Música y folclor
Isolina León, “La Tranca”: voz, alma y esencia del bullerengue

“La música es el acto social de comunicación entre la gente, un gesto de amistad, el más fuerte que hay.”
Malcolm Arnold, (músico y compositor británico)
El bullerengue, más que una música o una danza, es un rito de memoria viva: una práctica social, cultural y profundamente espiritual que nace del corazón del Caribe colombiano. En sus cantos resuena la historia, la resistencia y la sabiduría de los pueblos afrodescendientes que han encontrado en el tambor, la voz y el cuerpo una manera de ser, de existir, de perdurar. Y si hay una voz que encarna con autenticidad esa herencia, esa fuerza ancestral, es la de Isolina León Blanco, conocida en el universo del folclor como “La Tranca”.
Isolina nació en el corregimiento de Gamero, municipio de Mahates, en el cálido y fértil departamento de Bolívar, donde el bullerengue no se aprende: se respira. De esas tierras campesinas, sembradas de historia y dignidad, emergió su voz. Una voz que no solo canta, sino que brota como semilla viva del barro, del azadón, del sudor, del río y del monte.
Campesina pura, de hacha y machete, Isolina es una mujer de manos curtidas y alma luminosa. Cultiva la tierra, corta leña, se ha dedicado a la pesca, y ha hecho de su cotidianidad un poema de trabajo y resistencia. En ella se funden la sabiduría ancestral de las cantaoras y la nobleza silente de las mujeres del campo. Madre y abuela amorosa, ha sacado adelante a su familia con esfuerzo, dedicación y una fortaleza que asombra. Es el corazón de su casa, el sostén de los suyos y un orgullo inmenso para su terruño, que la reconoce como símbolo de lucha, talento y tradición.
Como la tranca que resguarda con firmeza las puertas de las casas caribeñas, fuerte, confiable, protectora así es la voz de Isolina León: un umbral que defiende y sostiene la tradición viva del bullerengue. Su apodo no es un mero adorno: es símbolo y testimonio de carácter, de identidad, de permanencia. De hecho, fue precisamente “La Tranca”, su primer éxito musical grabado en 1999, el tema que le dio ese nombre artístico y la catapultó a la fama. Aquella canción, vibrante y poderosa, se convirtió en la sensación durante las fiestas novembrinas de Cartagena y los carnavales de Barranquilla, abriendo para ella el camino hacia los corazones del pueblo.
Seguidora fiel de la legendaria cantora Irene Martínez, Isolina no solo aprendió de ella sino que se convirtió en una de sus alumnas más aventajadas tomando la posta de un legado musical invaluable. Hoy esa tradición vive en su garganta y en su andar. Pero su arte no se limita al bullerengue: en sus redes sociales la vemos cantar con igual maestría vallenatos, cumbias, porros y otros aires musicales que hacen parte del alma sonora del Caribe. Su versatilidad no solo asombra, sino que conecta generaciones, territorios y emociones.
Antes de que su voz sonara en escenarios, su canto ya llenaba las calles de su pueblo. Con una ponchera en la cabeza, vendía bollos y dulces que anunciaba con pregones cantados, llenos de picardía y ternura. La gente no solo compraba sus delicias: se detenía a escucharla, aplaudirla, celebrarla. Porque Isolina no vendía productos: compartía alegría, ritmo, sabor. Y ese arte natural, sin escuela, fue su primera tarima.
Dueña de una presencia imponente y una voz que parece nacer de las entrañas mismas de la tierra, Isolina no solo canta bullerengue: lo encarna. Cada nota que entona es un llamado a la memoria colectiva; cada ritmo que interpreta es una conversación entre generaciones; cada presentación es una ceremonia en la que la historia se vuelve presente y la tradición, un acto de amor.
