Música y folclor
Carlos Fajardo Tatis: el compositor que convirtió la tristeza y el sufrimiento en canciones

“La música es la vida emocional de la mayoría de la gente”, Leonard Cohen (cantautor, poeta y novelista canadiense)
Hay existencias que parecen nacidas del abismo, pero aun así se empeñan en buscar la cima. Vidas que nacen entre sombras y, sin embargo, insisten en hallar la luz. Seres que aprenden a cantar antes que llorar, porque intuyen que en la música se esconde la forma más pura de resistir. Hombres que, en lugar de odiar, responden al dolor con canciones. Que convierten el sufrimiento en belleza, como si cada herida fuera una cuerda más del instrumento que los sostiene.
Así es la historia de Carlos Arturo Fajardo Tatis, un hombre que no solo sobrevivió al olvido, sino que lo transformó en arte.
Su historia comienza entre montañas húmedas y verdes, en Umbito, una vereda del municipio de Necoclí, Antioquia, donde la tierra huele a barro recién abierto y el aire trae consigo la sal del mar Caribe. Allí, en medio de plátanos y cocoteros, nació un martes 26 de septiembre de 1967. Aunque su registro civil fue presentado en San Pelayo, Córdoba, su alma pertenece a los montes antioqueños: al rumor del agua entre las piedras, al silbido del viento que se enreda en la vegetación, al canto de las aves que anuncian la lluvia.
Hijo de Manuel Fajardo Otero y Olga Tatis Arrieta, fue el menor de ocho hermanos. La muerte temprana de su madre y el abandono de su padre lo dejaron frente a la vida como un niño sin mapa. En su niñez y adolescencia sufrió el peso del maltrato familiar y la incomprensión de quienes debieron protegerlo. Pero aquella infancia herida no apagó su espíritu: lo templó. De esa adversidad nació una fortaleza secreta, un pulso que más tarde se transformaría en canción.
Entre labores rudas e inclemencias, cargó agua, sembró la tierra, ordeñó vacas, cortó leña. La montaña fue su escuela y su refugio. Allí aprendió que el cansancio también enseña y que el perdón alivia más que la venganza. Entre el mugido del ganado y el eco del machete, comenzó a mirar el mundo con ternura, incluso cuando dolía.
El destino lo llevó luego a Cartagena, esa ciudad donde el mar canta con voz antigua. Allí conoció la otra cara de la soledad: los andenes fríos, los cartones como abrigo, la indiferencia como rutina. Fue habitante de la calle, niño de la intemperie, sombra entre luces ajenas. Pero incluso en ese desamparo, la música lo acompañó como una llama inextinguible.
En los años más duros, trabajó en el mercado de Bazurto, limpiando verduras, cargando bultos y empacando productos bajo el sol inclemente. Entre el bullicio, los pregones y el olor a pescado fresco, comprendió que el trabajo también puede ser una forma de dignidad. Con el sudor de sus manos logró terminar los estudios primarios y avanzar parte de la secundaria, demostrando que el conocimiento no siempre nace en las aulas, sino en la voluntad.
Fue allí, en medio del ruido de los carretilleros y los gritos de los vendedores, donde aprendió a tocar la guitarra por sí mismo. Sin profesor ni partituras, fue descifrando los sonidos hasta convertirlos en compañía. La guitarra se volvió su confidente y su escudo, el puente entre su pasado de silencio y su futuro de melodías. Con ella empezó a componer sus primeras canciones, a darle forma al sentimiento, a rescatar del dolor un motivo para seguir.
Admiraba a Pedrito Fernández, el niño ranchero, y al cantautor cordobés Máximo Jiménez, cuyas letras sociales hablaban de resistencia. Aquellas voces fueron su escuela invisible. Inspirado por ellas, compuso su primera canción: “Entre cartones”, una ranchera nacida del hambre y la orfandad, del coraje de seguir viviendo. La cantaba en los buses, mientras vendía productos para sobrevivir, y su voz temblorosa, sincera, conmovía a quienes lo escuchaban.
Años después, en un homenaje en el colegio José Celestino Mutis, en el barrio La Esperanza, de la ciudad de Cartagena, interpretó esa canción ante un público que no pudo contener las lágrimas. Por primera vez, el dolor se convirtió en aplauso, y la calle en escenario. Ese día comenzó su segunda vida.
De esa semilla florecieron nuevas canciones: “Adiós a la diosa”, “Mañosa y embustera”, “El rabo de carnero”, “El manjar”, “El rey de la alegría”, “Corazón de hielo”, “Una nueva vida”, “El guerrero del amor”, “Canto para ti”, “Me tuve que ir”, “Inocente niño”, “Ilusión de amor”, “Ya lo decidí”, “El ombliguito”, “Esclavo de tus besos”, “Nadie es perfecto”, “Hechicera”, “El Gol”, “Un Verano”, “Tu Invierno”, entre muchas más, pasando del centenar de composiciones.
Sus canciones abarcan todos los matices del alma: unas son románticas y sentimentales, escritas desde la ternura y la nostalgia; otras, jocosas y de doble sentido, herederas de la picaresca del hombre caribeño, que sabe reírse incluso de sus propias penas. En cada verso hay verdad y desparpajo, dulzura y picardía, como si la risa y el amor se dieran la mano en la misma estrofa.
