. Cada año, decenas a veces cientos de seguidores llegan con flores, ron y guitarras. Le cantan, le lloran, le agradecen. Algunos incluso le escriben cartas que dejan bajo una piedra junto a su nombre. En esas hojas se leen frases como: “Gracias por enseñarnos a amar cantando”, o “El Cacique vive en mi corazón”.
Aquel 28 de abril de 2013 no fue solo un concierto. Fue una ceremonia. Un adiós que mezcló arte, historia, mito y pueblo. Fue el acto final de un juglar que logró lo que pocos artistas consiguen en vida: convertirse en leyenda.
Porque como todo mito, Diomedes no murió. Sigue cantando donde habitan los hombres que no mueren del todo: en los picó de los barrios populares, en las parrandas interminables de los pueblos costeños, en las nostalgias de los exiliados, en las fiestas de las fondas, en el acordeón de los nuevos cantantes que todavía lo nombran entre versos. Su voz, rasposa y honesta, aún vibra en la memoria colectiva de un país que no termina de despedirse.
Y quizá sea mejor así. Porque hay despedidas que no se completan nunca. Porque hay voces que el silencio no puede callar.
Edigar Emilio Canales
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