Es, además, la voz oficial y líder de la agrupación Los Soneros de Gamero, colectivo musical que ha sabido mantener viva la herencia de sus ancestros. Con ellos ha grabado temas que son ya himnos del bullerengue: La Gozadera, El Tun Tun, Carita Pintá, El Pollerón, La Lengua, entre otros, verdaderas joyas que hacen palpitar los escenarios con su ritmo contagioso. Su alegría en escena es tan genuina que no se puede fingir ni imitar: nace de una vida vivida con pasión y con música en la piel.
Su sonrisa resplandeciente ilumina no solo su rostro, sino también los corazones de quienes la escuchan. Tiene ese carisma cálido y entrañable que desarma y abraza. Con solo una mirada, conecta. Con su risa abierta y contagiosa, enciende la fiesta, el alma y el recuerdo. Sus trajes coloridos, vibrantes como los paisajes del Caribe, hablan también de su identidad: una mujer que honra sus raíces con orgullo y elegancia. Sus labios maquillados, su piel negra y hermosa, su porte altivo y festivo, la convierten en un ícono de la estética afrocolombiana. Cada detalle en su vestimenta y en su actitud escénica es una declaración de belleza, de libertad, de dignidad.
Alcanzó la fama después de los 50 años, en un mundo que suele venerar lo efímero y olvidar lo esencial. Pero ella llegó con fuerza serena, como quien sabe que su momento está inscrito en un tiempo más sabio. Hoy, siendo una septuagenaria, continúa de pie sobre los escenarios, regalando su canto con la misma pasión del primer día, demostrando que la belleza, la fuerza y la autenticidad no tienen fecha de caducidad.
Su éxito tardío es, en realidad, un acto de justicia poética: el reconocimiento merecido a una vida entregada al arte, a la cultura y al trabajo digno. Porque la voz de Isolina León no solo se escucha: se siente, se vive, se celebra. En cada interpretación revive la herencia musical de sus ancestros, como un eco sonoro del alma afrocolombiana, que encuentra en su garganta una morada digna y luminosa.
Con cada tamborazo, con cada letra, con cada mirada, Isolina nos recuerda que el bullerengue es un acto de resistencia, pero también de ternura. Que es posible envejecer con gracia, con arte, con orgullo. Que la sabiduría no solo está en los libros, sino en los cuerpos que danzan, en las voces que cantan, en las mujeres que no se rinden.
A través de su música ha llevado la esencia del Caribe colombiano a escenarios nacionales e internacionales, posicionando su arte como una voz imprescindible en la historia del folclor. Su legado no es solo sonoro: es espiritual, cultural, estético. Es un canto a la vida que reverbera en cada comunidad que la escucha, en cada niña que sueña con cantar como ella, en cada tambor que suena con amor y dignidad.
La madurez y la experiencia se reflejan en cada uno de sus gestos, en cada movimiento acompasado de su cuerpo al ritmo del tambor. Su voz, sin embargo, sigue fresca y vibrante, como un manantial que brota desde las raíces mismas de la cultura afrocolombiana, una voz que rompe las barreras del tiempo y del olvido.
Pero para comprender verdaderamente el alma de Isolina León, hay que volver al punto de partida: Gamero, su tierra natal. No se puede hablar de “La Tranca” sin hablar de ese pequeño paraíso afrocolombiano, donde la historia se canta, se baila, se cultiva y se honra con cada amanecer. Gamero no es solo un lugar en el mapa: es un territorio espiritual, una escuela de vida, un útero musical del que han nacido grandes voces y memorias. Allí, donde la ciénaga abraza los caminos de tierra y el sol acaricia las hojas del plátano, se respira una belleza indómita y ancestral.
El paisaje natural de Gamero parece conjurado por la poesía: caños que serpentean entre los árboles, campos verdes que vibran al ritmo de las cosechas, aves que anuncian el día con sus cantos, y ese rumor del agua que acompaña la vida como un tambor secreto. Es un lugar donde la naturaleza canta, donde la tierra tiene alma y donde el bullerengue no es solo una expresión artística, sino el pulso mismo del pueblo.