En su Organización Musical KAFATA, que él mismo dirige, ha grabado varios temas en su voz, pero también han sido interpretados por artistas de distintos géneros: Darío Gómez, el Rey del Despecho; Leidy Carolina Posada, hija del legendario Luis Alberto Posada; el Rey Vallenato Manuel Vega Vázquez y su hermano Ricardo; Horacio “El Chacho” Mora, Marines Lezama, Diego Luis Lara, Osnaider Cabarcas, José Vázquez, Elías Ospino Aguilera, Los Soneros de Gamero en la voz portentosa de Isolina León, la agrupación "Luna Vallenata", conformada por las Hermanas Tatiana y Roxana Díaz, Ramy Torres, entre otros.
Carlos Fajardo es un creador versátil: puede moverse entre el vallenato, el porro, la salsa, la ranchera, la champeta o la música popular, pero su verdadera patria es la verdad. No le interesa la fama, sino la autenticidad. Su meta es que cada canción sirva para algo, que alguien, al escucharla, sienta que no está solo.
Admirador de los grandes exponentes de la música vallenata, desde los juglares como: Alejandro Durán, Leandro Díaz, Rafael Escalona, Juancho Polo, Luis Enrique Martínez, Alfredo Gutiérrez, y de los cantantes, Jorge Oñate, Rafael Orozco, Beto Zabaleta, Poncho Zuleta, entre otro, sin embrago, Carlos se declara diomedista de corazón, seguidor del estilo y la poesía de Diomedes Díaz "el Cacique de La Junta", a quien considera una fuente de inspiración inagotable por su capacidad de transformar la cotidianidad en canto, el amor en palabra y la vida en leyenda.
Su talento lo llevó a los grandes escenarios. De la mano del maestro Darío Gómez, quien grabó su tema “Una nueva vida”, llevándolo al reconocimiento nacional e internacional, confirmando que su camino, aunque silencioso, seguía creciendo como la música misma: sin prisa, pero sin pausa.
Ganó festivales como el de Arjona, con el tema “Quiero ser libre”; obtuvo el segundo lugar en Turbana y el primero en el Festival del Frito con una cumbia titulada “La más bonita”. Para él, cada tarima es un altar y cada canción, una plegaria.
De sus abuelos Marceliano Tatis, músico español avecindado en Cartagena, y José Fajardo, integrante de la Banda Bajera de San Pelayo, heredó la música como linaje.
Hoy, la historia se cierra con una justicia poética: aquel niño que un día fue nómada entre montañas y calles es ahora guía turístico en Cartagena, la ciudad que lo vio llorar y levantarse. Recorre sus plazas, murallas y calles coloniales contando historias con el mismo ritmo con que compone versos. Su voz guía a los visitantes por los caminos de piedra donde aún resuenan los tambores de la historia. Cada relato suyo tiene la cadencia de una canción y la ternura de quien ha comprendido que también se puede sanar mostrando belleza.
Porque Carlos Fajardo Tatis ya no solo canta: ahora también guía. Y en su mirada, el mar parece escucharlo. Su vida es un espejo donde todos los que sufren pueden mirarse. Enseña que el dolor no destruye: revela. Que la pobreza puede ser semilla de grandeza. Que el arte no pertenece únicamente a los elegidos, sino también aquellos valientes y luchadores de la vida como él.
En los ojos de Carlos aún habita el niño que dormía en la calle, pero también brilla el resplandor sereno de quien ha vencido al destino. Ha demostrado que, aunque el mundo te deje sin techo, el corazón puede seguir siendo una casa donde habite la esperanza.
Hoy, Carlos Fajardo Tatis se considera un hombre feliz. No porque haya olvidado su pasado, sino porque aprendió a reconciliarse con él. Su felicidad no es una huida del dolor, sino una celebración de la vida misma, de haber sobrevivido y creado belleza a partir de la herida.
Y su mensaje, que ya no es solo suyo sino de todos los que han llorado en silencio, vibra como un eco eterno.
“No importa cuán oscuro sea el camino; mientras exista una canción, propia o ajena, el alma tendrá un motivo para seguir viviendo": Roy Galán.
Ramiro Elías Álvarez Mercado
Sobre el autor
Ramiro Elías Álvarez Mercado
Una copa de folclor
Nacido en Planeta Rica, Córdoba, el 14 de octubre de 1974, radicado en Bogotá hace casi tres décadas. Amante de la lectura, los deportes, la escritura, investigador nato de las tradiciones, costumbres, cultura, música, folclor y gastronomía del Caribe colombiano.
Estudió coctelería, bar, etiqueta y protocolo con dos diplomados en vinos y certificación de sommelier, campo profesional en el que tiene más de 20 años de experiencia.
Escribe de manera empírica, sobre fútbol y otros deportes, vinos y todo lo relacionado con el tema, así como publicaciones en distintos medios sobre cultores de la música vallenata y de otras expresiones musicales que se dan en el Caribe colombiano. Sus escritos han sido publicados en distintos medios virtuales.
Desde temprana edad le ha gustado escribir, sin embargo, fue en Bogotá, muy lejos de su terruño, que se le despertó ese deseo incesante de recrear las semblanzas de personajes que han hecho un aporte significativo al vallenato y otras expresiones musicales de la Costa Atlántica de Colombia.
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