Música y folclor
Una mirada al viejo Vallenato
A propósito de una ponencia de Donaldo Mendoza.
Rodeada de tedio por todas partes, esa isla de la Historia llamada la Edad Media solo conocía dos emociones fuertes: la mística y la guerra, dos disciplinas que se asomaron siempre al mundo con perfil admonitorio, donde difícilmente cabía la sonrisa sutil de Sócrates pero nunca la carcajada estruendosa de Aristófanes.
La ponencia de Donaldo Mendoza se cierne con certeza sobre algo que el corazón intuía: en los altos tiempos monárquicos, lo lúdico existía solo para la clericalla y la nobleza, y eso con los solemnes formatos de la comedia y el verso cortesano.
Reburujando el complejo entramado de los siglos hasta dar con el germen de lo lúdico, Donaldo Mendoza descubre el hilo conductor que hermana la producción de los juglares españoles en los inicios del segundo milenio, con los acordeoneros populares de la Costa Atlántica, tipo Calixto Ochoa: La Picaresca, el componente lúdico de la recitación popular.
Piramidal y fuertemente estratificada, la sociedad feudal veía natural negar a su pueblo los elementales goces de lo lúdico y si apareció no fue por concesiones generosas de la realeza sino por tolerancia incómoda. El populacho derivaba de una secreción divina con destino únicamente al trabajo, el rezo, el sufrimiento y la muerte. La primera vez que una princesa rusa hizo el amor, le preguntó a su amante que si los siervos también lo hacían. Al escuchar la respuesta afirmativa, la noble mujer deploró que “era demasiado bueno para ellos”.
En los apuntes de Donaldo Mendoza, la risa y el juego se nos revelan en sus orígenes hispánicos como fruto de dos necesidades: una, comunicar, que es el deseo de unidad de un ser hacia otro. El juglar –pontífice en el sentido etimológico del término, porque establecía puentes de alegría entre las personas-, amanecía en un pueblo con los hechos incorporados al alma y bien pronto se desplazaba hacia otra comunidades con la despensa de sentimientos atiborrada y dispuesta a repartir y donar al mundo el ritmo poderoso de las noticias en forma de cantos, abiertos a la fraternidad y oficiados como rito para conjurar el aburrimiento, el tedio, la soledad y la nostalgia.
Y dos, subvertir, desestabilizar aunque fuera un milímetro el orden sagrado, las rigurosas partituras de lo solemne, la odiosa estructura de lo autoritario. Este es el primer perfil que sale a la luz cuando uno acaba de leer el anónimo “Lazarillo de Tormes”.
Con olfato sabueso, Mendoza nos ayuda a descubrir que desde los primitivos juglares (o iocularis, de iocus: juego) unos cuantos siglos atrás, hasta Calixto Ochoa, todos ignorantes de cualquier imperio normativo académico o culto, saben que lo humano es frágil y que las verdades adustas, sean de la fe, de la nobleza de sangre o de la rigidez autoritaria o el rigor académico, son frágiles porque no se pueden sostener solas, y para medio apuntalarse y oprimir, requieren siempre del anatema y la hoguera, de la espada y la excomunión, del paredón y el presidio.
A cuatro leguas de Pinto
y a treinta de Marmolejo,
existe un castillo viejo
que edificó Chindasvinto.
Lo habitaba un gran señor,
algo feudal y algo bruto;
se llamaba Sisebuto
y su esposa, Leonor… ***
El autor de este “Romance de Sisebuto” ya se atreve a dudar de las habilidades de su Señor Feudal, pero por tímida que sea la duda ya es un ataque a un poder omnímodo. En la lejanía del tiempo y en la noche de los siglos hubo romances para todo y en especial, los epigramáticos del amor:
Namorábale, namorábale
La doncella al villanchón.
Namorábale, namorábale
Y el dormido en un rincón.
“Portador siempre de alguna malicia o intención aguda”, Calixto Ochoa se sabe heredero de esa tradición y Mendoza, seguidor como yo, de ese aspecto picaresco de su biografía y su producción, lo exalta como fuente creativa del genio popular:
Manuela querida amiga te voy a conta'
una cosa por aquí paso un dentista
que me iba arreglar la boca
le dije no tengo plata
y él me dijo eso no importa
si usted no tiene dinero me paga
con otra cosa.
Tal vez lo que nos admira del cantautor costeño y de su sucinto biógrafo, es que la cultura popular jamás pidió permiso para subir a los más altos estrados de la historia de un pueblo, y su reconocimiento se debe a ese timbre auténtico que le otorga calidad humana a los obras de los hombres.
Julio César Espinosa
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