Cuna de grandes exponentes de la música tradicional Gamero ha parido leyendas que hoy son patrimonio sonoro de la nación. En cada esquina se escucha un eco de tambor, una voz que entona memorias, un niño que baila, una abuela que enseña, una comunidad que celebra. La riqueza del pueblo no está en sus bienes materiales, sino en su gente, en su sabiduría, en su herencia viva. Allí, el arte no es espectáculo: es alimento espiritual, es herramienta de sanación, es legado que se hereda como se hace con la semilla o el apellido.
Y en medio de esa abundancia invisible, Isolina León, a pesar de haber sido ovacionada en escenarios nacionales e internacionales, no ha perdido su esencia. La fama no la ha despegado del suelo: la ha reafirmado en él. Sigue siendo la mujer sencilla que recoge leña, que cocina con amor, que canta en la plaza del pueblo con la misma entrega con la que lo hace frente a miles. No hay vanidad en su andar, sino gratitud. No hay distancia entre la artista y la mujer: hay coherencia, hay humildad, hay raíz.
La han visto en teatros y en tarimas, sí, pero también se le puede encontrar en su casa, conversando con vecinas, riendo con niños, hablando con los árboles. Su vida no se disfraza de fama: se adorna con autenticidad. Es la misma Isolina que caminó descalza por los caminos polvorientos, la que vendía bollos cantando, la que aprendió más de la vida que de los libros. Una mujer hecha de tierra, de río, de voz, de lucha. Una ceiba que no olvida la semilla que fue.
Gamero es cuna de cantaoras y cantaores, un bello pueblo afrodescendiente e indígena, que simboliza la resistencia negra, encallado al lado del Canal del Dique y la Ciénaga de Matuya. Es un pueblo muy rico en saberes relacionados con la pesca, la agricultura, plantas medicinales y expresiones artísticas en las que se destaca el bullerengue, la danza son de negro y los cantos fúnebres. Es una despensa folclórica de las fiestas populares de la región Caribe.
Raíz profunda, vuelo alto. A pesar de las alas que la llevaron a escenarios lejanos, su corazón sigue hundido en la tierra que la vio nacer. Sencillez y humildad, dos virtudes que la fama no pudo arrebatarle.
Como una ceiba que crece firme en la orilla del río, su espíritu sigue arraigado en la tierra que la nutrió. La fama no se le subió a la cabeza, porque su verdadera riqueza está en la simplicidad de la vida campesina.
Con las manos que una vez sembraron semillas, ahora cosecha aplausos. Pero es en el silencio del pueblo, rodeada de animales y plantas, donde encuentra la verdadera paz. Su voz es un reflejo de su alma, pura y auténtica, como el canto de los pájaros al amanecer.
Es un ejemplo vivo de que la verdadera grandeza no se mide por los escenarios que se pisan, sino por la profundidad de las raíces que se mantienen firmes en la tierra que nos vio nacer.
Ramiro Elías Álvarez Mercado
Sobre el autor
Ramiro Elías Álvarez Mercado
Una copa de folclor
Nacido en Planeta Rica, Córdoba, el 14 de octubre de 1974, radicado en Bogotá hace casi tres décadas. Amante de la lectura, los deportes, la escritura, investigador nato de las tradiciones, costumbres, cultura, música, folclor y gastronomía del Caribe colombiano.
Estudió coctelería, bar, etiqueta y protocolo con dos diplomados en vinos y certificación de sommelier, campo profesional en el que tiene más de 20 años de experiencia.
Escribe de manera empírica, sobre fútbol y otros deportes, vinos y todo lo relacionado con el tema, así como publicaciones en distintos medios sobre cultores de la música vallenata y de otras expresiones musicales que se dan en el Caribe colombiano. Sus escritos han sido publicados en distintos medios virtuales.
Desde temprana edad le ha gustado escribir, sin embargo, fue en Bogotá, muy lejos de su terruño, que se le despertó ese deseo incesante de recrear las semblanzas de personajes que han hecho un aporte significativo al vallenato y otras expresiones musicales de la Costa Atlántica de Colombia.
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